No crean, yo también me pregunto si es forma de interesar a
los lectores de un Blog mezclar en un artículo la sentencia judicial sobre el
caso “La Manada” y el significado de la multiplicación en matemáticas. ¿Acaso
hay alguna profesión donde ambas materias entren en el currículo? Pues no la
hay y, sin embargo, sigo pensando que esto es útil para cualquiera que está interesado en estructuras del pensamiento, allá donde estén, ya que el
hilo conductor de ambos temas es una herramienta fundamental para la resolución
de problemas: la abstracción, la generalización.
Me sirve de punto de partida el haber ojeado el libro de
Antonin Scalia y Bryan A. Garner titulado Reading
Law: The Interpretation of Legal Texts. Los autores son críticos con los
jueces creativos (aquellos que se sienten autorizados para liberarse de la Ley)
y defienden el textualismo: esto es, creen que las palabras tienen atribuido un
sentido preciso en el ámbito jurídico, un sentido que es objetivo, ya que no
depende tanto de la subjetiva intención de los redactores de la Ley, como de la
convención asumida por la comunidad legal sobre qué quiere decir determinado
vocablo, siendo deber del Juez respetar ese significado. En este sentido,
critican a los que se saltan a la torera la letra de la Ley para aplicar un
supuesto espíritu que la contradice. Y claman contra lo que llaman el
purposivism (“propositivismo”): el vicio de inventarse un propósito de la Ley
como excusa para retorcerla. No dicen estos autores, Scalia y Garner, que no
haya que atender al fin u objetivo práctico de la norma, pero advierten que hay
que encontrarlo en su propio texto. En este sentido, apuntan que ese
escurridizo propósito puede analizarse desde distintos niveles de la llamada
ladder of abstraction (la escalera de la abstracción) y que los Jueces (o
cualesquiera intérpretes), cuando son revoltosos, a menudo escogen el nivel más
alto como coartada para sus fechorías interpretativas. Por ejemplo, la Ley
sanciona penalmente el hurto o el robo. Se suele entender que el objetivo de
esta disposición es salvaguardar la propiedad privada (éste es, diríamos en
nuestro Derecho, el “bien jurídico protegido”); pero… ¿por qué se mima la
propiedad?, pues porque al permitirle a uno apropiarse de los frutos de su
trabajo, se fomenta la laboriosidad; generalizando, la ratio legis es un
adecuado funcionamiento de la economía; en último término, el bien común. Pues
bien, el juzgador de tendencias libertarias tiende a situarse en los escalones
superiores, donde el propósito es más etéreo, merced a lo cual por menos de
nada falla que es lícito robarle a uno la cartera… y darle un coscorrón de
paso.
El argumento de Scalia y Garner es válido. Lo del bien común
es el fin último de toda normativa, no cabe duda, pero lamentablemente las
Ciencias sociales no están tan desarrolladas como para que quepan juicios
exactos sobre lo que contribuye a ese objetivo tan abstracto. Por eso, el
legislador -con su legitimidad democrática- goza de amplia discrecionalidad
para elegir los medios de promover dicho objetivo último. Y el Juez no tiene
derecho a sustituir ese juicio por el suyo particular, más o menos sesgado ideológicamente: si la Ley dice que no se
puede robar, pues, hombre, es que no se puede robar…
Ahora bien, siendo cierto lo anterior, también lo es que sin
abstracción no se va a ninguna parte, pues no hay concepto que no se fundamente
en ella. Ese propósito textual del que hablan aquellos autores, si de algo ha
de servir, también será abstracto y abstracto será también el supuesto de hecho
que regula. Es más, el nivel de abstracción elegido debe ser flexible: si la
ciencia revela que el supuesto de hecho tiene un contenido real más amplio que
el que imaginábamos o cambia la sensibilidad social hacia ciertos supuestos,
habrá que pensar si se estiran los conceptos para acoger esas nuevas realidades
o valoraciones.
Todo esto lo ilustra muy bien el caso de “La Manada”. Ahí la
Audiencia eligió la vía estrecha, menos amiga de la abstracción. Yo creo que se
equivocó e intentaré justificar una postura más elástica. Pero el tema es
peliagudo y desde luego lo que no cabe es linchar al Tribunal, tachándolo de
retrógrado, ya que su posición puede hallar amparo en principios legales,
algunos de ellos, por cierto, de corte bien “progresista”.
El dilema, recordemos, era si la víctima, que no padeció
violencia física, sí sufrió al menos violencia moral o intimidación (en cuyo
caso existiría, una agresión sexual, en particular en la forma de violación,
que castiga el art. 179 CP) o no (en cuyo caso procedería aplicar el delito
-algo- menos grave de abusos sexuales, del art. 181). La diferencia entre ambos
preceptos es sutil: en ambos falta el consentimiento de la víctima, pero en el
primero consta una voluntad expresa contraria al acto (que el delincuente
tuerce o doblega) y en el segundo la víctima es incapaz de manifestar su
voluntad, ya sea porque se halla drogada o sin sentido o porque (como parecía
el Tribunal en este caso) el delincuente se prevale de una situación de
superioridad manifiesta.
Y no tenía fácil solución, este dilema, porque el supuesto
de hecho mostraba tanto de lo uno como de lo otro: como en los abusos, la chica
tenía completamente anulada su voluntad, se encontraba en un estado de estupor,
del que se aprovecharon los acusados; a la vez, se hallaba sin duda intimidada
por el atropello al que estaba siendo sometida, tal como entendemos ese
concepto en el lenguaje cotidiano.
Así las cosas, en la calle se gritaba el “no es no” o
incluso “la ausencia de un sí expreso significa no”, queriendo denotar, en
definitiva, que todo atentado contra la libertad sexual debe tener la misma
sanción. Mas frente a este criterio de hacer tabla rasa, algún catedrático de
Derecho penal contestó, un poco en la línea de Scalia y Garner: “señoras,
señores, es que están ustedes pidiendo
que todos los delitos que atentan contra el bien jurídico más abstracto (como
decía, la libertad sexual), se metan en el mismo saco; pero el Código Penal
español es más sutil y pretende establecer una gradación de castigos en función
de la forma, más o menos agresiva, en la que se vulnera la libertad de la
víctima: venciendo su oposición o aprovechándose de que no puede manifestarla
porque está como ida...”
Por su parte, la Audiencia optó en su sentencia, como decía,
por un concepto restrictivo de intimidación, inspirado en determinadas sentencias
del Tribunal Supremo que exigen, para que exista tal cosa, que se manifieste la
“amenaza de un mal inmediato”, cosa que no se probó. Descartado lo anterior,
como obviamente los felones no podían quedar sin castigo, el Tribunal decidió
aplicar el delito de abusos, considerando que los tipos se aprovecharon de que
la víctima tenía su voluntad ausente, en razón de su inferioridad física
manifiesta. Frente a ello, algún otro catedrático de la misma disciplina
objetó, curiosamente, que eso era también un uso indebido de la abstracción: el
Código Penal, cuando habla de "superioridad" está pensando en
situaciones de poder laboral, social, familiar... y no es de recibo meter eso
en el mismo saco con una situación de primacía física, que ha sido creada por
el propio delincuente con el fin de amedrentar a la víctima...
Así pues, el supuesto parecía estar en tierra de nadie,
entre los delitos de agresión y abuso, cada uno de los cuales quería
destilarlo, pero para hacerlo análogo a sí mismo. Lamentablemente sucede que en
Derecho penal, por aplicación del principio de legalidad (nullum crimen sine
lege), que es una garantía sagrada en un Estado democrático, la analogía in
malam partem (en contra del reo) está terminantemente prohibida, mientras que
la doctrina sí reclama la analogía in bonam partem...
Pese a todo, cabe una tercera vía. La abstracción contra reo
está en efecto vedada cuando uno reconoce que aplica el castigo a un supuesto
fuera de la norma. El truco consiste en sostener que no se está ampliando el ámbito
de aplicación de una disposición, sino definiéndolo en su justa medida. Y esto
no es necesariamente trampa, pues todo concepto, se quiera o no, es vaporoso:
es abstracto. El quid de la cuestión es dar con la dirección adecuada:
determinar hacia dónde se puede estirar un vocablo y dónde, por el contrario,
se sitúan sus límites semánticos.
A este respecto, citaré dos opiniones del Blog Hay Derecho.
Una es la de Rodrigo Tena (véase aquí).
Su artículo es en este caso (no suele ser así) difícil de leer, pero al final
se da con el mensaje, que es (como siempre) muy agudo. En el mundo antiguo, a
la hora de castigar las conductas, primaba una opinión (religiosa, moral,
ideológica) sobre su gravedad. En el mundo moderno, hemos sacralizado la
voluntad, la libertad, el consentimiento: usted puede hacerle daño a un
masoquista si hay evidencia absoluta de su consentimiento. Ahora bien, cuando
hay duda sobre el grado de oposición de la víctima, cuando no sabemos -como en
este caso- si fue forzada u objeto de abuso, no nos la cojamos con papel de
fumar: optemos por sancionar de la forma más severa la conducta más grave. Y
ciertamente el sentimiento de muchos era que la conducta que nos ocupa (caer
“en manada” sobre una chica, cuya capacidad de resistencia queda congelada de
puro estupor y acto seguido pasársela de mano en mano como si fuera un juguete
de usar y tirar) era una forma grave de agresión, tan nociva para la libertad
sexual y causante de una experiencia tan dolorosa como una violación a punta de
cuchillo.
La otra opinión es la de Herminia Peralta (véase aquí).
Según ella, los avances científicos revelan que la víctima de un ataque sexual
entra por definición (se trata de un mecanismo autoprotector del cerebro) en
una especie de estupor neurológico, precisamente porque se ve terriblemente
intimidada. Por tanto, si rebajamos la pena cuando la víctima sólo deja de
pelear a virtud de golpes o amenazas expresas, tenderemos a dejar sin contenido
el delito de agresión sexual, sustituyéndolo por la versión más liviana de
abusos.
A mí me gustan ambos argumentos, porque tocan los dos mandos
que hay que manipular para ejercitarse con tino en el arte de la abstracción.
Los conceptos, vengo defendiendo, son como una función matemática, en cuanto
tienen un input y un output, unidos por una fórmula. En el caso de los
conceptos jurídicos el input (lo que se introduce en la máquina) es el supuesto
de hecho, el output (lo que sale por el otro lado) es el propósito de la norma,
y la relación es el razonamiento a tenor del cual, por la vía de permitir o sancionar un hecho, se potencia un
objetivo. Pues bien, Tena sugiere que el propósito del delito de violación es
combatir situaciones gravemente injustas y dolorosas y Peralta nos pone unas
gafas científicas que nos hacen ver los actos de la Manada como muestra
palpable de lo que norma combate.
Ah... ¡pero no acaba aquí la cosa....! No obstante todo lo
anterior, para la condena por violación surge un último obstáculo, éste ya de
corte superprogresista. En el caso Parot, el Tribunal de Justicia de la Unión
Europea declaró que se vulnera también el principio de legalidad penal cuando
la jurisprudencia alumbra una nueva interpretación de forma inopinada, sin que
su criterio responda a una evolución más o menos reconocible y previsible por
el acusado. Yo no he estudiado a fondo la jurisprudencia de los Tribunales
españoles sobre el concepto de intimidación, pero si hubiera dudas en cuanto a
la previsibilidad de una condena por agresión, entonces lo cool, lo superguay
sería decir: lo lamentamos, querida víctima, pero sus derechos deben
sacrificarse en el altar de la seguridad jurídica, que es en general un pilar
del Estado de Derecho y en materia penal adquiere tal peso que siempre inclina
a su favor la balanza.
Personalmente, creo que esa doctrina del Tribunal de la UE
no era ni técnicamente correcta ni justa (véase aquí). La seguridad jurídica
puede servir para frenar una evolución jurisprudencial que criminaliza lo que
no era antes delito y esto especialmente si hablamos de delitos como el de
conducción bajo el efecto del alcohol o el delito fiscal. ¿Por qué estos
ejemplos? El tema es muy bonito y mercería un análisis detallado. Pero a
nuestros efectos basta dar unas razones a vuelapluma: el umbral de lo delictivo
tiene en estos casos expresión cuantitativa (tantos gramos de alcohol en la
sangre, defraudación de tantos miles de euros); son éstas conductas que no
vulneran derechos individuales, sino bienes sociales (la recaudación fiscal, la
seguridad del tráfico); la fijación del umbral algo más arriba o más abajo se
basa en un juicio de oportunidad del legislador, que no será arbitrario, pero
tampoco está -como dicen los anglosajones- hard-wired
(cableado) en la conciencia humana… De esta forma, ante un cambio
jurisprudencial que crea delito donde no lo había antes, el justiciable bien
puede poner el grito en el cielo, alegando que cogió el coche o hizo su
declaración fiscal con la legítima confianza de que no dañaba a la sociedad,
porque ésta (a través de sus propios Jueces) le había inducido a creerlo. Ahora
bien, a mí me repugna pensar que un asesino múltiple pueda razonar así: apoyado
en una reiterada jurisprudencia, yo confiaba en que la enésima víctima me
saldría gratis (como en el caso Parot) o confiábamos en que si caíamos en
tropel sobre la chica, se quedaría helada y podríamos violarla a placer, pero
con la pena de abusos (caso La Manada). No, eso no puedo ser. Pienso que el
“campo semántico” de un concepto jurídico, incluso penal, puede y debe
evolucionar al compás de los descubrimientos científicos y las necesidades
sociales. En caso contrario, un fenómeno tan a la orden del día y tan grave
como las violaciones grupales puede quedar sin el castigo superior que merece.
Todo lo cual, sin embargo, reitero, es harto opinable.
Conclusión, en punto a la abstracción, que es lo que aquí
nos importa: en el plano jurídico, sin ella no somos nadie; los conceptos de la Ley pueden y deben
estirarse, incluso en la órbita penal, para cumplir su cometido; ahora bien,
este ejercicio comporta riesgos y sólo puede realizarse con esmero, subiendo
con pies de plomo por la escalera de la abstracción (esto es, detallando y
justificando la razón de cada avance), so pena de despeñarse por el precipicio
de la arbitrariedad.
Así las cosas, cuando me interesé por la física y sobre todo
por la matemática, me dije: esto es el reino de la abstracción y aquí me voy a
poner las botas, disfrutando con el juego de destilar los conceptos,
precisamente merced a mi manejo del instrumento analógico. Pues no, cuál sería
mi decepción cuando me he encontrado con advertencias como ésta: “déjese usted
de analogías y aprenda física”. Esto sobre todo sucede en el campo de la
cuántica, donde se mira muy mal al que pretende entender los conceptos de tan
elevada ciencia como si fueran variaciones de los clásicos, como si unos y
otros pudieran caber bajo el paraguas de unos archiconceptos…. Y lo mismo pasa,
sorprendentemente, en el ámbito matemático.
Lo explicaré con un ejemplo, el del concepto de
multiplicación: en el colegio le enseñan a uno que multiplicar es “sumar
repetidas veces”; sentado lo anterior, acuñado el concepto de multiplicación,
cabe subir un peldaño por la ladder of abstraction y hablar de “multiplicar
repetidas veces”, que es lo que se hace al elevar un número a una potencia; y
así sucesivamente. La idea es atractiva porque le proporciona a uno la
sensación de tener un hogar: al final acaba uno paseando por un cielo de
conceptos celestiales, de extrema abstracción, cuyo empleo no deja de generar
un cierto vértigo, pero tiene el consuelo de que, como Garbancito, ha ido
colocando en el camino piedrecitas que le guiarían en la vuelta a casa, si
fuera necesario. Entonces llegan los gurús de la matemática y proclaman que
todo eso es falso: la multiplicación es un concepto diverso, totalmente
independiente de la suma, con la que no guarda ninguna relación; ¿de dónde
viene entonces su significado, cae del cielo?; pues casi…
Sin embargo, me he aplicado en hacer de Garbancito y creo
que se puede ofrecer otro planteamiento, donde suma y multiplicación se
hermanan como escalones sucesivos de la ladder of abstraction, pero eso
sucederá ya en una próxima entrada del Blog, segunda parte de este artículo.
PS1: Acabo de ver aquí esta
imagen y no he resistido la tentación de importarla. Tape usted a la bailarina
de la derecha y mire a la de en medio. Evidentemente ambas giran en el sentido
de las agujas del reloj. Ahora tape a la de la izquierda y vuelva a mirar a la
chica central. Ahora gira en sentido contrario a las manecillas. Con un poco de
práctica conseguirá que, a base de mirar alternativamente a un lado u otro, la
muchachita del medio cambie sobre la marcha de sentido, como si se lo ordenara
su mente. La explicación es que la imagen es ambigua: hay argumentos para verla
girar en un sentido u otro y nuestro cerebro elige el que sugiere la bailarina
que contempla a la vez. Cosas de la mente, que nos deberían hacer dudar de
nuestras convicciones: cuando condenamos a la Manada por abusos en lugar de violación, o
a la inversa, ¿lo hacemos porque vemos la rueda girar en el sentido que nos
sugiere nuestro entorno? ¿Pensamos como baila la bailarina, al son que tocan
nuestros "electores", la gente con la que nos interesa llevarnos
bien? Un buen motivo para no ser demasiado radical en la defensa de las
opiniones propias.