miércoles, 21 de noviembre de 2018

Dios, el mono interior y la prisa

Hoy he aterrizado en el aeropuerto de Hondarribia. He tomado un taxi camino de Rentería y he entablado conversación con el taxista.

Hemos empezado, como es habitual en estos casos, hablando del tiempo. De ahí hemos transitado al clima: en España estamos acostumbrados a que sea benigno, a diferencia de lo que sucede en tierras exóticas donde los terremotos, tsunamis y huracanes están a la orden del día, aunque últimamente nos rondan lo que para otros serían mini-desastres, pero no dejan de doler... El taxista comentaba que un cliente de Florida le confesaba que allí muchos construyen las casas de madera, sabiendo que se las llevará el viento, porque les sale rentable: están acostumbrados, cuando llega el pronóstico de huracán, a marcharse con lo esencial y luego ya reclaman al seguro. Es una curiosa versión invertida del cuento de los tres cerditos. Luego pasamos a platicar sobre los seres humanos y lo pintoresco, por así decirlo, de los líderes que hoy gobiernan el mundo: el taxista, con juicio amable, mantenía que Trump y Putin son como niños. Yo al final hice mi comentario preferido: qué raro es todo, un universo inmenso y apabullante, que dibuja un espectáculo dantesco y maravilloso de explosiones y colisiones y aparentemente sólo surge la vida en un diminuto planeta, gracias a una improbable coincidencia de circunstancias, y esa vida evoluciona para terminar atribuyendo el gobierno de su insólito hábitat a una especie de monos inconscientes, listos pero peligrosos, entre ellos y para con el propio planeta que los alberga. Dicho esto (en realidad, en una versión más coloquial), nos despedimos, taxista y yo, amistosamente, sintiéndonos seres civilizados, para que al punto, cuando me hallaba en una vecina farmacia, saliera a la luz mi propio mono interior, porque pensaba que había perdido la cartera y me puse muy nervioso...

De regreso a casa, he recibido el escrito que me envía el profesor Mesa, en amable respuesta a mi solicitud de que colaborara en este Blog. Lo curioso -¿casualidad junguiana?- es que de alguna forma en su escrito el profesor trata temas similares a los que me asaltaron hoy: si yo era crítico con una evolución darwiniana que se muestra parsimoniosa y no acaba de fructificar en nada decente, él apunta que el problema quizá fuera una Creación apresurada... o tal vez no; también manifiesta su inquietud sobre la naturaleza y la suerte que puede aguardar a la especie humana. Todo pues indicativo de que éstos son temas importantes, que merecen nuestra atención, con permiso del problema catalán, por supuesto...

(Otra sorprendente synchronicity: durante la comida vi unas fotos que un colega, Beñat, había hecho el día anterior en la Concha y se las pedí para el Blog. No podía imaginar que ésta vendría tan al pelo para ilustrar el post del profesor.)




                                               DIOS Y EL MUNDO. O VICEVERSA
                                                                       R. J. Mesa


            Dentro de la tradición judeocristiana el libro del Génesis, el primero de la Biblia, nos enseña que Dios creó el Mundo en seis días, y que el séptimo día descansó. No es poca la hazaña descrita y tampoco resulta gratuita la merecida jornada de holganza. No obstante, resulta curioso que un hecho tan serio e imponente haya sido tomado con cierta retranca por la sabiduría popular, pues viene afirmando que, en efecto, Dios creó el mundo en seis días...y se nota, poniendo de este modo la ciudadanía el acento sobre los muchos males naturales y antinaturales que nuestro mundo padece y la gente llana soporta. Así, junto a las terribles catástrofes físicas que se producen con demasiada frecuencia, como terremotos, tsunamis. huracanes y demás, que nadie entiende, debemos añadir aquellas otras que de la humana naturaleza son propias, tales como la ambición, la codicia, el odio, la injusticia, la crueldad y tantos otros desbarajustes de nuestro ser que, sin embargo, han resultado imprescindibles para nuestra propia evolución. Quiero decir que sin la existencia de estas horrorosas características en nuestra composición genética estaríamos ahora en algún punto intermedio del camino que lleva desde la ameba hasta el homo sapiens sapiens, pero en ningún caso seríamos lo que hoy somos.

            Y todo este desastre por la prisa. ¿No pudo el Creador tomarse este asunto con más calma?

            Es razonable pensar que en pleno furor creativo debió Dios crear el tiempo. Si tomamos literalmente lo narrado por el Génesis debió ser precisamente el tiempo la primera de las creaciones, pues de otro modo resulta imposible contabilizar el número de días en que la Creación tuvo lugar, es decir, que si se hubiera creado el tiempo en el momento de empezar el cuarto día, pongamos por caso, la narración contaría que el proceso creativo duró tres días. Y además, para decir verdad, se debería añadir que durante dichos tres días no se consumó la totalidad de lo creado, pues una parte de ella, aproximadamente la mitad, no podría ubicarse cronológicamente, lo que hubiera enloquecido a los más relevantes y reputados teólogos de todos los tiempos, y perdón por el mal chiste. Pero habría una perspectiva aún peor, que consiste en imaginar que el tiempo se hubiese creado en último lugar, Una vez creado todo lo demás va Dios y crea el tiempo. En este escenario la Creación no habría tenido lugar nunca, pese a la evidencia de su propia presencia. El libro del Génesis debería comenzar con el día de descanso de Dios, un Dios que aparecería reposando tranquilamente junto a una Creación tan eterna como El en tanto que anterior a su propia presencia percibida. Y precisamente esta percepción supondría un grave problema para el propio Dios, puesto que la tradición nos cuenta que Su presencia entre nosotros es más bien esporádica al gustar Él de apariciones puntuales y espaciadas, es decir, que no siempre se nos muestra de modo perceptible, mientras que la Creación a Él debida sería una constante en nuestras vidas, siendo lógico pensar que, con el tiempo, la propia Creación, consciente de su eternidad, se adoraría a sí misma quedando Dios Creador en un discreto segundo plano si es que no olvidado. Pero, pensándolo mejor, esta situación tampoco sería irreversible porque, al fin y al cabo, Dios es Dios y es omnipotente, y no sería difícil pensar en unos cuantos expedientes sencillos que solventaran el problema. Podría Dios, por ejemplo, aumentar su promoción entre nosotros, crecer en visibilidad, hacer como los políticos ante unas elecciones. Frecuentarnos con una mayor asiduidad, ganar en presencia, revalorizaría mucho su posición sin por ello mermar el respeto a Él debido y, además, como del roce viene el cariño, el número de ateos y agnósticos entre la ciudadanía registraría un descenso exponencial. Mas al permanecer para nosotros oculta la verdadera naturaleza de Dios, pese a los ímprobos esfuerzos de tantos buenos Doctores de la Iglesia, bien pudiera ser que el expediente antedicho no fuere de Su agrado, por mor de Sus muchas ocupaciones o por cualquier otra causa. En tal caso siempre se podría contar con la vía normativa, seguramente más acorde con la tradición, que consistiría en aprovechar alguno de los momentos en que se ha producido contacto con Él para indicarnos sin dejar duda ninguna que el Hacedor es Él, que la Creación es Suya y que nosotros no lo percibimos porque tuvo lugar fuera del tiempo que nosotros comprendemos. En tal caso hubiera podido aprovechar, por ejemplo, el momento de la entrega de la tabla de los Mandamientos a Moisés para adjuntar un anexo expresando con nitidez Su titularidad de la Creación.

            Pese a los aparentes obstáculos que hacen ingrata la idea de la Creación en alguna ubicación fuera del tiempo, no son escasos los indudables beneficios que aportaría esta hipótesis. En efecto, expulsada de la ecuación la variable temporal conseguimos la desaparición de la prisa. Y la prisa es siempre una pesadilla. Imaginemos una Creación pausada o, mejor, atemporal, una Creación que en sí misma constituya una eternidad. Lo primero que nos sugiere es la evidencia de una Obra a la verdadera altura de su Artífice, eterna como Él, inaprensible para el pensamiento racional, una perfección absoluta. Es cierto que los mejores cerebros de la comunidad científica actual no comparten este punto de vista, y sostienen que las leyes físicas explicativas de toda la Creación nacieron en el inicio de la misma, viéndose el propio Creador sujeto a estas propias leyes por Él creadas para trabajar en todo lo demás. Por ende, el tiempo nacería en el principio de los principios y no más tarde. Si bien este planteamiento resulta del todo razonable no es menos cierto que en determinadas ubicaciones de nuestro universo conocido el tiempo se detiene o parece detenerse, y también se ha comprobado que, en el ámbito de las cosas muy pequeñas, tiende a manifestar un comportamiento que difiere del observable en el entorno de las cosas más grandes. Este errático manifestarse del tiempo, científicamente descrito y hasta parcialmente formulado mediante el lenguaje matemático, parece dar nueva vida a nuestra idea de buscar los mejores aprovechamientos de una hipotética Creación atemporal.

            En primer lugar debemos todos reconocer que nuestro planeta, la Tierra, está mal hecho, o que, en todo caso, su factura hubiera sido manifiestamente mejorable. Es claro que si se hubiese creado con menos prisa, sin el agobio del tiempo, su funcionamiento resultaría mucho más fluido y pacífico. En el hecho del desplazamiento y choque de sus placas tectónicas radica la mayoría de las catástrofes naturales que se producen en la superficie causando cientos de miles de muertes y asolando la prosperidad y el progreso de los territorios afectados. La divina característica de ser Dios omnisciente sugiere con claridad que era conocedor del problema pero que por alguna oscura razón, seguramente la prisa, no puso remedio al problema, remedio que podría haber sido tan sencillo como colocar unas zapatas que pudieran frenar la velocidad de la colisión entre placas, además de situar en el borde de las mismas un sistema de amortiguación capaz de evitar que los efectos del choque afectaran a la superficie del planeta. Por otro lado cabe considerar el problema del clima, si bien mejor sería hablar de molestia que de problema, pero ya puestos a imaginar la Creación perfecta es lógico tenerlo en consideración. En efecto, si preguntáramos a la totalidad de la población de nuestro planeta si preferiría vivir su vida en una situación geográfica distinta de la actual muy probablemente una aplastante mayoría de encuestados respondería que sí, una minoría muy escasa de nacionalistas recalcitrantes diría que no, y un residuo de ciudadanía estulta o mentalmente incapacitada se inclinaría por el no sabe/no contesta. Lo cierto es que la tecnología nos permite contemplar paradisíacos paisajes de hermosas playas tropicales, bosques repletos de raros árboles con riquísimo fruto habitados por aves de colorido magnífico, gentes de talante afable y despreocupado que aman las danzas más exóticas y viven en el exacto límite de vestimenta que la decencia permite. A diario vemos todo esto en los medios visuales, en las redes sociales, en las fotografías de nuestro conocidos que han visitado semejantes edenes. Preguntadle a un ruso si desea vivir en el norte de Siberia o en Crimea, a un estadounidense si después de haber ganado sus buenos caudales va a pasar el resto de su existencia en Alaska o si prefiere California o Florida, o a un ciudadano acomodado del norte de Europa cuál es el motivo de haber adquirido una residencia en el sur de España o de Italia. Todo parece indicar que un clima templado, incluso cálido, resulta más apetecible para nuestra especie, y que si toda la Humanidad no habita el trópico o el semitrópico es, sencillamente, porque no puede permitírselo.

            No es difícil deducir que esta molestia del clima se habría evitado con nuestro modelo de Creación atemporal, puesto que el Hacedor, sin el estorbo de la prisa, hubiese experimentado suficientemente con nuestra situación en el sistema solar, consiguiendo para toda la ciudadanía – y no únicamente para unos cuantos privilegiados – un entorno más templado y cómodo. En cualquier caso es encomiable la sagacidad divina en lo referente a nuestra distancia con respecto al Sol, pues nos enseñan los cosmólogos las terribles consecuencias de estar la Tierra algo más cerca o más lejos de nuestra estrella. En cuanto a distancia y órbita el diseño es perfecto. Pero nos falla nuestra inclinación o, para ser exactos, la inclinación del planeta. Es por todos sabido que durante el verano en el hemisferio norte la temperatura es más cálida, y ello pese a ser el momento en que la distancia entre el Sol y la Tierra es la mayor dentro de la órbita de nuestro planeta. La mayor temperatura se produce por el modo en que la energía solar incide sobre nosotros, de manera mas plana, por así decirlo. Todo lo contrario ocurre durante el invierno pues, pese a ser menor la distancia del Sol, sus rayos inciden oblicuos y la energía recibida es inferior. En fin, nada que no se pudiese corregir agarrando el Señor nuestra querida Tierra por su eje y, por así decirlo, enderezándola de modo que la energía solar incidiera de forma más regular y sobre un sector mucho más grande de nuestra superficie. Cierto es que tan sencillo ajuste tendría algunos pequeños efectos secundarios, pero nada que la divina omnipotencia no pudiera revertir con apenas unas leves pinceladas gravitatorias.


            Otro mal parto, con perdón, es el de los cuerpos celestes que en ocasiones llegan a velocidades altísimas a la Tierra y colisionan. Si estos cuerpos tienen un tamaño de cierta consideración se produce un problema de apreciable envergadura. En nuestro sistema solar consta la existencia de dos cinturones de asteroides. El primero de ellos, llamado cinturón principal, se sitúa entre las órbitas de Marte y Júpiter y está formado  por material que se generó en el mismo momento que el resto del sistema solar y no llegó a constituirse en un planeta por el efecto gravitacional de Júpiter, el más masivo de los citados, que originó entre estos fragmentos colisiones a alta velocidad impidiendo su agrupación. Existe un segundo cinturón, en el borde externo del sistema, que se conoce como cinturón de Kuiper y es el origen de los cometas de periodo corto que orbitan alrededor del Sol, y hay quien habla incluso de una tercera agrupación de fragmentos en una tal nube de Oort en los límites del sistema  de la cual no existe hasta hoy observación directa. Bien, pues tras tanta palabrería vamos a lo que vamos. Nos centraremos en el cinturón primario, el más cercano a nosotros y donde se producen con alguna frecuencia colisiones entre asteroides que desprenden cuerpos más pequeños o meteoroides que sufren de inestabilidad orbital y pueden dirigirse sabe Dios en qué dirección. La mayoría se encamina hacia las afueras del sistema, pero la minoría no, y ahí radica el asunto, pues se estima que algunos de tales cuerpos, los de mayor tamaño, colisionan contra la Tierra con una puntualidad que se ha estimado en unos cien millones de años. Teniendo en cuenta que la última colisión entre asteroides que envió grandes meteoroides hacia el interior del sistema solar terminó con dos impactos brutales que formaron los cráteres Tycho, en la Luna, y Chicxulub, en México, y que tal catástrofe tuvo lugar hace unos 65 millones de años, pues hagan ustedes sus cuentas. Esta probabilidad de colisión seguramente inquietará mucho más a quienes habiten nuestro planeta dentro de 35 millones de años, sin duda, pero aparece ante nuestros ojos como una evidente chapuza de diseño. Es cierto que los estadounidenses nos envían un simpático mensaje de tranquilidad en esas películas que nos ilustran sobre cómo la amenaza de un enorme cuerpo espacial dirigido hacia la Tierra se despacha tranquilamente mediante el lanzamiento de unas cuantas cabezas nucleares que desmenuzan el meño como un azucarillo o, en el peor de los casos, desvían su trayectoria y evitan el castañazo. Pero no sé yo.
           

Mas lo que nosotros percibimos con claridad como una evidente imprecisión de diseño puede ser en realidad otra cosa bien distinta. Imaginemos que, en realidad, estos impactos apocalípticos de gigantescas rocas contra nuestro planeta sean parte del plan. En efecto, bien pudo el Creador en Su omnisciencia prever que, de tanto en tanto, no resultaría del todo enloquecida la idea de una completa renovación del planeta o, por mor de una mayor precisión, de las especies que lo pueblan. Y entre estas especies se encuentra la humana, cuya investigación y desarrollo por parte del Hacedor veremos en otro momento.


13 comentarios:

  1. Es divertido, pero esperaremos tus conclusiones para opinar. Sigue con Kemet, amigo Mesa, que en eso eres un maestro. Paco García.

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  2. Muy original y divertido. Pero hay que concretarlo con esa segunda parte. Aunque sería mejor, amigo Mesa, seguir tu trabajo sobre Kemet, que ahí eres un maestro. Abrazos. Paco Martínez.

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  3. Gracias, Pacos ,estad tranquilos que no voy a descansar en nuestros estudios.

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  4. Si la supuesta falta de prisas hubiese eliminado todos los errores mencionados, cabe plantearse cómo sería la vida humana en un mundo perfecto...

    Yendo más allá, y entendiendo el meteorito que acabó con los dinosaurios como un error que no debería haber sucedido, ¿Habría siquiera vida humana?

    Un análisis muy interesante e innovador. Enhorabuena

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    1. Plantea usted dos cuestiones bien atractivas, amigo lector.
      ¿Cómo sería la vida humana en un mundo perfecto? Francamente lo ignoro, pero los 5.500 años de nuestra Historia, una vez que salimos del Neolítico, me hacen pensar que las variables de esta ecuación, "vida humana" y "mundo perfecto", no parecen ser demasiado compatibles. Diríase que el ser humano es nocivo para sí mismo, para el resto de los organismos vivos, y también para el planeta. Pero es seguro que otras personas tendrán una opinión muy distinta, más amable y comprensiva hacia nuestra especie.
      Refiriéndome a su segunda cuestión, entiendo que, de no haberse producido la terrible colisión, los "dinosaurios" habrían continuado normalmente con su itinerario evolutivo, igual que cualquier otra criatura viva. Sus mutaciones genéticas habrían determinado la supervivencia de los mejor adaptados, que se habrían reproducido más, y tal vez hubieran llegado hasta nuestros días incluso como encorbatados miembros de muchos consejos de administración en grandes corporaciones. Es imposible para mí saber si la evolución de los pequeños mamíferos de aquella época les habría permitido, con esas hipotéticas condiciones, convertirse en seres humanos.Pero si a usted le interesa el tema, y ya hablando en serio, permítame recomendarle el libro EVOLUCIÓN, del biólogo británico Richard Dawkins, una obra actual y didáctiva, con una lectura mucho más amena que "El Origen de las Especies" de Darwin.
      Muchísimas gracias por su amable comentario.

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  5. Interesante punto de vista. La prisa nunca es buena compañera.

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    1. No puedo estar más de acuerdo con usted. Aún hoy recuerdo con mucho cariño la lectura del pequeño opúsculo EL DERECHO A LA PEREZA, del yerno de Karl Marx, Paul Lafarge, que sigo recomendando a mis amiistades.
      Gracias por su intervención.

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  6. Una reflexión única sin duda. Da que pensar.

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    1. Estimado Gonzalo, calificar como única mi pequeña aportación me parece un elogio excesivo. Pero si le ha servido a usted como divertimento, e incluso si le ha llevado a nuevas reflexiones por su parte, me siento más que satisfecho y gratificado.
      Muchísimas gracias por sus palabras.

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  7. Interesante cuestión la de si el Creador era consciente, temporalmente hablando, de que su obra empezaría a contarse desde el mismo principio de la existencia o se cuestionaría cuándo empezar a contar su magna proeza.
    En cuánto a la rapidez y resultado del proyecto, parece que nos habría venido mejor un poco más de previsión en la puesta en escena, dados los resultados.

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  8. Cuando las dudas metafísicas me mortifican siempre acudo a mi teólogo de atención primaria, Tomás de Aquino. Nos enseña este gran hombre que "El ser de Dios es su entender. Por lo tanto, así como su ser es infinito, también lo es su entender."(Suma contra los Gentiles, I, 69). Estas palabras sabias del Aquinate le hacen pensar a uno que el conocimiento de Dios carece de límites espaciales o temporales. Por tanto, y por decirlo coloquialmente, nuestro Hacedor estaba bien al loro de lo que hacía, y también de las consecuencias que Su obra tendría a posteriori.
    Otra cosa, en efecto, es cómo ha llegado a nosotros el relato de la Creación. Tengamos en cuenta que los libros veterotestamentales empiezan a redactarse en el siglo VII antes de nuestra era, y se componen a partir de la tradición oral de un pueblo esencialmente inculto, el hebreo, unos pastores nómadas que un día sí y otro también sufrían en su territorio terribles invasiones de potencias extranjeras (Egipto, Babilonia...). Es posible que los sacerdotes hebreos moldearan su relato de la Creación a base de tomar prestados episodios de las cosmogonías antiquísimas de las culturas hegemónicas de esos tiempos, y muy especialmente de los mitos egipcios de la Creación.
    En cualquier caso, lo narrado en el Génesis es lo que es, y el motivo por el que el Creador actuó con semejante descuido se me escapa. Yo postulo la hipótesis de una prisa inexplicable, pero ...
    Muchas gracias por su comentario. Habrá que seguir pensando en este asunto.

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  9. Pudiendo el mundo de la ciencia explicar los diferentes fenómenos expuestos, resulta sorprendente que en el siglo XXI aún no se hayan combinado de alguna manera la ciencia y la religión.

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  10. Una pregunta muy pertinente, muchas gracias por plantearla.
    En mi humilde opinión, fe y ciencia son consideraciones perfectamente compatibles. El creyente, el hombre o mujer de fe, cree por ejemplo en la existencia de un dios o unos dioses que han creado y dan sentido al Universo. El hombre o mujer de ciencia, por su parte, cree (en este caso habría que decir "confía") en la relatividad, en la mecánica cuántica o en el evolucionismo, pues son los mecanismos que explican el ser nuestro Universo de este modo y no de otro. Ambas posturas son legítimas, creo, y no resultan difíciles de conciliar.
    El problema se pone de manifiesta cuando sustituimos "fe" por "religión", pues las religiones son un constructo humano donde se te dice lo que debes y lo que no debes creer, algo muy distinto de la fe individual que a tantas personas conforta. Las religiones han actuado históricamente como los grandes frenos de la ciencia y del conocimiento en general, ofreciendo "verdades reveladas" que son, en su triste pobreza de base, un insulto a la inteligencia humana.
    El debate es estéril, caduco, y me produce - permítaseme el desahogo - una cierta melancolía. Vea usted estas palabras de Bertrand Russell, un autor con una grandeza ética y una delicadeza en la expresión que a mí, desgraciadamente, no me adornan: "Hay muchos medios a través de los cuales, en la actualidad, la Iglesia, por su insistencia en lo que ha decidido llamar moralidad, inflige a la gente toda clase de sufrimientos inmerecidos e innecesarios. Y claro está, como es sabido, en su mayor parte se opone al progreso y al perfeccionamiento de todos los medios capaces de disminuir el sufrimiento del mundo, porque ha decidido llamar moralidad a un escaso número de reglas de conducta que no tienen nada que ver con la felicidad humana". Esta es, creo yo, la clave del desencuentro.

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