jueves, 29 de noviembre de 2018

La Manada y el concepto de multiplicación: una reflexión sobre la abstracción (I)



No crean, yo también me pregunto si es forma de interesar a los lectores de un Blog mezclar en un artículo la sentencia judicial sobre el caso “La Manada” y el significado de la multiplicación en matemáticas. ¿Acaso hay alguna profesión donde ambas materias entren en el currículo? Pues no la hay y, sin embargo, sigo pensando que esto es útil para cualquiera que está interesado en estructuras del pensamiento, allá donde estén, ya que el hilo conductor de ambos temas es una herramienta fundamental para la resolución de problemas: la abstracción, la generalización.

Me sirve de punto de partida el haber ojeado el libro de Antonin Scalia y Bryan A. Garner titulado Reading Law: The Interpretation of Legal Texts. Los autores son críticos con los jueces creativos (aquellos que se sienten autorizados para liberarse de la Ley) y defienden el textualismo: esto es, creen que las palabras tienen atribuido un sentido preciso en el ámbito jurídico, un sentido que es objetivo, ya que no depende tanto de la subjetiva intención de los redactores de la Ley, como de la convención asumida por la comunidad legal sobre qué quiere decir determinado vocablo, siendo deber del Juez respetar ese significado. En este sentido, critican a los que se saltan a la torera la letra de la Ley para aplicar un supuesto espíritu que la contradice. Y claman contra lo que llaman el purposivism (“propositivismo”): el vicio de inventarse un propósito de la Ley como excusa para retorcerla. No dicen estos autores, Scalia y Garner, que no haya que atender al fin u objetivo práctico de la norma, pero advierten que hay que encontrarlo en su propio texto. En este sentido, apuntan que ese escurridizo propósito puede analizarse desde distintos niveles de la llamada ladder of abstraction (la escalera de la abstracción) y que los Jueces (o cualesquiera intérpretes), cuando son revoltosos, a menudo escogen el nivel más alto como coartada para sus fechorías interpretativas. Por ejemplo, la Ley sanciona penalmente el hurto o el robo. Se suele entender que el objetivo de esta disposición es salvaguardar la propiedad privada (éste es, diríamos en nuestro Derecho, el “bien jurídico protegido”); pero… ¿por qué se mima la propiedad?, pues porque al permitirle a uno apropiarse de los frutos de su trabajo, se fomenta la laboriosidad; generalizando, la ratio legis es un adecuado funcionamiento de la economía; en último término, el bien común. Pues bien, el juzgador de tendencias libertarias tiende a situarse en los escalones superiores, donde el propósito es más etéreo, merced a lo cual por menos de nada falla que es lícito robarle a uno la cartera… y darle un coscorrón de paso.

El argumento de Scalia y Garner es válido. Lo del bien común es el fin último de toda normativa, no cabe duda, pero lamentablemente las Ciencias sociales no están tan desarrolladas como para que quepan juicios exactos sobre lo que contribuye a ese objetivo tan abstracto. Por eso, el legislador -con su legitimidad democrática- goza de amplia discrecionalidad para elegir los medios de promover dicho objetivo último. Y el Juez no tiene derecho a sustituir ese juicio por el suyo particular, más o menos sesgado  ideológicamente: si la Ley dice que no se puede robar, pues, hombre, es que no se puede robar…

Ahora bien, siendo cierto lo anterior, también lo es que sin abstracción no se va a ninguna parte, pues no hay concepto que no se fundamente en ella. Ese propósito textual del que hablan aquellos autores, si de algo ha de servir, también será abstracto y abstracto será también el supuesto de hecho que regula. Es más, el nivel de abstracción elegido debe ser flexible: si la ciencia revela que el supuesto de hecho tiene un contenido real más amplio que el que imaginábamos o cambia la sensibilidad social hacia ciertos supuestos, habrá que pensar si se estiran los conceptos para acoger esas nuevas realidades o valoraciones.

Todo esto lo ilustra muy bien el caso de “La Manada”. Ahí la Audiencia eligió la vía estrecha, menos amiga de la abstracción. Yo creo que se equivocó e intentaré justificar una postura más elástica. Pero el tema es peliagudo y desde luego lo que no cabe es linchar al Tribunal, tachándolo de retrógrado, ya que su posición puede hallar amparo en principios legales, algunos de ellos, por cierto, de corte bien “progresista”.

El dilema, recordemos, era si la víctima, que no padeció violencia física, sí sufrió al menos violencia moral o intimidación (en cuyo caso existiría, una agresión sexual, en particular en la forma de violación, que castiga el art. 179 CP) o no (en cuyo caso procedería aplicar el delito -algo- menos grave de abusos sexuales, del art. 181). La diferencia entre ambos preceptos es sutil: en ambos falta el consentimiento de la víctima, pero en el primero consta una voluntad expresa contraria al acto (que el delincuente tuerce o doblega) y en el segundo la víctima es incapaz de manifestar su voluntad, ya sea porque se halla drogada o sin sentido o porque (como parecía el Tribunal en este caso) el delincuente se prevale de una situación de superioridad manifiesta. 

Y no tenía fácil solución, este dilema, porque el supuesto de hecho mostraba tanto de lo uno como de lo otro: como en los abusos, la chica tenía completamente anulada su voluntad, se encontraba en un estado de estupor, del que se aprovecharon los acusados; a la vez, se hallaba sin duda intimidada por el atropello al que estaba siendo sometida, tal como entendemos ese concepto en el lenguaje cotidiano.

Así las cosas, en la calle se gritaba el “no es no” o incluso “la ausencia de un sí expreso significa no”, queriendo denotar, en definitiva, que todo atentado contra la libertad sexual debe tener la misma sanción. Mas frente a este criterio de hacer tabla rasa, algún catedrático de Derecho penal contestó, un poco en la línea de Scalia y Garner: “señoras, señores, es que están  ustedes pidiendo que todos los delitos que atentan contra el bien jurídico más abstracto (como decía, la libertad sexual), se metan en el mismo saco; pero el Código Penal español es más sutil y pretende establecer una gradación de castigos en función de la forma, más o menos agresiva, en la que se vulnera la libertad de la víctima: venciendo su oposición o aprovechándose de que no puede manifestarla porque está como ida...”

Por su parte, la Audiencia optó en su sentencia, como decía, por un concepto restrictivo de intimidación, inspirado en determinadas sentencias del Tribunal Supremo que exigen, para que exista tal cosa, que se manifieste la “amenaza de un mal inmediato”, cosa que no se probó. Descartado lo anterior, como obviamente los felones no podían quedar sin castigo, el Tribunal decidió aplicar el delito de abusos, considerando que los tipos se aprovecharon de que la víctima tenía su voluntad ausente, en razón de su inferioridad física manifiesta. Frente a ello, algún otro catedrático de la misma disciplina objetó, curiosamente, que eso era también un uso indebido de la abstracción: el Código Penal, cuando habla de "superioridad" está pensando en situaciones de poder laboral, social, familiar... y no es de recibo meter eso en el mismo saco con una situación de primacía física, que ha sido creada por el propio delincuente con el fin de amedrentar a la víctima...

Así pues, el supuesto parecía estar en tierra de nadie, entre los delitos de agresión y abuso, cada uno de los cuales quería destilarlo, pero para hacerlo análogo a sí mismo. Lamentablemente sucede que en Derecho penal, por aplicación del principio de legalidad (nullum crimen sine lege), que es una garantía sagrada en un Estado democrático, la analogía in malam partem (en contra del reo) está terminantemente prohibida, mientras que la doctrina sí reclama la analogía in bonam partem...

Pese a todo, cabe una tercera vía. La abstracción contra reo está en efecto vedada cuando uno reconoce que aplica el castigo a un supuesto fuera de la norma. El truco consiste en sostener que no se está ampliando el ámbito de aplicación de una disposición, sino definiéndolo en su justa medida. Y esto no es necesariamente trampa, pues todo concepto, se quiera o no, es vaporoso: es abstracto. El quid de la cuestión es dar con la dirección adecuada: determinar hacia dónde se puede estirar un vocablo y dónde, por el contrario, se sitúan sus límites semánticos.

A este respecto, citaré dos opiniones del Blog Hay Derecho.

Una es la de Rodrigo Tena (véase aquí). Su artículo es en este caso (no suele ser así) difícil de leer, pero al final se da con el mensaje, que es (como siempre) muy agudo. En el mundo antiguo, a la hora de castigar las conductas, primaba una opinión (religiosa, moral, ideológica) sobre su gravedad. En el mundo moderno, hemos sacralizado la voluntad, la libertad, el consentimiento: usted puede hacerle daño a un masoquista si hay evidencia absoluta de su consentimiento. Ahora bien, cuando hay duda sobre el grado de oposición de la víctima, cuando no sabemos -como en este caso- si fue forzada u objeto de abuso, no nos la cojamos con papel de fumar: optemos por sancionar de la forma más severa la conducta más grave. Y ciertamente el sentimiento de muchos era que la conducta que nos ocupa (caer “en manada” sobre una chica, cuya capacidad de resistencia queda congelada de puro estupor y acto seguido pasársela de mano en mano como si fuera un juguete de usar y tirar) era una forma grave de agresión, tan nociva para la libertad sexual y causante de una experiencia tan dolorosa como una violación a punta de cuchillo.

La otra opinión es la de Herminia Peralta (véase aquí). Según ella, los avances científicos revelan que la víctima de un ataque sexual entra por definición (se trata de un mecanismo autoprotector del cerebro) en una especie de estupor neurológico, precisamente porque se ve terriblemente intimidada. Por tanto, si rebajamos la pena cuando la víctima sólo deja de pelear a virtud de golpes o amenazas expresas, tenderemos a dejar sin contenido el delito de agresión sexual, sustituyéndolo por la versión más liviana de abusos.

A mí me gustan ambos argumentos, porque tocan los dos mandos que hay que manipular para ejercitarse con tino en el arte de la abstracción. Los conceptos, vengo defendiendo, son como una función matemática, en cuanto tienen un input y un output, unidos por una fórmula. En el caso de los conceptos jurídicos el input (lo que se introduce en la máquina) es el supuesto de hecho, el output (lo que sale por el otro lado) es el propósito de la norma, y la relación es el razonamiento a tenor del cual, por la vía de permitir  o sancionar un hecho, se potencia un objetivo. Pues bien, Tena sugiere que el propósito del delito de violación es combatir situaciones gravemente injustas y dolorosas y Peralta nos pone unas gafas científicas que nos hacen ver los actos de la Manada como muestra palpable de lo que norma combate. 

Ah... ¡pero no acaba aquí la cosa....! No obstante todo lo anterior, para la condena por violación surge un último obstáculo, éste ya de corte superprogresista. En el caso Parot, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea declaró que se vulnera también el principio de legalidad penal cuando la jurisprudencia alumbra una nueva interpretación de forma inopinada, sin que su criterio responda a una evolución más o menos reconocible y previsible por el acusado. Yo no he estudiado a fondo la jurisprudencia de los Tribunales españoles sobre el concepto de intimidación, pero si hubiera dudas en cuanto a la previsibilidad de una condena por agresión, entonces lo cool, lo superguay sería decir: lo lamentamos, querida víctima, pero sus derechos deben sacrificarse en el altar de la seguridad jurídica, que es en general un pilar del Estado de Derecho y en materia penal adquiere tal peso que siempre inclina a su favor la balanza.

Personalmente, creo que esa doctrina del Tribunal de la UE no era ni técnicamente correcta ni justa (véase aquí). La seguridad jurídica puede servir para frenar una evolución jurisprudencial que criminaliza lo que no era antes delito y esto especialmente si hablamos de delitos como el de conducción bajo el efecto del alcohol o el delito fiscal. ¿Por qué estos ejemplos? El tema es muy bonito y mercería un análisis detallado. Pero a nuestros efectos basta dar unas razones a vuelapluma: el umbral de lo delictivo tiene en estos casos expresión cuantitativa (tantos gramos de alcohol en la sangre, defraudación de tantos miles de euros); son éstas conductas que no vulneran derechos individuales, sino bienes sociales (la recaudación fiscal, la seguridad del tráfico); la fijación del umbral algo más arriba o más abajo se basa en un juicio de oportunidad del legislador, que no será arbitrario, pero tampoco está -como dicen los anglosajones- hard-wired (cableado) en la conciencia humana… De esta forma, ante un cambio jurisprudencial que crea delito donde no lo había antes, el justiciable bien puede poner el grito en el cielo, alegando que cogió el coche o hizo su declaración fiscal con la legítima confianza de que no dañaba a la sociedad, porque ésta (a través de sus propios Jueces) le había inducido a creerlo. Ahora bien, a mí me repugna pensar que un asesino múltiple pueda razonar así: apoyado en una reiterada jurisprudencia, yo confiaba en que la enésima víctima me saldría gratis (como en el caso Parot) o confiábamos en que si caíamos en tropel sobre la chica, se quedaría helada y podríamos violarla a placer, pero con la pena de abusos (caso La Manada). No, eso no puedo ser. Pienso que el “campo semántico” de un concepto jurídico, incluso penal, puede y debe evolucionar al compás de los descubrimientos científicos y las necesidades sociales. En caso contrario, un fenómeno tan a la orden del día y tan grave como las violaciones grupales puede quedar sin el castigo superior que merece. Todo lo cual, sin embargo, reitero, es harto opinable. 

Conclusión, en punto a la abstracción, que es lo que aquí nos importa: en el plano jurídico, sin ella no somos nadie;  los conceptos de la Ley pueden y deben estirarse, incluso en la órbita penal, para cumplir su cometido; ahora bien, este ejercicio comporta riesgos y sólo puede realizarse con esmero, subiendo con pies de plomo por la escalera de la abstracción (esto es, detallando y justificando la razón de cada avance), so pena de despeñarse por el precipicio de la arbitrariedad.

Así las cosas, cuando me interesé por la física y sobre todo por la matemática, me dije: esto es el reino de la abstracción y aquí me voy a poner las botas, disfrutando con el juego de destilar los conceptos, precisamente merced a mi manejo del instrumento analógico. Pues no, cuál sería mi decepción cuando me he encontrado con advertencias como ésta: “déjese usted de analogías y aprenda física”. Esto sobre todo sucede en el campo de la cuántica, donde se mira muy mal al que pretende entender los conceptos de tan elevada ciencia como si fueran variaciones de los clásicos, como si unos y otros pudieran caber bajo el paraguas de unos archiconceptos…. Y lo mismo pasa, sorprendentemente, en el ámbito matemático. 

Lo explicaré con un ejemplo, el del concepto de multiplicación: en el colegio le enseñan a uno que multiplicar es “sumar repetidas veces”; sentado lo anterior, acuñado el concepto de multiplicación, cabe subir un peldaño por la ladder of abstraction y hablar de “multiplicar repetidas veces”, que es lo que se hace al elevar un número a una potencia; y así sucesivamente. La idea es atractiva porque le proporciona a uno la sensación de tener un hogar: al final acaba uno paseando por un cielo de conceptos celestiales, de extrema abstracción, cuyo empleo no deja de generar un cierto vértigo, pero tiene el consuelo de que, como Garbancito, ha ido colocando en el camino piedrecitas que le guiarían en la vuelta a casa, si fuera necesario. Entonces llegan los gurús de la matemática y proclaman que todo eso es falso: la multiplicación es un concepto diverso, totalmente independiente de la suma, con la que no guarda ninguna relación; ¿de dónde viene entonces su significado, cae del cielo?; pues casi…

Sin embargo, me he aplicado en hacer de Garbancito y creo que se puede ofrecer otro planteamiento, donde suma y multiplicación se hermanan como escalones sucesivos de la ladder of abstraction, pero eso sucederá ya en una próxima entrada del Blog, segunda parte de este artículo.


PS1: Acabo de ver aquí esta imagen y no he resistido la tentación de importarla. Tape usted a la bailarina de la derecha y mire a la de en medio. Evidentemente ambas giran en el sentido de las agujas del reloj. Ahora tape a la de la izquierda y vuelva a mirar a la chica central. Ahora gira en sentido contrario a las manecillas. Con un poco de práctica conseguirá que, a base de mirar alternativamente a un lado u otro, la muchachita del medio cambie sobre la marcha de sentido, como si se lo ordenara su mente. La explicación es que la imagen es ambigua: hay argumentos para verla girar en un sentido u otro y nuestro cerebro elige el que sugiere la bailarina que contempla a la vez. Cosas de la mente, que nos deberían hacer dudar de nuestras convicciones: cuando condenamos a la Manada por abusos en lugar de violación, o a la inversa, ¿lo hacemos porque vemos la rueda girar en el sentido que nos sugiere nuestro entorno? ¿Pensamos como baila la bailarina, al son que tocan nuestros "electores", la gente con la que nos interesa llevarnos bien? Un buen motivo para no ser demasiado radical en la defensa de las opiniones propias.




miércoles, 21 de noviembre de 2018

Dios, el mono interior y la prisa

Hoy he aterrizado en el aeropuerto de Hondarribia. He tomado un taxi camino de Rentería y he entablado conversación con el taxista.

Hemos empezado, como es habitual en estos casos, hablando del tiempo. De ahí hemos transitado al clima: en España estamos acostumbrados a que sea benigno, a diferencia de lo que sucede en tierras exóticas donde los terremotos, tsunamis y huracanes están a la orden del día, aunque últimamente nos rondan lo que para otros serían mini-desastres, pero no dejan de doler... El taxista comentaba que un cliente de Florida le confesaba que allí muchos construyen las casas de madera, sabiendo que se las llevará el viento, porque les sale rentable: están acostumbrados, cuando llega el pronóstico de huracán, a marcharse con lo esencial y luego ya reclaman al seguro. Es una curiosa versión invertida del cuento de los tres cerditos. Luego pasamos a platicar sobre los seres humanos y lo pintoresco, por así decirlo, de los líderes que hoy gobiernan el mundo: el taxista, con juicio amable, mantenía que Trump y Putin son como niños. Yo al final hice mi comentario preferido: qué raro es todo, un universo inmenso y apabullante, que dibuja un espectáculo dantesco y maravilloso de explosiones y colisiones y aparentemente sólo surge la vida en un diminuto planeta, gracias a una improbable coincidencia de circunstancias, y esa vida evoluciona para terminar atribuyendo el gobierno de su insólito hábitat a una especie de monos inconscientes, listos pero peligrosos, entre ellos y para con el propio planeta que los alberga. Dicho esto (en realidad, en una versión más coloquial), nos despedimos, taxista y yo, amistosamente, sintiéndonos seres civilizados, para que al punto, cuando me hallaba en una vecina farmacia, saliera a la luz mi propio mono interior, porque pensaba que había perdido la cartera y me puse muy nervioso...

De regreso a casa, he recibido el escrito que me envía el profesor Mesa, en amable respuesta a mi solicitud de que colaborara en este Blog. Lo curioso -¿casualidad junguiana?- es que de alguna forma en su escrito el profesor trata temas similares a los que me asaltaron hoy: si yo era crítico con una evolución darwiniana que se muestra parsimoniosa y no acaba de fructificar en nada decente, él apunta que el problema quizá fuera una Creación apresurada... o tal vez no; también manifiesta su inquietud sobre la naturaleza y la suerte que puede aguardar a la especie humana. Todo pues indicativo de que éstos son temas importantes, que merecen nuestra atención, con permiso del problema catalán, por supuesto...

(Otra sorprendente synchronicity: durante la comida vi unas fotos que un colega, Beñat, había hecho el día anterior en la Concha y se las pedí para el Blog. No podía imaginar que ésta vendría tan al pelo para ilustrar el post del profesor.)




                                               DIOS Y EL MUNDO. O VICEVERSA
                                                                       R. J. Mesa


            Dentro de la tradición judeocristiana el libro del Génesis, el primero de la Biblia, nos enseña que Dios creó el Mundo en seis días, y que el séptimo día descansó. No es poca la hazaña descrita y tampoco resulta gratuita la merecida jornada de holganza. No obstante, resulta curioso que un hecho tan serio e imponente haya sido tomado con cierta retranca por la sabiduría popular, pues viene afirmando que, en efecto, Dios creó el mundo en seis días...y se nota, poniendo de este modo la ciudadanía el acento sobre los muchos males naturales y antinaturales que nuestro mundo padece y la gente llana soporta. Así, junto a las terribles catástrofes físicas que se producen con demasiada frecuencia, como terremotos, tsunamis. huracanes y demás, que nadie entiende, debemos añadir aquellas otras que de la humana naturaleza son propias, tales como la ambición, la codicia, el odio, la injusticia, la crueldad y tantos otros desbarajustes de nuestro ser que, sin embargo, han resultado imprescindibles para nuestra propia evolución. Quiero decir que sin la existencia de estas horrorosas características en nuestra composición genética estaríamos ahora en algún punto intermedio del camino que lleva desde la ameba hasta el homo sapiens sapiens, pero en ningún caso seríamos lo que hoy somos.

            Y todo este desastre por la prisa. ¿No pudo el Creador tomarse este asunto con más calma?

            Es razonable pensar que en pleno furor creativo debió Dios crear el tiempo. Si tomamos literalmente lo narrado por el Génesis debió ser precisamente el tiempo la primera de las creaciones, pues de otro modo resulta imposible contabilizar el número de días en que la Creación tuvo lugar, es decir, que si se hubiera creado el tiempo en el momento de empezar el cuarto día, pongamos por caso, la narración contaría que el proceso creativo duró tres días. Y además, para decir verdad, se debería añadir que durante dichos tres días no se consumó la totalidad de lo creado, pues una parte de ella, aproximadamente la mitad, no podría ubicarse cronológicamente, lo que hubiera enloquecido a los más relevantes y reputados teólogos de todos los tiempos, y perdón por el mal chiste. Pero habría una perspectiva aún peor, que consiste en imaginar que el tiempo se hubiese creado en último lugar, Una vez creado todo lo demás va Dios y crea el tiempo. En este escenario la Creación no habría tenido lugar nunca, pese a la evidencia de su propia presencia. El libro del Génesis debería comenzar con el día de descanso de Dios, un Dios que aparecería reposando tranquilamente junto a una Creación tan eterna como El en tanto que anterior a su propia presencia percibida. Y precisamente esta percepción supondría un grave problema para el propio Dios, puesto que la tradición nos cuenta que Su presencia entre nosotros es más bien esporádica al gustar Él de apariciones puntuales y espaciadas, es decir, que no siempre se nos muestra de modo perceptible, mientras que la Creación a Él debida sería una constante en nuestras vidas, siendo lógico pensar que, con el tiempo, la propia Creación, consciente de su eternidad, se adoraría a sí misma quedando Dios Creador en un discreto segundo plano si es que no olvidado. Pero, pensándolo mejor, esta situación tampoco sería irreversible porque, al fin y al cabo, Dios es Dios y es omnipotente, y no sería difícil pensar en unos cuantos expedientes sencillos que solventaran el problema. Podría Dios, por ejemplo, aumentar su promoción entre nosotros, crecer en visibilidad, hacer como los políticos ante unas elecciones. Frecuentarnos con una mayor asiduidad, ganar en presencia, revalorizaría mucho su posición sin por ello mermar el respeto a Él debido y, además, como del roce viene el cariño, el número de ateos y agnósticos entre la ciudadanía registraría un descenso exponencial. Mas al permanecer para nosotros oculta la verdadera naturaleza de Dios, pese a los ímprobos esfuerzos de tantos buenos Doctores de la Iglesia, bien pudiera ser que el expediente antedicho no fuere de Su agrado, por mor de Sus muchas ocupaciones o por cualquier otra causa. En tal caso siempre se podría contar con la vía normativa, seguramente más acorde con la tradición, que consistiría en aprovechar alguno de los momentos en que se ha producido contacto con Él para indicarnos sin dejar duda ninguna que el Hacedor es Él, que la Creación es Suya y que nosotros no lo percibimos porque tuvo lugar fuera del tiempo que nosotros comprendemos. En tal caso hubiera podido aprovechar, por ejemplo, el momento de la entrega de la tabla de los Mandamientos a Moisés para adjuntar un anexo expresando con nitidez Su titularidad de la Creación.

            Pese a los aparentes obstáculos que hacen ingrata la idea de la Creación en alguna ubicación fuera del tiempo, no son escasos los indudables beneficios que aportaría esta hipótesis. En efecto, expulsada de la ecuación la variable temporal conseguimos la desaparición de la prisa. Y la prisa es siempre una pesadilla. Imaginemos una Creación pausada o, mejor, atemporal, una Creación que en sí misma constituya una eternidad. Lo primero que nos sugiere es la evidencia de una Obra a la verdadera altura de su Artífice, eterna como Él, inaprensible para el pensamiento racional, una perfección absoluta. Es cierto que los mejores cerebros de la comunidad científica actual no comparten este punto de vista, y sostienen que las leyes físicas explicativas de toda la Creación nacieron en el inicio de la misma, viéndose el propio Creador sujeto a estas propias leyes por Él creadas para trabajar en todo lo demás. Por ende, el tiempo nacería en el principio de los principios y no más tarde. Si bien este planteamiento resulta del todo razonable no es menos cierto que en determinadas ubicaciones de nuestro universo conocido el tiempo se detiene o parece detenerse, y también se ha comprobado que, en el ámbito de las cosas muy pequeñas, tiende a manifestar un comportamiento que difiere del observable en el entorno de las cosas más grandes. Este errático manifestarse del tiempo, científicamente descrito y hasta parcialmente formulado mediante el lenguaje matemático, parece dar nueva vida a nuestra idea de buscar los mejores aprovechamientos de una hipotética Creación atemporal.

            En primer lugar debemos todos reconocer que nuestro planeta, la Tierra, está mal hecho, o que, en todo caso, su factura hubiera sido manifiestamente mejorable. Es claro que si se hubiese creado con menos prisa, sin el agobio del tiempo, su funcionamiento resultaría mucho más fluido y pacífico. En el hecho del desplazamiento y choque de sus placas tectónicas radica la mayoría de las catástrofes naturales que se producen en la superficie causando cientos de miles de muertes y asolando la prosperidad y el progreso de los territorios afectados. La divina característica de ser Dios omnisciente sugiere con claridad que era conocedor del problema pero que por alguna oscura razón, seguramente la prisa, no puso remedio al problema, remedio que podría haber sido tan sencillo como colocar unas zapatas que pudieran frenar la velocidad de la colisión entre placas, además de situar en el borde de las mismas un sistema de amortiguación capaz de evitar que los efectos del choque afectaran a la superficie del planeta. Por otro lado cabe considerar el problema del clima, si bien mejor sería hablar de molestia que de problema, pero ya puestos a imaginar la Creación perfecta es lógico tenerlo en consideración. En efecto, si preguntáramos a la totalidad de la población de nuestro planeta si preferiría vivir su vida en una situación geográfica distinta de la actual muy probablemente una aplastante mayoría de encuestados respondería que sí, una minoría muy escasa de nacionalistas recalcitrantes diría que no, y un residuo de ciudadanía estulta o mentalmente incapacitada se inclinaría por el no sabe/no contesta. Lo cierto es que la tecnología nos permite contemplar paradisíacos paisajes de hermosas playas tropicales, bosques repletos de raros árboles con riquísimo fruto habitados por aves de colorido magnífico, gentes de talante afable y despreocupado que aman las danzas más exóticas y viven en el exacto límite de vestimenta que la decencia permite. A diario vemos todo esto en los medios visuales, en las redes sociales, en las fotografías de nuestro conocidos que han visitado semejantes edenes. Preguntadle a un ruso si desea vivir en el norte de Siberia o en Crimea, a un estadounidense si después de haber ganado sus buenos caudales va a pasar el resto de su existencia en Alaska o si prefiere California o Florida, o a un ciudadano acomodado del norte de Europa cuál es el motivo de haber adquirido una residencia en el sur de España o de Italia. Todo parece indicar que un clima templado, incluso cálido, resulta más apetecible para nuestra especie, y que si toda la Humanidad no habita el trópico o el semitrópico es, sencillamente, porque no puede permitírselo.

            No es difícil deducir que esta molestia del clima se habría evitado con nuestro modelo de Creación atemporal, puesto que el Hacedor, sin el estorbo de la prisa, hubiese experimentado suficientemente con nuestra situación en el sistema solar, consiguiendo para toda la ciudadanía – y no únicamente para unos cuantos privilegiados – un entorno más templado y cómodo. En cualquier caso es encomiable la sagacidad divina en lo referente a nuestra distancia con respecto al Sol, pues nos enseñan los cosmólogos las terribles consecuencias de estar la Tierra algo más cerca o más lejos de nuestra estrella. En cuanto a distancia y órbita el diseño es perfecto. Pero nos falla nuestra inclinación o, para ser exactos, la inclinación del planeta. Es por todos sabido que durante el verano en el hemisferio norte la temperatura es más cálida, y ello pese a ser el momento en que la distancia entre el Sol y la Tierra es la mayor dentro de la órbita de nuestro planeta. La mayor temperatura se produce por el modo en que la energía solar incide sobre nosotros, de manera mas plana, por así decirlo. Todo lo contrario ocurre durante el invierno pues, pese a ser menor la distancia del Sol, sus rayos inciden oblicuos y la energía recibida es inferior. En fin, nada que no se pudiese corregir agarrando el Señor nuestra querida Tierra por su eje y, por así decirlo, enderezándola de modo que la energía solar incidiera de forma más regular y sobre un sector mucho más grande de nuestra superficie. Cierto es que tan sencillo ajuste tendría algunos pequeños efectos secundarios, pero nada que la divina omnipotencia no pudiera revertir con apenas unas leves pinceladas gravitatorias.


            Otro mal parto, con perdón, es el de los cuerpos celestes que en ocasiones llegan a velocidades altísimas a la Tierra y colisionan. Si estos cuerpos tienen un tamaño de cierta consideración se produce un problema de apreciable envergadura. En nuestro sistema solar consta la existencia de dos cinturones de asteroides. El primero de ellos, llamado cinturón principal, se sitúa entre las órbitas de Marte y Júpiter y está formado  por material que se generó en el mismo momento que el resto del sistema solar y no llegó a constituirse en un planeta por el efecto gravitacional de Júpiter, el más masivo de los citados, que originó entre estos fragmentos colisiones a alta velocidad impidiendo su agrupación. Existe un segundo cinturón, en el borde externo del sistema, que se conoce como cinturón de Kuiper y es el origen de los cometas de periodo corto que orbitan alrededor del Sol, y hay quien habla incluso de una tercera agrupación de fragmentos en una tal nube de Oort en los límites del sistema  de la cual no existe hasta hoy observación directa. Bien, pues tras tanta palabrería vamos a lo que vamos. Nos centraremos en el cinturón primario, el más cercano a nosotros y donde se producen con alguna frecuencia colisiones entre asteroides que desprenden cuerpos más pequeños o meteoroides que sufren de inestabilidad orbital y pueden dirigirse sabe Dios en qué dirección. La mayoría se encamina hacia las afueras del sistema, pero la minoría no, y ahí radica el asunto, pues se estima que algunos de tales cuerpos, los de mayor tamaño, colisionan contra la Tierra con una puntualidad que se ha estimado en unos cien millones de años. Teniendo en cuenta que la última colisión entre asteroides que envió grandes meteoroides hacia el interior del sistema solar terminó con dos impactos brutales que formaron los cráteres Tycho, en la Luna, y Chicxulub, en México, y que tal catástrofe tuvo lugar hace unos 65 millones de años, pues hagan ustedes sus cuentas. Esta probabilidad de colisión seguramente inquietará mucho más a quienes habiten nuestro planeta dentro de 35 millones de años, sin duda, pero aparece ante nuestros ojos como una evidente chapuza de diseño. Es cierto que los estadounidenses nos envían un simpático mensaje de tranquilidad en esas películas que nos ilustran sobre cómo la amenaza de un enorme cuerpo espacial dirigido hacia la Tierra se despacha tranquilamente mediante el lanzamiento de unas cuantas cabezas nucleares que desmenuzan el meño como un azucarillo o, en el peor de los casos, desvían su trayectoria y evitan el castañazo. Pero no sé yo.
           

Mas lo que nosotros percibimos con claridad como una evidente imprecisión de diseño puede ser en realidad otra cosa bien distinta. Imaginemos que, en realidad, estos impactos apocalípticos de gigantescas rocas contra nuestro planeta sean parte del plan. En efecto, bien pudo el Creador en Su omnisciencia prever que, de tanto en tanto, no resultaría del todo enloquecida la idea de una completa renovación del planeta o, por mor de una mayor precisión, de las especies que lo pueblan. Y entre estas especies se encuentra la humana, cuya investigación y desarrollo por parte del Hacedor veremos en otro momento.


domingo, 18 de noviembre de 2018

Las terapias alternativas ¿son protocientíficas?



Inauguro este Blog inspirado por el post de Eva Aladro sobre el documento que han presentado conjuntamente la ministra de Sanidad, Consumo y Bienestar Social y el ministro de Ciencia, Innovación y Universidades: el llamado “Plan para la Protección de las Personas frente a las Pseudoterapias” con el que se pretende, se dice, eliminar las pseudoterapias de los centros sanitarios y las universidades, entre otras cosas. Remito a la entrada de Eva para un juicio sobre la calidad del documento en cuestión. Yo la verdad ni me he leído el Plan, ni lo pienso leer, así que no entro en si es bueno o malo. Me interesa más bien el tema de fondo que también trata fenomenalmente Eva, la relación entre Ciencia y lo que, hoy por hoy, se deja extramuros de la misma. Y es que este Blog va de eso, de los lugares liminares, de las fronteras y puentes entre disciplinas. Precisamente toma su nombre de la frase latina de Quintiliano Facilius est multa facere quam diu (es más fácil hacer muchas cosas que hacer una durante mucho tiempo), porque a la postre me he reconocido a mí mismo que me gusta picar de muchos ámbitos del saber, sin comprometerme con ninguno, con lo cual me disperso, pero es que, demonio, esto es lo que me atrae, ésta es mi “especialidad” y si me divierte, pues adelante y que salga el Sol por Antequera. Así las cosas, el tema que suscita Eva es bien apropiado, porque trata de la Gran Frontera, la que separa “lo que es y lo que no es” en el mundo del saber, el cielo del infierno del conocimiento, la ciencia de la superstición.

Mi posición es fácil de explicar: lo bueno es evidentemente lo científico, la luz de la razón y el método empírico; el drama es empero que la tendencia mayoritaria de la comunidad científica (en el sentido administrativo: los que llevan ese título en sus tarjetas de presentación) consiste en despreciar de plano procedimientos, teorías y modelos que son cuando menos protocientíficos, esto es, podrían perfectamente acceder al paraíso de la ciencia reconocida como tal si se sometieran a investigación y desarrollo; si esto no sucede, es sólo porque el estudio de dichos saberes, llamados “alternativos”, se rechaza por intereses, prejuicios y miedos, que nada tienen de científicos.

Sobre el tema escribí en el prólogo del libro de José Luis Yuste, que narra la vida de una amiga común, titulado La historia de Keiko. Keiko es una persona excepcional, que se casó con Santiago, quien fue amigo mío desde la infancia hasta que por desgracia murió hace ya unos cuantos años. Formaron una pareja curiosa. Les unió la música (se conocieron en una academia del barrio de Salamanca de Madrid: ella tocaba el violín, él el piano). Ella era mayor que él, una mujer fuerte y de mundo;  él, un chico tímido y sensible, algo atormentado por una vida difícil y que hasta poco antes lucía look de punky. De ahí que Santi, quien pese a todo tenía bastante gracia, hablara de Keiko como si fuera un personaje. Keiko Watanabe, me contaba, es patinadora; o es una gran amazona; o tiene, y esto es lo que viene a cuento, trato estrecho con los espíritus. En efecto, para empezar, ella dio un giro radical a su vida y se vino a España, con la determinación de aprender a crear trajes de flamenco, porque de alguna forma su hermano, ya fallecido, le insufló la idea en una suerte de comunicación telepática. Otro ejemplo: antes de irse a vivir con Santi, cuando por las noches Keiko se disponía a dormir, se posaba en su pecho un espíritu que la aprisionaba. En la tradición japonesa, a ese intruso se le denomina kanashabari, algo equivalente a los íncubos del folclore cristiano. Cuando escuchó esto, José Luis, el autor del libro antes mencionado, investigó el fenómeno y llegó a la conclusión de que tenía una explicación científica: es sencillamente una dolencia o condición médica, la “parálisis del sueño”, que puede tener un origen genético o ser activada por el stress; en todo caso, no es peligrosa. A mí esto me parece fenomenal, porque el mero conocimiento sobre la verdadera naturaleza de la causa sirve ya de terapia: la tesis del espíritu es supersticiosa porque genera un miedo que aumenta el stress y alimenta la dolencia, mientras que cuando uno le echa la culpa a una jugarreta de las células, bien puede tranquilizarse, como si estuviera en una atracción de feria algo exigente, sabiendo que al fin y al cabo es segura, lo cual probablemente conlleve una relajación sanadora. Keiko también gustó de esa explicación, mas no sin insistir en que a ella le curó quemar unas varitas de sándalo antes de irse a dormir, unido a la presencia de mi amigo, que le dio un impulso a su vida y su felicidad. Curioseando por Internet, veo que hay muchas personas que atribuyen valor curativo del kanashabari a cosas como “pensar en Dios”, normalmente como una presencia amistosa que nos apoya y, si no hace que nos toque la lotería, por lo menos da sentido a la vida.

Pues bien, aquí interviene, como decía en aquel prólogo, el “principio de correspondencia”, muy querido por los científicos. La teoría de la relatividad especial de Einstein cambia las fórmulas de la mecánica; la relatividad general, las de la gravedad; la física cuántica, por su parte, introduce probabilidades allá donde antes había certezas. ¿Cómo se explica entonces que lleváramos siglos utilizando las fórmulas erróneas con resultados aparentemente correctos y que aun hoy una nave viaje a Marte con un diseño exclusivamente clásico? Se explica porque la precisión que garantizan las nuevas teorías solo es necesaria en situaciones extremas: velocidades cercanas a la de la luz, campos gravitacionales potentísimos o interacciones microscópicas, respectivamente. Pero en la vida cotidiana, incluso viajando en cohete por el sistema solar, el error de lo clásico es nimio o sencillamente inexistente. Ojo: esto no significa que cada teoría tenga su ámbito de aplicación propio. Las nuevas teorías valen para todo, explican también por qué, por ejemplo, los efectos cuánticos quedan enmascarados en el ámbito macroscópico. Pues bien, por las mismas, en justa aplicación del principio de correspondencia, la Ciencia -para convencerme de que sustituye y en todo desplaza a la sabiduría tradicional de Keiko en punto a la “parálisis del sueño”- tendría que ofrecer una explicación racional al efecto terapéutico de las varitas de sándalo y la sensación de “sentido”. Antes de dejar de escuchar lo que, durante siglos, ha funcionado, antes de arramblar con todo lo tradicional, yo necesito una nueva teoría que sustituya íntegramente a la antigua y me garantice todo lo que ésta me proporcionaba. Y desde luego, la entrada de Wikipedia antes referida no lo consigue. Ah, ya lo estoy oyendo, alguien estará pensando, “sí, hay una explicación universal, que sirve de auténtica panacea para tirar al vertedero todo lo antiguo: esas supercherías funcionaban por el efecto placebo”. Lo cual es increíble: ¿cómo se puede reconocer que la sensación de tener una ayuda, de estar recibiendo un apoyo curativo, es sanadora y no gritar "Eureka" y correr a dedicar un buen pedazo de los recursos financieros disponibles a estudiar y potenciar esta “medicina”?

Atención: no digo que haya que dar pábulo a las creencias, por ejemplo de tipo religioso, que acompañan a los modelos tradicionales. Todo lo contrario: como a todos los conceptos, a los modelos explicativos hay que adelgazarlos a ultranza y dejarlos auténticamente en cueros, desnudos de todo adorno especulativo y mostrando exclusivamente lo que cuenta, lo empírico. ¿En qué se traducen en la práctica las recetas alternativas, cuál es el input que meten en la máquina, y qué efectos causan, cuál es exactamente su output? Ello con el objetivo de intentar detectar, como si estuviéramos ante una función matemática, la regla que une lo uno con lo otro, la fórmula mágica que transforma x en y. No se trata de seguir aferrados a la idea de un demonio, pero sí de comprender por qué un aroma o una presencia protectora, real o imaginada, “lo” espantan.

Otro ejemplo, que nos puede servir precisamente para hacer ese ejercicio: el de los curanderos. Este es más excitante, porque no se basa en ningún placebo ni nada que se le asemeje. Pero veamos por qué y cómo me intereso por ellos. Hace un par de veranos la temática saltó, como si dijéramos, sobre mí: varias personas me contaron experiencias con ellos y me dije, voy a grabar una serie de vídeos con esos relatos, para que no se pierdan. Por supuesto, terminó el verano y me olvidé del proyecto, aunque al menos sirva ello como gasolina para esta entrada. Un vecino nuestro, durante una agradable cena en la terraza del apartamento de Denia, nos habló de su abuela, la tía Alforjas, que es un personaje por todos conocido en Colmenar Viejo. La mujer arreglaba tendones con las manos. ¿En qué universidad aprendió, qué título obtuvo? En ninguna, ninguno, obviamente. Son “dones” que una persona de pronto se encuentra, o lo “recibe”, no se sabe cómo, de otro enterado de la comunidad. Nosotros comentamos el caso de la Sergia, una mujer de Nieva (provincia de Segovia) que curaba quemaduras. Esta lo hacía por vía inalámbrica: bastaba identificarle a la persona mediante una llamada telefónica y ella se aprestaba a rezar unas oraciones, que la sanaban. Nosotros lo comprobamos: de pequeña mi hija cogió un plato de sopa muy caliente, que se le derramó sobre el pecho. En el Hospital de la Paz le hicieron la primera cura y ya advirtieron de que le quedaría marca. Por la noche mi suegra llamó a la Sergia, que se quejó de que habíamos tardado en reclamar su ayuda, pero se puso al tajo de inmediato. Al día siguiente en el Hospital alucinaron: ya no se requirió una segunda cura y mandaron a la niña casa. “Estas cosas pasan a veces”, “explicaron”.

Suelen ser los curanderos gentes de pueblo, sin mayor formación. Son buenas personas, que se sienten imbuidas de una misión. No cobran por sus servicios, o perciben la voluntad, o tarifas muy moderadas. “Heredan” el don, pues lo tenían familiares y ellos lo continúan, como si les viniera en los genes, o lo reciben de un maestro, que no tiene que esforzarse tampoco en practicar una enseñanza muy reglada, sino que la capacidad se aprende de forma harto intuitiva. La curación, sin embargo, no es tan milagrosa, porque está sujeta a límites y condiciones físicas. Así la tía Alforjas necesitaba de la manipulación física, no obraba a distancia. En cambio, la Sergia sí operaba sin hilos, pero requería que la quemadura fuera reciente. Bien, será otro ya el que investigue los detalles de inputs y outputs. Yo solo quiero destacar que hay que hacerlo y me atreveré a apuntar algunas hipótesis sobre por dónde pueden ir los tiros, por supuesto sin ningún fundamento, solo por jugar con las ideas.

Richard Dawkins, el biólogo evolucionista, ateo militante y tipo listo donde los haya, se suele referir a la facultad de “ecolocación” que tienen los murciélagos.  Envían sonido a las paredes y cuando rebota y regresa a sus oídos, esa onda reflejada les reporta información sobre los objetos que se hallan en su trayectoria, lo que les permite navegar entre los mismos. Este mecanismo natural, con el que la evolución ha equipado a los murciélagos, semejante a los sónar que llevan los submarinos, no es muy distinto del de la visión, o sus equivalente artificiales, como el radar. Cuando en una habitación oscura encendemos una linterna, lo que hacemos es enviar un grupo de scouts a explorar el terreno (un haz de luz blanca, que contiene todas las frecuencias de vibración o colores); algunos no regresan jamás porque encuentran una isla bonita donde prefieren vivir (son absorbidos por los objetos); y son los que retornan los que nos soplan el color de los objetos, que es precisamente el que rechazan o reflejan. ¿Pero a quién se lo soplan? A los órganos receptores, a los micrófonos (los oídos) o las cámaras (los ojos), que a su vez envían la información recopilada al ordenador central (el cerebro), que la interpreta y le da la apariencia de la percepción: visión, sensación de melodía o ruido o el propio tacto suave o áspero. Y aquí empieza lo interesante: el hecho de que el cerebro puede jugar con los bytes de información que recibe como le dé la gana. Por ejemplo, Dawkins sostiene que los murciélagos literalmente “ven” con los oídos: su cerebro monta una auténtica película del paisaje que les rodea.

Gracias al sitio delanceyplace.com, que te envía si lo pides un email con extractos de libros, he recopilado varias referencias sobre este tema:

La más reciente es el caso de un niño, ciego a raíz de un cáncer, que adquirió la facultad de ecolocación. Los murciélagos no hablan y por eso no nos pueden confirmar si de verdad ven con las orejas. Este niño sí lo hizo: le dio por hacer un clic con la boca y gracias al sonido reflejado por los objetos, su cerebro fue desarrollando la facultad de componer imágenes de los mismos. El chico murió a causa del cáncer a los 16 años, después de dejarnos ese testimonio tan valioso, aparte de su ejemplo vital.

Otra referencia versa sobre un aparato para ver a través del sentido del gusto. El investigador Kurt Kaczmarek conectó una cámara a un dispositivo que colocaba bajo la lengua del paciente, por ser este un órgano muy sensible y buen transmisor de sensaciones. Lo llamativo es que los estímulos así recibidos eran procesados por el cerebro del usuario, pero no por la zona que se nutre de los inputs gustativos o táctiles, sino por la que procesa la visión. Gracias a la plasticidad del cerebro, se crearon las conexiones neuronales necesarias: los operarios cerebrales tendieron los cables entre habitaciones precisos para arbitrar esta comunicación.

A la luz de estos descubrimientos científicos, la clarividencia de los curanderos táctiles parece juego de niños. Nada impide que una persona sensitiva pueda captar información con las manos y de alguna manera ver una lesión y repararla, con tanta precisión como un médico que está operando guiado por una pantalla que reproduce las imágenes que le envía una micro-cámara.

El siguiente paso sería la clarividencia sin hilos y para considerar esta posibilidad ayuda una tercera referencia. Hoy se ha avanzado mucho en las llamadas brain-computer interfaces (interfaces cerebro-ordenador): electrodos colocados en la cabeza que, por ejemplo, permiten a una persona afectada de parálisis controlar un cursor o a un mutilado gobernar un miembro artificial. El siguiente paso, del que precisamente trata el vínculo anterior, es la comunicación entre dos cerebros, vía cables que conectan los respectivos cascos con electrodos. Y no debería extrañarnos, en el mundo en que vivimos, que el siguiente paso consista en que la señal viaje de forma inalámbrica y la capte un receptor adosado al cerebro. Y el siguiente al siguiente paso bien podría ser encontrar las claves para que la comunicación de cerebro a cerebro se produzca sin portar casco alguno en la cabeza, simplemente poniendo en comunicación emisores y receptores que ya están en nuestros cuerpos, aunque hasta hoy sólo algunos hayan desarrollado la capacidad de usarlos. En este caso, a lo mejor se confirma que las curaciones a distancia son posibles porque el emisor lanza un mensaje al receptor que éste percibe de modo inconsciente, dando entonces orden a sus células para que activen los mecanismos de curación, y todo ello precisamente porque el mensaje en cuestión sería valioso (portaría un código útil para activar el proceso curativo).

Ahora bien, para llegar ahí, lo que haría falta es que los investigadores emplearan su energía, no en decir que no hay curanderos eficaces, pues haberlos haylos, sino en escrutar sus métodos y sus resultados con el fin de detectar por qué y cómo funcionan, sirviendo ello de orientación y modelo para a lo mejor replicar y desarrollar sus trucos. Si esto no sucede, ¿por qué es? Caben hipótesis: el prejuicio de que sólo es científico lo que consiste en pastillas y dispositivos electrónicos; entre las empresas de salud, la convicción de que estas soluciones no les reportarían beneficios; entre los investigadores, la sospecha de que no son éstos temas atractivos en el mundillo académico, que les permitan ganar el apoyo de un gurú docente, una beca o financiación privada; para las revistas científicas, el temor a romper moldes o perder prestigio o las ayudas de los poderosos… En fin, razones nada científicas…