jueves, 29 de noviembre de 2018

La Manada y el concepto de multiplicación: una reflexión sobre la abstracción (I)



No crean, yo también me pregunto si es forma de interesar a los lectores de un Blog mezclar en un artículo la sentencia judicial sobre el caso “La Manada” y el significado de la multiplicación en matemáticas. ¿Acaso hay alguna profesión donde ambas materias entren en el currículo? Pues no la hay y, sin embargo, sigo pensando que esto es útil para cualquiera que está interesado en estructuras del pensamiento, allá donde estén, ya que el hilo conductor de ambos temas es una herramienta fundamental para la resolución de problemas: la abstracción, la generalización.

Me sirve de punto de partida el haber ojeado el libro de Antonin Scalia y Bryan A. Garner titulado Reading Law: The Interpretation of Legal Texts. Los autores son críticos con los jueces creativos (aquellos que se sienten autorizados para liberarse de la Ley) y defienden el textualismo: esto es, creen que las palabras tienen atribuido un sentido preciso en el ámbito jurídico, un sentido que es objetivo, ya que no depende tanto de la subjetiva intención de los redactores de la Ley, como de la convención asumida por la comunidad legal sobre qué quiere decir determinado vocablo, siendo deber del Juez respetar ese significado. En este sentido, critican a los que se saltan a la torera la letra de la Ley para aplicar un supuesto espíritu que la contradice. Y claman contra lo que llaman el purposivism (“propositivismo”): el vicio de inventarse un propósito de la Ley como excusa para retorcerla. No dicen estos autores, Scalia y Garner, que no haya que atender al fin u objetivo práctico de la norma, pero advierten que hay que encontrarlo en su propio texto. En este sentido, apuntan que ese escurridizo propósito puede analizarse desde distintos niveles de la llamada ladder of abstraction (la escalera de la abstracción) y que los Jueces (o cualesquiera intérpretes), cuando son revoltosos, a menudo escogen el nivel más alto como coartada para sus fechorías interpretativas. Por ejemplo, la Ley sanciona penalmente el hurto o el robo. Se suele entender que el objetivo de esta disposición es salvaguardar la propiedad privada (éste es, diríamos en nuestro Derecho, el “bien jurídico protegido”); pero… ¿por qué se mima la propiedad?, pues porque al permitirle a uno apropiarse de los frutos de su trabajo, se fomenta la laboriosidad; generalizando, la ratio legis es un adecuado funcionamiento de la economía; en último término, el bien común. Pues bien, el juzgador de tendencias libertarias tiende a situarse en los escalones superiores, donde el propósito es más etéreo, merced a lo cual por menos de nada falla que es lícito robarle a uno la cartera… y darle un coscorrón de paso.

El argumento de Scalia y Garner es válido. Lo del bien común es el fin último de toda normativa, no cabe duda, pero lamentablemente las Ciencias sociales no están tan desarrolladas como para que quepan juicios exactos sobre lo que contribuye a ese objetivo tan abstracto. Por eso, el legislador -con su legitimidad democrática- goza de amplia discrecionalidad para elegir los medios de promover dicho objetivo último. Y el Juez no tiene derecho a sustituir ese juicio por el suyo particular, más o menos sesgado  ideológicamente: si la Ley dice que no se puede robar, pues, hombre, es que no se puede robar…

Ahora bien, siendo cierto lo anterior, también lo es que sin abstracción no se va a ninguna parte, pues no hay concepto que no se fundamente en ella. Ese propósito textual del que hablan aquellos autores, si de algo ha de servir, también será abstracto y abstracto será también el supuesto de hecho que regula. Es más, el nivel de abstracción elegido debe ser flexible: si la ciencia revela que el supuesto de hecho tiene un contenido real más amplio que el que imaginábamos o cambia la sensibilidad social hacia ciertos supuestos, habrá que pensar si se estiran los conceptos para acoger esas nuevas realidades o valoraciones.

Todo esto lo ilustra muy bien el caso de “La Manada”. Ahí la Audiencia eligió la vía estrecha, menos amiga de la abstracción. Yo creo que se equivocó e intentaré justificar una postura más elástica. Pero el tema es peliagudo y desde luego lo que no cabe es linchar al Tribunal, tachándolo de retrógrado, ya que su posición puede hallar amparo en principios legales, algunos de ellos, por cierto, de corte bien “progresista”.

El dilema, recordemos, era si la víctima, que no padeció violencia física, sí sufrió al menos violencia moral o intimidación (en cuyo caso existiría, una agresión sexual, en particular en la forma de violación, que castiga el art. 179 CP) o no (en cuyo caso procedería aplicar el delito -algo- menos grave de abusos sexuales, del art. 181). La diferencia entre ambos preceptos es sutil: en ambos falta el consentimiento de la víctima, pero en el primero consta una voluntad expresa contraria al acto (que el delincuente tuerce o doblega) y en el segundo la víctima es incapaz de manifestar su voluntad, ya sea porque se halla drogada o sin sentido o porque (como parecía el Tribunal en este caso) el delincuente se prevale de una situación de superioridad manifiesta. 

Y no tenía fácil solución, este dilema, porque el supuesto de hecho mostraba tanto de lo uno como de lo otro: como en los abusos, la chica tenía completamente anulada su voluntad, se encontraba en un estado de estupor, del que se aprovecharon los acusados; a la vez, se hallaba sin duda intimidada por el atropello al que estaba siendo sometida, tal como entendemos ese concepto en el lenguaje cotidiano.

Así las cosas, en la calle se gritaba el “no es no” o incluso “la ausencia de un sí expreso significa no”, queriendo denotar, en definitiva, que todo atentado contra la libertad sexual debe tener la misma sanción. Mas frente a este criterio de hacer tabla rasa, algún catedrático de Derecho penal contestó, un poco en la línea de Scalia y Garner: “señoras, señores, es que están  ustedes pidiendo que todos los delitos que atentan contra el bien jurídico más abstracto (como decía, la libertad sexual), se metan en el mismo saco; pero el Código Penal español es más sutil y pretende establecer una gradación de castigos en función de la forma, más o menos agresiva, en la que se vulnera la libertad de la víctima: venciendo su oposición o aprovechándose de que no puede manifestarla porque está como ida...”

Por su parte, la Audiencia optó en su sentencia, como decía, por un concepto restrictivo de intimidación, inspirado en determinadas sentencias del Tribunal Supremo que exigen, para que exista tal cosa, que se manifieste la “amenaza de un mal inmediato”, cosa que no se probó. Descartado lo anterior, como obviamente los felones no podían quedar sin castigo, el Tribunal decidió aplicar el delito de abusos, considerando que los tipos se aprovecharon de que la víctima tenía su voluntad ausente, en razón de su inferioridad física manifiesta. Frente a ello, algún otro catedrático de la misma disciplina objetó, curiosamente, que eso era también un uso indebido de la abstracción: el Código Penal, cuando habla de "superioridad" está pensando en situaciones de poder laboral, social, familiar... y no es de recibo meter eso en el mismo saco con una situación de primacía física, que ha sido creada por el propio delincuente con el fin de amedrentar a la víctima...

Así pues, el supuesto parecía estar en tierra de nadie, entre los delitos de agresión y abuso, cada uno de los cuales quería destilarlo, pero para hacerlo análogo a sí mismo. Lamentablemente sucede que en Derecho penal, por aplicación del principio de legalidad (nullum crimen sine lege), que es una garantía sagrada en un Estado democrático, la analogía in malam partem (en contra del reo) está terminantemente prohibida, mientras que la doctrina sí reclama la analogía in bonam partem...

Pese a todo, cabe una tercera vía. La abstracción contra reo está en efecto vedada cuando uno reconoce que aplica el castigo a un supuesto fuera de la norma. El truco consiste en sostener que no se está ampliando el ámbito de aplicación de una disposición, sino definiéndolo en su justa medida. Y esto no es necesariamente trampa, pues todo concepto, se quiera o no, es vaporoso: es abstracto. El quid de la cuestión es dar con la dirección adecuada: determinar hacia dónde se puede estirar un vocablo y dónde, por el contrario, se sitúan sus límites semánticos.

A este respecto, citaré dos opiniones del Blog Hay Derecho.

Una es la de Rodrigo Tena (véase aquí). Su artículo es en este caso (no suele ser así) difícil de leer, pero al final se da con el mensaje, que es (como siempre) muy agudo. En el mundo antiguo, a la hora de castigar las conductas, primaba una opinión (religiosa, moral, ideológica) sobre su gravedad. En el mundo moderno, hemos sacralizado la voluntad, la libertad, el consentimiento: usted puede hacerle daño a un masoquista si hay evidencia absoluta de su consentimiento. Ahora bien, cuando hay duda sobre el grado de oposición de la víctima, cuando no sabemos -como en este caso- si fue forzada u objeto de abuso, no nos la cojamos con papel de fumar: optemos por sancionar de la forma más severa la conducta más grave. Y ciertamente el sentimiento de muchos era que la conducta que nos ocupa (caer “en manada” sobre una chica, cuya capacidad de resistencia queda congelada de puro estupor y acto seguido pasársela de mano en mano como si fuera un juguete de usar y tirar) era una forma grave de agresión, tan nociva para la libertad sexual y causante de una experiencia tan dolorosa como una violación a punta de cuchillo.

La otra opinión es la de Herminia Peralta (véase aquí). Según ella, los avances científicos revelan que la víctima de un ataque sexual entra por definición (se trata de un mecanismo autoprotector del cerebro) en una especie de estupor neurológico, precisamente porque se ve terriblemente intimidada. Por tanto, si rebajamos la pena cuando la víctima sólo deja de pelear a virtud de golpes o amenazas expresas, tenderemos a dejar sin contenido el delito de agresión sexual, sustituyéndolo por la versión más liviana de abusos.

A mí me gustan ambos argumentos, porque tocan los dos mandos que hay que manipular para ejercitarse con tino en el arte de la abstracción. Los conceptos, vengo defendiendo, son como una función matemática, en cuanto tienen un input y un output, unidos por una fórmula. En el caso de los conceptos jurídicos el input (lo que se introduce en la máquina) es el supuesto de hecho, el output (lo que sale por el otro lado) es el propósito de la norma, y la relación es el razonamiento a tenor del cual, por la vía de permitir  o sancionar un hecho, se potencia un objetivo. Pues bien, Tena sugiere que el propósito del delito de violación es combatir situaciones gravemente injustas y dolorosas y Peralta nos pone unas gafas científicas que nos hacen ver los actos de la Manada como muestra palpable de lo que norma combate. 

Ah... ¡pero no acaba aquí la cosa....! No obstante todo lo anterior, para la condena por violación surge un último obstáculo, éste ya de corte superprogresista. En el caso Parot, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea declaró que se vulnera también el principio de legalidad penal cuando la jurisprudencia alumbra una nueva interpretación de forma inopinada, sin que su criterio responda a una evolución más o menos reconocible y previsible por el acusado. Yo no he estudiado a fondo la jurisprudencia de los Tribunales españoles sobre el concepto de intimidación, pero si hubiera dudas en cuanto a la previsibilidad de una condena por agresión, entonces lo cool, lo superguay sería decir: lo lamentamos, querida víctima, pero sus derechos deben sacrificarse en el altar de la seguridad jurídica, que es en general un pilar del Estado de Derecho y en materia penal adquiere tal peso que siempre inclina a su favor la balanza.

Personalmente, creo que esa doctrina del Tribunal de la UE no era ni técnicamente correcta ni justa (véase aquí). La seguridad jurídica puede servir para frenar una evolución jurisprudencial que criminaliza lo que no era antes delito y esto especialmente si hablamos de delitos como el de conducción bajo el efecto del alcohol o el delito fiscal. ¿Por qué estos ejemplos? El tema es muy bonito y mercería un análisis detallado. Pero a nuestros efectos basta dar unas razones a vuelapluma: el umbral de lo delictivo tiene en estos casos expresión cuantitativa (tantos gramos de alcohol en la sangre, defraudación de tantos miles de euros); son éstas conductas que no vulneran derechos individuales, sino bienes sociales (la recaudación fiscal, la seguridad del tráfico); la fijación del umbral algo más arriba o más abajo se basa en un juicio de oportunidad del legislador, que no será arbitrario, pero tampoco está -como dicen los anglosajones- hard-wired (cableado) en la conciencia humana… De esta forma, ante un cambio jurisprudencial que crea delito donde no lo había antes, el justiciable bien puede poner el grito en el cielo, alegando que cogió el coche o hizo su declaración fiscal con la legítima confianza de que no dañaba a la sociedad, porque ésta (a través de sus propios Jueces) le había inducido a creerlo. Ahora bien, a mí me repugna pensar que un asesino múltiple pueda razonar así: apoyado en una reiterada jurisprudencia, yo confiaba en que la enésima víctima me saldría gratis (como en el caso Parot) o confiábamos en que si caíamos en tropel sobre la chica, se quedaría helada y podríamos violarla a placer, pero con la pena de abusos (caso La Manada). No, eso no puedo ser. Pienso que el “campo semántico” de un concepto jurídico, incluso penal, puede y debe evolucionar al compás de los descubrimientos científicos y las necesidades sociales. En caso contrario, un fenómeno tan a la orden del día y tan grave como las violaciones grupales puede quedar sin el castigo superior que merece. Todo lo cual, sin embargo, reitero, es harto opinable. 

Conclusión, en punto a la abstracción, que es lo que aquí nos importa: en el plano jurídico, sin ella no somos nadie;  los conceptos de la Ley pueden y deben estirarse, incluso en la órbita penal, para cumplir su cometido; ahora bien, este ejercicio comporta riesgos y sólo puede realizarse con esmero, subiendo con pies de plomo por la escalera de la abstracción (esto es, detallando y justificando la razón de cada avance), so pena de despeñarse por el precipicio de la arbitrariedad.

Así las cosas, cuando me interesé por la física y sobre todo por la matemática, me dije: esto es el reino de la abstracción y aquí me voy a poner las botas, disfrutando con el juego de destilar los conceptos, precisamente merced a mi manejo del instrumento analógico. Pues no, cuál sería mi decepción cuando me he encontrado con advertencias como ésta: “déjese usted de analogías y aprenda física”. Esto sobre todo sucede en el campo de la cuántica, donde se mira muy mal al que pretende entender los conceptos de tan elevada ciencia como si fueran variaciones de los clásicos, como si unos y otros pudieran caber bajo el paraguas de unos archiconceptos…. Y lo mismo pasa, sorprendentemente, en el ámbito matemático. 

Lo explicaré con un ejemplo, el del concepto de multiplicación: en el colegio le enseñan a uno que multiplicar es “sumar repetidas veces”; sentado lo anterior, acuñado el concepto de multiplicación, cabe subir un peldaño por la ladder of abstraction y hablar de “multiplicar repetidas veces”, que es lo que se hace al elevar un número a una potencia; y así sucesivamente. La idea es atractiva porque le proporciona a uno la sensación de tener un hogar: al final acaba uno paseando por un cielo de conceptos celestiales, de extrema abstracción, cuyo empleo no deja de generar un cierto vértigo, pero tiene el consuelo de que, como Garbancito, ha ido colocando en el camino piedrecitas que le guiarían en la vuelta a casa, si fuera necesario. Entonces llegan los gurús de la matemática y proclaman que todo eso es falso: la multiplicación es un concepto diverso, totalmente independiente de la suma, con la que no guarda ninguna relación; ¿de dónde viene entonces su significado, cae del cielo?; pues casi…

Sin embargo, me he aplicado en hacer de Garbancito y creo que se puede ofrecer otro planteamiento, donde suma y multiplicación se hermanan como escalones sucesivos de la ladder of abstraction, pero eso sucederá ya en una próxima entrada del Blog, segunda parte de este artículo.


PS1: Acabo de ver aquí esta imagen y no he resistido la tentación de importarla. Tape usted a la bailarina de la derecha y mire a la de en medio. Evidentemente ambas giran en el sentido de las agujas del reloj. Ahora tape a la de la izquierda y vuelva a mirar a la chica central. Ahora gira en sentido contrario a las manecillas. Con un poco de práctica conseguirá que, a base de mirar alternativamente a un lado u otro, la muchachita del medio cambie sobre la marcha de sentido, como si se lo ordenara su mente. La explicación es que la imagen es ambigua: hay argumentos para verla girar en un sentido u otro y nuestro cerebro elige el que sugiere la bailarina que contempla a la vez. Cosas de la mente, que nos deberían hacer dudar de nuestras convicciones: cuando condenamos a la Manada por abusos en lugar de violación, o a la inversa, ¿lo hacemos porque vemos la rueda girar en el sentido que nos sugiere nuestro entorno? ¿Pensamos como baila la bailarina, al son que tocan nuestros "electores", la gente con la que nos interesa llevarnos bien? Un buen motivo para no ser demasiado radical en la defensa de las opiniones propias.




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