En punto a lecturas, mi verano ha tenido como protagonistas la novela Resurrección, de Tolstoi, y textos matemáticos sobre las transformaciones de Fourier y las de Lorentz. Y como sigo con la manía de encontrar asociaciones entre cosas que, aparentemente, no guardan entre sí relación alguna (seemingly unrelated things, como dice Mlodinow en el excelente libro que estoy leyendo ahora, Elastic thinking), pues en efecto he encontrado conexiones entre ambas áreas, esto es, las conclusiones místicas del bueno de Tolstoi y las ecuaciones que inventaron el francés Fourier y el holandés Lorentz.
Son muchas
las coincidencias que me gustaría comentar, lo cual precisamente me ha
retrasado a la hora de escribir esta entrada, porque no sabía cómo articular
las ideas en una estructura que fuera resultona. La solución me la acaba de regalar
Mlodinow en ese libro que, como digo, me ocupa ahora: la vida moderna nos exige
a todas horas tomar decisiones; de este modo, consumimos nuestras energías en
elecciones tontas y eso nos resta capacidad a la hora de resolver las
cuestiones graves; solución: no pretender optimizar, no intentar maximizar el
acierto y tomar rutas que sean “satisficientes”, esto es, que no nos satisfagan
al máximo, solo lo suficiente. Lo que tradicionalmente se ha llamado, en
términos castizos, “tirar por la calle de en medio…”.
Primero, no
obstante, una visión general de ésas que han sido mis ocupaciones intelectuales
durante las vacaciones de agosto.
La novela de
Tolstoi trata sobre la resurrección moral del príncipe Nejliudov. Vive una vida
mundana, acude a recepciones, parece abocado a un casamiento socialmente
adecuado… cuando le designan como jurado en un juicio sobre asesinato, un
envenenamiento. Una de las acusadas era una prostituta, la Maslova. Con horror
descubre que es una muchacha a la que él, años ha, había seducido y abandonado,
precipitándola a una vida de perdición que ha culminado con esta acusación, la
cual es injusta (ella es inocente), pero la cosa pinta fea. El príncipe, que
sufre una suerte de crisis moral que sacude todo su ser, decide reparar el daño
que ha hecho y ocuparse del bien de la mujer, intentando su absolución y, si no
fuera posible, siguiéndola a Siberia y hasta -se dice, en un alarde de
abnegación- casándose con ella. Los temas que planean por la obra son los del
sexo, por un lado, y la futilidad del castigo, por otro.
El tema
matemático es continuación del que trataba en este otro post. Allí recordaba que los problemas se pueden resolver desde
todas las perspectivas, si bien algunas -dependiendo del asunto concreto que
uno se trae entre manos- son más reveladoras. Y ahora estoy empeñado es
entender bien todas las “transformaciones”, es decir, las ecuaciones mediante
las cuales uno traduce la solución de una perspectiva al lenguaje de la otra.
Vamos pues
con las coincidencias.
Al comienzo
de la novela, el príncipe solicita ayuda a, entre otras personas, una dama
casada, para que ésta interceda a su vez ante su marido, un alto funcionario.
Aquí el objetivo era auxiliar a otros presos, a los que el protagonista conoció
cuando visitaba en la cárcel a la Maslova. La gestión tiene éxito y la dama se
muestra complacida de haber sido útil y también admiradora del altruismo de
Nejliudov. En realidad, al socaire de una supuesta afinidad de sus almas, lo
que pretende es coquetear con él. Pero el príncipe, tras sentirse sin querer
tentado, pronto -estando como está imbuido de un dramático espiritualismo- huye
de ese posible enredo. Se marcha a pasear por el río y se cruza con una
prostituta. Entonces compara, no tanto a ambas mujeres, como a las reacciones
que provocan en los hombres sus respectivas estrategias, dictando esta
sentencia atroz:
«¡Es
repugnante esta bestialidad del hombre! Pero, cuando se manifiesta francamente,
desde la elevación de tu vida moral puedes verla y despreciarla. Que sucumbas o
no, sigues siendo lo que has sido. Pero cuando esta bestialidad se esconde bajo
apariencias mal llamadas poéticas y estéticas y fuerza tu admiración, te hundes
entonces completamente y, divinizando lo animalesco, no sabes ya distinguir el
bien del mal. Y entonces es cuando la cosa se hace terrible.»
Aunque
Tolstoi es sublime como escritor y admirable como hombre, lo cierto es que con
el sexo era algo melodramático: tan pronto lo atrapaba un furibundo deseo (tuvo
trece hijos de su mujer y al menos uno extramatrimonial) como el remordimiento.
Pero algo de razón tiene. El sexo es una herramienta creada por la evolución
(es lo que nos impele a propagar nuestros genes) a la que, en buena medida,
hemos cambiado de uso. Pero… cuando se idealiza la relación hombre – mujer (u
hombre-hombre o mujer-mujer y demás matices intermedios…), cuando se pinta el
amor romántico como forma suprema de realización del ser humano, exaltándolo en
la literatura y el cine, parece que se pierda el norte, porque… ¿para qué sirve
todo eso? ¿No estamos convirtiendo el medio en un fin per se? ¿Y por qué habríamos de hacerlo?
La
coincidencia es que algo así ocurre con otra cosa también muy bien vista, como
el ansia de conocimiento, ya sea matemático, jurídico o filosófico. Al parecer,
cada vez que comprendemos un concepto peliagudo, el cerebro nos recompensa con
un chute de dopamina. Lo cual tiene asimismo todo el sentido del mundo, desde
un punto de vista evolutivo, porque los conceptos, aunque a veces no lo
parezca, son herramientas para resolver problemas y esto es a su vez la mejor
forma de sobrevivir en las sabanas y en las selvas donde vivían nuestros
ancestros, y aún hoy…, por supuesto. No obstante, la cultura tiende a exaltar el
conocimiento como un objetivo en sí mismo considerado. Lo cual no embauca a la
mayoría de la gente, pero a algunos sí nos engancha, de forma que uno corre el
riesgo de lanzarse a una adquisición compulsiva de saber, que por definición siempre
le deja insatisfecho.
Así las
cosas, un planteamiento posible es el que Tolstoi tilda de “bestialidad”: la
satisfacción pura del instinto, reconociendo que es tal y sucumbiendo a él de
cuando en cuando. Se trataría de amar o leer como quien se zampa un bocadillo,
para darle gusto al cuerpo, porque no queda más remedio. Pero en el hueco entre
esa “animalidad” y su absurda “divinización”, entre extremos tan separados,
debería ser uno capaz de hallar vías intermedias.
He dado en
pensar que una posible salida consistiría en el “enfoque bonobos”. Al parecer,
estos simios, cuyo genoma es muy parecido al humano, son más pacíficos que sus
primos los chimpancés y en ello puede influir que utilizan el sexo como
elemento conciliador y cohesivo de las relaciones sociales. En definitiva, lo
que han hecho estos primos nuestros es darle al tema un uso alternativo al primigenio.
La propuesta
no sería, empero, enviar a antropólogos a espiar a estos simios y copiar
mecánicamente sus actividades. La idea es más abstracta: se trata de aprovechar
que nuestro cerebro anuda recompensas a ciertas actividades (sexo,
conocimiento), para prodigar esa recompensa, no cuando se cumple el fin
biológico originario, sino cuando se satisface cualquier otro fin práctico.
Cuáles sean estos fines es ya cuestión de preferencias subjetivas. Ya cada uno
sabrá construir su narrativa, el cuento que le dote de sentido al placer, ora
físico, ora intelectual. Sea el que sea, será -como por cierto acaece con todos
los cuentos- una historia con moraleja práctica.
De este
modo, al amor se iría como quien va a la panadería o la ferretería, para
cambiar beneficios mutuos … Si acaso, para añadir a la receta una pizca de
grandeza, procedería poner el acento en la calidad del servicio propio, más que
en la contrapartida, como al fin y al cabo se recomienda para toda actividad que
se quiera bien hecha. Así pues, se trataría de todo lo contrario de lo que
normalmente hacemos, que es convertir a la pareja en un pedestal para nuestro
ego, cosa que además nunca conseguimos, por más de un breve e ilusorio período;
habría que aparcar el ego para prestar humildemente un servicio: besar para
insuflar a la pareja auto-estima, no auto-engaño, tocarle para que se ría, para
que viva mejor y viva contenta… Todo ello en la confianza de que el propio
trabajo nos congratula y la contrapartida llegará, como dicen, “por añadidura”.
Hmm, si este planteamiento fuera correcto, a lo mejor explica quizá por qué en
parejas de muchos años, aun bien avenidas, decae el interés sensual: porque no
se le ve ya a ese tajo mayor utilidad… y en ello residiría la clave para
resucitar el deseo, en encontrarle beneficios mundanos. O si no, ¿por qué son
mitos eróticos los chicos de los oficios, el butanero o la enfermera, acaso porque
vemos en ellos aunados la utilidad y el placer? También esto explicaría las
posturas extremas: hay personas que, con la edad, cuando pierden vigor sexual,
se sienten aliviadas, como quien deja atrás un fardo; de igual modo, a los
religiosos que optan por la castidad, se les ve así bajo una luz más amable,
“no es que sean bobos, es que no es eso algo que en su caso les reporte
utilidad”; también, por fin, se comprende que los psicópatas depredadores
sexuales opten por la castración química e incluso suscita el debate de si el
Estado debe, cuando menos, fomentar esa “solución”, la cual no sería vejatoria,
pues no implicaría extirpar al ser humano un componente esencial, cuya
ausencia lo degradara, sino quitarle un adminículo que ha malinizado… A la
inversa, el “pecado” de las conductas sexuales no residiría tanto en qué se
dice o qué hace, o si se hace con unos o con otros, sino en el por qué y para
qué. Reconozco, sin embargo, que -siendo esto por lo general una actividad de
dos o más- el lograr consenso sobre tales extremos puede ser un auténtico
desafío…
En cuanto al
conocimiento, el paralelismo requiere cierta explicación. Como decía, todo
saber, toda regla gramatical o toda ecuación matemática, tiene una utilidad
práctica. Por ello, el cerebro nos recompensa cuando la comprendemos. Pero eso
es como hacer hijos, es la función biológica. El problema es que a menudo se
pierde esa utilidad, pero seguimos con el piloto automático libando la copa del
saber por pura adicción. Yo no voy a construir buques ni a mandar naves a
Marte, mas ahí ando, estudiando asignaturas de ingeniería, como si me fuera la
vida en ello. Para evitar este sinsentido, intento encontrarles a mis adictivas
indagaciones una utilidad diversa. Y ese es el sentido que (voy viendo) puede
tener este Blog. Gracias a la abstracción, los trucos intelectuales se pueden
exportar desde el álgebra lineal, por ejemplo, a la auto-ayuda, como tips, que dicen los anglos (astuces, los franceses) para vivir
mejor.
Pasamos
entonces a la segunda coincidencia, que es algo más ambiciosa, más
transcendente.
Lanzo
primero una visión general: Tolstoi termina su novela resolviendo su problema
(¿es inútil el castigo?) con una idea-madre (la compasión); yo en principio me
quedo prendado del aspecto formal (¡qué útiles son las ideas-madre!), pero me
envanezco de la mía propia (la Ciencia no es más que resolución de problemas),
aunque al final le reconozco un hipotético valor superior a lo del ruso y
termino pensando en el concepto de Dios.
Ahora los
detalles, los jugosos detalles.
Para
resolver la cuestión central de la novela (¿sirve de algo todo el horror del
sistema judicial y penitenciario?), Tolstoi ordena que su protagonista acuda a
los Evangelios. Allí el hombre se empapa de la idea del perdón y la compasión y
concluye con la respuesta negativa (el castigo solo empeora las cosas). Y es
interesante cómo describe la forma en que se le aparece ante los ojos esta salida:
Ocurrió
que el pensamiento que le parecía al principio extraño, paradójico, casi
fantástico y del que se encuentra en la vida una confirmación cada vez más
frecuente, se presentó a él, de pronto, como una verdad muy simple y de una
absoluta certeza.
«¡No,
es imposible que la cosa sea tan simple!», se decía Nejludov. Y, sin embargo,
comprobaba con evidencia que, por extraño que aquello le hubiera parecido al
principio, y acostumbrado como estaba a lo contrario, fuera ésa la solución
verdadera, no solamente teórica, sino absolutamente práctica, de la cuestión.
Esto es en
verdad algo que a menudo ocurre cuando se investiga: llega la iluminación a
través de una idea-fuerza, un cambio de paradigma, como afirmara Thomas Kuhn,
que -actuando como piedra filosofal- convierte, de un plumazo, el metal de la
ignorancia en el oro del saber. Y entonces se pregunta uno cómo ha podido
recorrer tantas veces ciertos pasajes de los manuales, sintiéndolos crípticos
(cual le sucedía a Tolstoi con los Evangelios), cuando la clave para
entenderlos era tan sencilla y estaba escrita, virtualmente, en los márgenes
del texto, como si la hubiera puesto allí un aventajado copista medieval.
Sin embargo,
en punto a la solución concreta que propugna el autor ruso, me invadió el
escepticismo. No parece razonable erradicar simplemente la reacción estatal al
crimen, en aras de la compasión. Si hiciéramos eso, la sociedad devendría
inhabitable. Recordé que, de adolescente, me hacía gracia el anarquismo, pero
hace tiempo que me caí del burro: si no hubiera sistema judicial ni
penitenciario, serían las mafias y los señores de la guerra los que impondrían los
suyos y el mundo sería peor.
Me quedé
entonces con el aspecto formal o procedimental y me sentí muy complacido con otra
idea-madre o paradigma que yo estaba utilizando para resolver mi propia
ocupación, la de las transformaciones matemáticas.
Las Ciencias
exactas a menudo hablan de sus objetos (verbigracia, un número, un vector, una
matriz, un tensor) como si fueran eso, cosas que existen. El truco consiste en advertir
que no son tal, sino más bien soluciones a problemas. Por eso, naturalmente, la
magnitud del objeto es la misma desde distintas perspectivas, porque la
solución a los problemas solo puede ser una.
No es esto
ningún misterio, claro. Los manuales lo sugieren de vez en cuando. Yo mismo he
ilustrado mucho la idea, con un símil de cuento de hadas: Cenicienta no es una
chica, es un problema para el Príncipe (encontrar compañera y reina consorte),
problema que éste resuelve con una medición (gracias a la zapatilla de baile,
que le sirve de molde de las cualidades que él persigue); o varias mediciones,
varias zapatillas, cuando la resolución del problema exige acumular distintas
pistas (lo llamamos dimensiones, como si fueran cualidades del objeto de la investigación,
aunque son más bien eso, “pistas”). Lo que pasa es que una cosa es tener esto a priori claro y otra mantenerlo
presente y aplicarlo en cada momento y en cada elemento del análisis. Más bien
lo que sucede es que, leyendo a los expertos, vuelve uno a imbuirse del
enfoque, digamos, ontológico, descuidando el práctico.
Apliqué este
último enfoque, por consiguiente, a lo de las transformaciones y me quedé
satisfecho con el resultado. La clave para traducir de un lenguaje, de un marco
de referencia al otro es la empatía: ponerse en la piel del otro (o al menos,
como dicen los ingleses, más asépticamente) “en sus zapatos” y así comprender
qué hay en la forma ajena de afrontar el problema (qué tiene su perspectiva),
de lo que carece la nuestra; luego esa misma clave, esa varita mágica debe
aplicarse a todas nuestras coordenadas para ponerlas en el lenguaje del otro.
Esto vale para situaciones donde la perspectiva es un punto (yo esto a 10 m de
mi casa, mi hermano a 3 m de mí, ¿qué distancia le separa a él de la casa) y
también mutatis mutandi para
rotaciones de los ejes de coordenadas, ya se trate de una rotación simple de
dos ejes espaciales, o de ejes espacio-temporales (relatividad especial;
transformadas de Lorentz) o de la perspectiva de las frecuencias versus momentos temporales (Fourier)...
Entonces
pensé algo que me alarmó. Si toda la Ciencia no es más que resolución de
puzles, si el conocimiento no dice nada sobre el “ser”, ¿cuál es entonces el “ser”?
Entiéndanme, no pretendo con esto menospreciar el conocimiento científico, que
como decía me divierte y me encanta. De hecho, esa ficción con arreglo a la
cual los objetos matemáticos “son” y no sólo “sirven para” es muy productiva y
bellísima. Precisamente Mlodinow, en ese libro que tanto vengo citando, Elastic thinking, revela que el cerebro
alberga las dos formas de pensamiento en distintos lugares. Habría así personas
que tienen más desarrollados o más a mano los circuitos abstractos y otros en
los que preponderan los pragmáticos, aunque ambos caminos conducen a Roma y a
ambos podemos recurrir todos. De hecho, lo divertido y lo productivo es
ponerlos a trabajar juntos. Ahora bien, hay que ser conscientes de la realidad:
aquello que constituye la verdadera
naturaleza del conocimiento científico
es el análisis de los conceptos en términos de su objetivo práctico, de los
propósitos de andar por casa, rastreros y mundanales, que los animan. Lo otro,
lo llamamos el “ser” por pura licencia poética, a modo de metáfora. Una ficción
muy útil y que permite alcanzar altas cimas intelectuales, no lo dudo. Pero
sigue sin constituir el “ser”. ¿Y entonces qué es (seamos ambiciosos,
pongámosle una mayúscula) el “Ser” y qué es lo que quiere de nosotros? ¿Acaso
propugna un propósito más hondo y alto, acaso estaba Tolstoi más cerca de la
verdad de lo que yo pensaba? Sobre ello indagaré las próximas semanas, pues he
encontrado unas referencias interesantísimas…
Acabo de añadir a la entrada, como imagen que la define, un texto de Epícteto, el filósofo estoico (https://es.wikipedia.org/wiki/Epicteto). Me lo he encontrado ciertamente por casualidad. Habíamos pintado la estantería de escayola y para ello puestos todos los libros en cajas. Este es uno que no compré, creo que me lo dio mi madre, porque se los dio un señor que los tenía por herencia. Nunca lo había mirado. Al volver a colocar los libros, he querido hacer limpia y tirar o regalar los que de nada me sirvieran. Antes de condenarlo, éste me pidió que le echara un vistazo y me senté a ojearlo. Una primera sección ya me dijo algo que me impactó, como adecuado a mi vida presente. La segunda que leí fue ésta, que encaja muy bien con lo que aquí digo sobre la búsqueda del conocimiento. Bueno, dice exactamente lo que digo en el post: que engancharse al conocimiento sin motivo es una esclavitud, una adicción cualquiera, y que habría que buscarlo, si es que uno lo busca, para lo que Epícteto llama la paz y serenidad o yo calificaba simplemente como vivir mejor. Me he quedado impresionado. Es éste un ejemplo paradigmático de casualidad junguiana. Si yo hubiera leído este texto y luego hubiera hecho mi comentario, tendría menos gracia: podría esto interpretarse como que me he plegado a una autoridad y he plantado en mi escrito su ciencia, con un deje de erudición. Pero ha sucedido lo contrario. Yo andaba barruntando que las cosas podían ir por ahí y la suerte me ha puesto en las manos una afirmación de un sabio que dice lo mismo, de forma mucho más elegante y lapidaria, lo cual (según Jung) es una confirmación irrefutable de que andaba cerca de la solución de un problema y la he encontrado. Lo cual por cierto sirve muy bien de engarce con el próximo post. Hasta que lo escriba, entonces :)
ResponderEliminarUn extenso post con ideas interesantísimas y muy originales. No creo que haya mucha gente que en su mente ponga a jugar a Tolstoi con las transformadas matemáticas. Y la capacidad de poner en común estos campos tan dispares es un lujazo mental. Enhorabuena!!!
ResponderEliminarYa hablaremos. Es muy sugerente la tesis de considerar los "hechos" como "soluciones" o "resultados" de procesos humanos. Es muy importante ver en proceso y como efectos, todos los hechos, datos y realidades que nos rodean...y también nuestro ser interior.... saludos!!!
Sobre el castigo: https://www.collective-evolution.com/2019/10/17/why-we-need-to-take-a-look-at-the-way-we-treat-prisoners-and-do-it-differently/
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