lunes, 17 de junio de 2019

Cessante ratio legis cessat lex ipsa






Sobre el post anterior he recibido unos comentarios privados (¡lástima que solo algunos en el propio Blog!) que contesto con gusto, pues además me dan pie a tratar tres temas muy queridos: dos que (aviso) son muy técnicos, aunque intento hacerlos amenos, y un tercero más metafísico, que curiosamente toma vuelo gracias a los dos anteriores, en un sentido que (espero) resulte práctico.

El primer comentario es que me quedo a medias a la hora de trasladar la idea que enuncio (todos los puntos de vista sirven para resolver problemas, pero algunos son más reveladores) al plano de las Humanidades. En efecto, es verdad que lanzo una ideas intuitivas al respecto (cuando se contempla la Tierra desde la lejanía del universo y se piensa en ella como lo que es, un paraíso excepcional donde ha surgido vida inteligente, todas las guerras, todas las agresiones a la naturaleza, se revelan como una locura), pero no entro en detalle sobre lo que al fin y al cabo es el objeto de este Blog: cómo juega la analogía, cuál es la correspondencia entre cada uno de los elementos del razonamiento de un físico (sistemas de referencia, dimensiones, conceptos relativos o invariantes…) y los que maneja un abogado o un político, en problemas más del día a día y menos dramáticos que la salvación de la Tierra.

Es curioso que, precisamente, el libro que estaba leyendo mientras escribía aquella entrada y que menciono, a otros efectos, en la misma (The origins of creativity, del biólogo Edward O. Wilson) habla también de eso mismo: de cerrar el gap entre las Humanidades y las Ciencias, sobre todo logrando que aquéllas se beneficien de los avances intelectuales de éstas… Pues bien, no avancé más en esta línea porque en aquel momento no lo tenía del todo claro. Y ahora tampoco, por supuesto, pero sí se me han ocurrido algunas cosas.

En segundo lugar, aprovecharé para hacer una incursión en el ejercicio inverso, que consiste en utilizar el Derecho para iluminar problemas científicos, tomando como ilustración otro comentario que también me han formulado. Es llamativo que en las filas de los científicos el deseo de que la relatividad (o cualquier otra teoría avanzada) albergue elementos misteriosos, susceptibles de generar paradojas, no amaina. Veíamos en ese post anterior que la llamada Paradoja de Andrómeda no es tal, porque tiene una explicación absolutamente razonable. No obstante, esa explicación asume que nada puede viajar más rápido que la luz. Y los amigos de enredar arguyen lo siguiente: supongamos que uno de los observadores que se cruzan en la calle (en concreto, aquel a cuyo juicio el ejército invasor no ha salido aún de Andrómeda) dispone de un arma “supraluminal” (capaz de disparar proyectiles que viajen más rápido que la luz); así que él dice que tiene tiempo para armar la Gorda, esto es, para matar al general y abortar la orden de partida, y si dispone de algún tiempo y un arma rapidísima, de efecto casi instantáneo, pues podrá conseguirlo, ¿no?; mientras que para el otro amigo eso no es posible (a su juicio la orden ya ha sido emitida…); lo cual nos llevaría a una palmaria contradicción y nos situaría ante la inexorable necesidad de tirarnos de los pelos.

Por fin, utilizo esas enseñanzas como trampolín para abordar lo que más me interesa, que es entender de verdad y sobre todo aplicar en la vida práctica, la idea de que no somos el ego que llevamos puesto, sino el Todo de marras.

Abordemos estas tres cuestiones, empezando por cómo el Derecho recibe los conceptos relativos.
Imaginemos que una Sociedad tiene una filial 100%, que ya no le sirve de nada y desea absorberla. Una posibilidad es iniciar un procedimiento de fusión, que ciertamente la Ley (la pesadísima Ley de Modificaciones Estructurales) simplifica, pero no deja de comportar una burocracia excesiva, que uno querría ahorrarse. Así las cosas, a alguien se le ocurre que puede conseguir el mismo efecto por una vía más rápida: disolver la filial, sin liquidar sus bienes y adjudicando la totalidad de su patrimonio al socio único.

Otro ejemplo: ahora lo que se quiere acometer es la operación inversa, esto es, segregar una rama del negocio de la matriz (o la totalidad del mismo) y aportarlo a una sociedad filial. De nuevo a estos efectos la Ley ofrece llevar a cabo una operación de escisión, que exige un cauce formal similar al de la fusión. Pero viene otra vez el listo de turno y se plantea conseguir el mismo resultado por una vía más rápida: simplemente aportar todos y cada uno de los elementos que componen el negocio en el marco de la constitución o de una ampliación de capital de la filial.

Pues bien, a muchos no les gustan estos “trucos”. Algunos mercantilistas aducen que de esta forma se está realizando un fraude de ley: si la Ley establece que para llegar a determinado destino (ya sea desfilializar o filializar un negocio) hay que seguir determinado camino procedimental, por escabroso que sea, hay que ir por ahí y no es legítimo tomar un by-pass. En el plano fiscal, el problema subyacente es que la “modificación estructural” ortodoxa tiene beneficios fiscales y se discute si esa vía alternativa puede gozar de ellos también. Ante ello, como era de esperar, Hacienda suele optar por la solución más gravosa para el contribuyente: si usted se salta requisitos mercantiles, ya no está haciendo una fusión o escisión y por ende tampoco goza de las ventajas que la Ley fiscal anuda a esos conceptos. En definitiva, el Tesoro opina que las “modificaciones estructurales” son conceptos “absolutos”: han de significar lo mismo para un Registrador Mercantil que para un Inspector de Hacienda.

Naturalmente, esas tesis restrictivas son equivocadas. Son “dogmáticas”, en el peor sentido de la palabra, porque se olvidan del espíritu que anima a los conceptos de fusión y escisión, el cual es distinto en cada contexto. Ciertamente, ambas disciplinas comparten una primera inquietud, que es la de no impedir las reorganizaciones empresariales: si las sociedades mercantiles quieren agregar o desagregar sus negocios, por razones de eficiencia, eso es bueno para la economía del país, por lo que no debe obstaculizarse. Pero a partir de ahí sus caminos se separan:
  •  La Ley mercantil se encuentra ante la tesitura de que, si quiere facilitar las fusiones o escisiones, que implican una transmisión de activos, pero también de deudas, tiene que rebajar los derechos de los acreedores. En efecto, el régimen normal para transmitir deudas consiste en que se requiere consentimiento del acreedor. Pero como eso podía frustrar aquellas operaciones, el legislador se inventa un régimen alternativo: se le da al acreedor la oportunidad de conocer la operación y sus implicaciones y, si no se opone en un determinado plazo, aquella puede realizarse; si se opone, queda paralizada, salvo que se garantice su crédito. Ello exige que se publique la operación en los diarios oficiales (para que el acreedor pueda conocerla), que se ponga a su disposición determinada información financiera (para que pueda decidir con conocimiento de causa) y que quede suspendida la ejecución mientras el acreedor decide si se opone o no. En definitiva, se somete la operación a un procedimiento más dificultoso, pero porque también se concede a la misma un efecto privilegiado. Ahora bien, quien no necesita o no pretende beneficiarse de esos privilegios, tampoco tiene por qué soportar tales requisitos formales. Tal es lo que sucede cuando la sociedad no tiene deudas. O tiene pocas y se recaba el consentimiento de los acreedores. O tiene las deudas que sean, pero no se pretende conseguir la liberación de la sociedad transmitente, sino que se lleva a cabo lo que se llama una “asunción de deuda acumulativa”: yo puedo acordar con un amigo que este pagará mi deuda, a cambio de cualquier otra prestación que él me haga; como eso no me libera frente al acreedor, este puede reclamarme el pago, pero si lo verifico tendré un derecho de repetición contra mi amigo… En todos estos casos, como decía, no se necesita el efecto privilegiado que conlleva acogerse a un procedimiento formal de fusión o escisión y por tanto tampoco han de cumplirse las penitencias formales que conlleva dicho procedimiento y cuya razón de ser es precisamente establecer cautelas y compensaciones que compensan a los acreedores la derogación de sus derechos ordinarios. Como reza el brocardo latino: cessante ratio legis, cessat lex ipsa. (El tema tiene más matices, que comento en este artículo, pero esto es suficiente a nuestros efectos.)
  • Por su parte, la Ley fiscal no tiene esa preocupación. Su único objetivo es ser neutral (exonerando del devengo de impuestos) ante cualquier reorganización que conlleve un movimiento de universalidades (de unidades o ramas de negocio) y que se realice por una razón empresarial legítima. Ahora bien, si tal resultado lo consiguen las partes por una vía formalmente trabajosa (porque también buscan con ello el privilegio de reducir los derechos civiles de terceros)  o sencilla (porque no hay terceros afectados o tampoco se pretende merma alguna de sus derechos), eso a los Inspectores de Hacienda no les concierne.
Llegamos así al problema fundamental, que mantiene a tantos en vilo: ¿cómo encaja esto con la teoría de la relatividad de Einstein?

Hombre, pues se puede establecer un símil que no queda mal. Como explicaba en el otro post, dos observadores que tengan distintos estados de movimiento discrepan sobre el espacio y el tiempo que media entre dos eventos. Pero ambos están de acuerdo en si los eventos “sucederán” o no, porque para llegar a esta conclusión combinan sus respectivas mediciones de espacio y tiempo en una fórmula dada, que arroja para ambos un resultado idéntico. Así se dice que espacio y tiempo son, individualmente considerados, conceptos relativos, pero el concepto de espacio-tiempo, que los agrupa a ambos y es el que resuelve el problema práctico planteado, es absoluto o invariante. En nuestro caso, uno podría quizá decir que Derecho mercantil y fiscal se enfrentan a problemas diversos, lo que explicaría su discrepancia sobre los conceptos de fusión o escisión... Pero también cabe ver sus respectivas apreciaciones como pasos intermedios para la resolución de un problema conjunto. Como decía, es interés de la sociedad  que no se entorpezcan reorganizaciones que vivifican la economía. A este fin, Hacienda tiene, si lo piensa bien, la perspectiva más cómoda: encaja en su concepto de fusión y merece la neutralidad fiscal todo lo que sea un movimiento de unidades de negocio. Hacienda es como el observador que está en los dos eventos considerados y por tanto solo tiene que medir una cosa: el tiempo que media entre ellos. Por su parte, el Registrador Mercantil lo tiene algo más difícil: él es como el observador que en encuentra un primer escollo, una medición de tiempo sorprendente; en concreto, él no llamará fusión a la operación que no siga el cauce burocrático establecido en la Ley; pero a continuación mide otra cosa (lo que sería el equivalente del espacio): comprueba que no hay razón para exigir que se siga ese cauce, porque no se necesita o se pretende el efecto privilegiado, y por ende también él llega a la misma conclusión, que es permitir la operación por el cauce ordinario.

Precisamente, las posturas dogmáticas que no alcanzan esta conclusión son lamentables porque acaban causando un daño a la sociedad, ya que: en el caso de Hacienda, se pone la proa (en forma de costes fiscales) a operaciones que merecerían el tratamiento de neutralidad; y en el ámbito mercantil, se retrasan y se encarecen operaciones que podrían consumarse antes y de forma más barata.

Algo semejante ocurre en muchas otras situaciones que requieren un tratamiento legal. Por ejemplo, en el post anterior llegaba a referirme a las guerras entre el Taxi y los Uber/Cabify. Aquí cada grupo de interés empieza yendo a lo suyo y nada más: uno quiere amortizar las licencias del taxi, que salieron muy caras; otros buscan un nicho en el mercado, ofreciendo un servicio ligeramente diferenciado; los consumidores desean bajar los precios y mejorar el servicio que reciben…. Ahora bien, es preciso ver la cuestión como un problema único, que es el bien común. Y entonces cada actor juega el rol de una dimensión y los distintos sistemas de referencia u observadores son posibles sistemas de composición de intereses: en uno se le da más juego al taxi, en otro a los alternativos, en otro al consumidor, pero siempre el resultado debería ser el mismo, que todos ganáramos porque la sociedad funciona mejor… Precisamente, el hecho de que al final se estimara que la regulación del problema correspondía  a las Comunidades Autónomas fue valorado por algún comentarista (véase aquí) como una oportunidad, por ese mismo motivo: de esta forma tendremos un banco de pruebas, ya que cada región podrá hacer la composición de intereses de una forma y veremos qué experimento sale mejor...

Toca ahora tratar el problema inverso, el de llevar el razonamiento jurídico a problemas físicos, como el peliagudo asunto del proyectil supraluminal.

Esto se resuelve también con la máxima cessante ratio legis, cessat lex ipsa. Y no me arredra utilizar una expresión jurídica para abordar un problema físico, porque me avala el mismísimo Henri Poincaré. Casualmente hace poco, teniendo este texto en fase de redacción, leía una nueva entrada en el Blog de Eva Aladro sobre Poincaré y sus aportaciones al tema del conocimiento. Poincaré fue precisamente precursor de la teoría de la relatividad (hay quien dice que la inventó él) y además fue un estudioso multi-disciplinar, empeñado también en reducir el abismo entre Humanidades y Ciencias. En ese sentido, propugnaba sin rubor que se fomentara la enseñanza de las lenguas clásicas, por considerarlas muy útiles  para establecer los esquemas mentales de los alumnos, que luego pueden servirles para comprender la matemática o cualquier otra disciplina. Yo no sé mucho latín, pero sí me pasa, cuando leo un texto jurídico, que la llegada de un adagio en ese idioma, a modo de corolario de un razonamiento, siempre me asombra, porque es la puntilla que acaba de convencerme sobre su bondad: tiene la función de iluminar todo el discurso anterior y darle sentido, con cuatro palabras categóricas.

Lo mismo pasa aquí: cuando la teoría de la relatividad nos dice que “para un observador” un hecho aún no ha sucedido (entre el observador y el evento media un espacio temporal), hay que ser consciente de por qué y para qué lo dice, esto es, de la razón de ser de esa afirmación (su ratio legis); y cuando tales razones no están presentes, no hay que seguir emperrados en que “hay tiempo para lograr o evitar un suceso”, sino callarnos la boca, dejar de invocar esa ley (cessat lex ipsa) y reconocer que no tenemos ni idea. Concretando, la teoría de la relatividad se enfrentó a un problema (el tiempo es relativo) y le dio una solución muy pragmática, casi jurídica: no pasa nada, porque lo que importa no es saber qué está sucediendo en la lejanía como si lo viéramos con un visor mágico en el que la luz viajara a velocidad infinita; en realidad lo único que necesitamos es saber si podemos influir sobre eso que sucede a distancia, con los medios reales de que disponemos, que son infraluminales o como máximo luminales (llamémosles “luminales”); y para eso nos bastan nuestras mediciones relativas, las cuales obviamente se efectúan con aparatos de igual naturaleza. Ahora bien, si me cambia usted el guión y me pide un conocimiento mayor, deme también los instrumentos para averiguarlo; si quiere saber cómo influir a distancia con un proyectil supraluminal, incluso instantáneo, tráigame también un instrumento de medición supraluminal, incluso instantáneo. Pero si no me lo da, lo honesto es contestarle que las mediciones que hago con lo que tengo no sirven para responder a su pregunta: sencillamente ni el Sr. A ni el Sr. B saben si hay tiempo para freír con un disparo supraluminal al general de los alienígenas, por mucho que uno dijera que “no hay tiempo (luminalmente calculado)” y el otro que “hay tiempo (de la misma manera hallado)”.

Llegamos así bien pertrechados al tercer tema, que es el más importante: una cuestión metafísica, pero que a la vez es muy práctica. 

La cuestión fundamental de la espiritualidad, y hoy son muchos los autores que lo ponen de manifiesto, es la de reconocer que no somos el “ego”, sino la totalidad. Esa es la perspectiva superconveniente, la piedra filosofal que conlleva la iluminación y traería consigo la paz interior. He estado reflexionnado sobre qué rayos podría significar eso de sentirse uno como si fuera el Todo.

Por lo pronto, se me ocurrió algo gracioso. Aconsejan los autores que se medite pensando en la respiración o cualquier otra cosa que esté ahí, pero que cuando (como inevitablemente sucede) llegan pensamientos inoportunos (unos que simplemente te distraen, otros más puñeteros, como los que te recuerdan errores pasados o te advierten sobre riesgos futuros y te “aconsejan” que te sientas miserable o medroso, respectivamente) no nos enredemos en rebatirlos o ahuyentarlos, sino que simplemente constatemos su llegada, los dejemos pasar y volvamos a lo nuestro, al objeto de la concentración. Esto es lo que proponen los psicólogos. Los metafísicos van más allá e interpretan que, al dejar la copa vacía, al hacer así hueco en nuestro espíritu, damos oportunidad a la divinidad, a la que teníamos acogotada con tanta preocupación mundana, para manifestarse. El que medita sería siempre, de esta forma, el Todo. Y la ocurrencia mía es que, cuando alguien dice algo que nos importunaría, miremos ese pensamiento ajeno con la misma neutralidad e indulgencia: no lo veamos como un ataque de otro ego, sino como un suceso biológico, que en este caso viene de una mente ajena, pero por lo demás no es muy diferente a los que nos asaltan desde la nuestra, pues tanto nosotros como el individuo que ha proferido ese aparente ataque seríamos otra cosa distinta de nuestros pensamientos (la misma cosa, por cierto).

Estos días también he visto este video, que guardaba hace tiempo en el WhatsApp. En él el autor, Rupert Spira (un metafísico, un gurú o como se le quiera llamar) propone más o menos la siguiente metáfora. Imaginemos una chica que se llama Juanita, que está soñando que es Pepita y que va por un bosque; pero también a la vez sueña que hay una tal Manolita que pasea por el mismo paraje. Yo, para darle pimienta al relato, añadiría la posibilidad de que estén celosas la una de la otra y se agarren de los pelos. Todo esto es curioso porque en realidad Pepita y Manolita son creaciones de Juanita: son ella misma, que ha tomado diversas formas oníricas y ve el mundo a través de ellas. De lo que se trataría entonces es de que Juanita se despertara en su propio sueño y siguiera disfrutando de la película, si bien ya siendo consciente de que todo es una experiencia sensorial maravillosa, que obviamente resulta más placentera si los personajes, aun difiriendo en perspectivas, aun condicionados por sus respectivos vehículos biológicos, fueran conscientes de que, lo que es “ser”, son lo mismo… y así establecieran entre ellos la debida concordia.

Profundizando también en el tema de la creatividad, otro maestro, Eckhart Tolle, hace una interesante sugerencia en otro vídeo, que también me llegaba por email esta semana. Dice el bueno de Eckhart que, para desarrollar un arte, evidentemente hay que tener un cierto talento natural y luego trabajar muchísimas horas. La creatividad no es cuestión, por tanto, de pura inspiración sobrenatural. Ahora bien, Eckhart sugiere que, una vez perfeccionado el instrumento, una vez tenemos ante nosotros a un excelente performer, ya sea un violinista, un tenista o un jurista, no hay que tomarle a este demasiado en serio. La verdad es que el vídeo se acaba (no estoy suscrito al canal, que es de pago), pero me imagino a lo que apunta el autor: quien toca música, arregla la sociedad o simplemente se divierte… es el universo, el cual de este modo toma conciencia de sí mismo, a través de un instrumento que ha tenido el detalle de perfeccionarse a sí mismo.

Obsérvese que todo esto a lo que conduce es a no exaltar al ego, pero tampoco a despreciarlo ni negarlo. Lo valora en su justa medida, la que exige su razón de ser, su objetivo práctico, su ratio legis. Si hoy tenemos un cerebro que puede observarse a sí mismo con distancia, es porque hemos evolucionado en ese sentido y esa evolución ha exigido precisamente la separación de la que ahora abjuramos.  Filosofamos porque estamos aquí y no estaríamos aquí si nuestras células no se hubieran organizado en organismos que compiten entre sí por sobrevivir y conseguir apareamiento. Ahora bien, cumplida esta función (estamos aquí), no hay que llevar las cosas más lejos. Tampoco nos creamos que “somos” de verdad las personas, las máscaras desde las que hablamos. No caigamos en lo que se llama la “ilusión de la separación”. No “hipostasiemos” al ser humano.

“Hipostásis” es un término griego que significa la “verdadera naturaleza” o el “verdadero ser” de algo.  La expresión viene aquí al pelo, porque nuestra verdadera naturaleza sería, conforme a esta tesis, la del Todo;  en cambio, creer lo que creemos todos, esto es, que somos el individuo, es un error: es dar carta de naturaleza (hipostasiar) a lo que no lo merece.

Para ilustrar esto, me permitiré otro símil jurídico. De la persona jurídica, se dice que es una ficción útil: sirve para asociar un patrimonio y/o unos esfuerzos personales a un fin corporativo, ya sea lucrativo o altruista, y todo ello normalmente sin comprometer los bienes personales de los socios y estableciendo unas reglas de gobernanza.  Ahora bien, cuando esas razones decaen, no hay inconveniente en efectuar la operación denominada, con expresión tan sugerente, de “levantamiento del velo”: si mi contraparte medio me engaña y en lugar de contratar conmigo mediante la sociedad matriz de su grupo, constituye otra filial ad hoc, insolvente, solo para burlar mis derechos de cobro, el Juez puede advertir que existe “abuso de la personalidad jurídica” y decretar la responsabilidad de la matriz.

Lo mismo se puede decir de las personas físicas. Nuestra individualidad cumple un fin. Para cumplirlo, podemos y debemos preservar nuestra auto-estima, rechazando o al menos desoyendo las voces internas y externas que nos denigran. El instinto nos ayuda en ese sentido. Sin embargo, cuando esos mecanismos biológicos empiezan a resultar contra-producentes, cuando luchar por el éxito de nuestro ego se convierte en un obstáculo para la felicidad propia y ajena, conviene recordar lo que al fin y al cabo es la verdad: no somos, a la postre, más que células que se asociaron con otras y fueron deviniendo progresivamente complejas. Nacer y perfeccionarnos es útil y es placentero, pero no cambia lo que en esencia somos y seremos: polvo de estrellas. El juego maravilloso de la evolución, a fuer de separarnos, nos ha hecho hábiles; pero, una vez conseguido el objetivo, ya la separación pierde su razón de ser. Ganado el enésimo Roland Garros, como Nadal hace unos días, hay que mantener (como él hace) la ecuanimidad y seguir, nunca mejor dicho, con los pies en la tierra. Cessante ratione legis, lex ipsa cessat! 

P.S. a modo de disclaimer: ¿Sirven estas reflexiones para darle a uno, en la vida real, esa ecuanimidad y esa paz? No, puedo garantizar que no. La comprensión intelectual de estas cosas no asegura todo eso, debe de hacer falta algo más. ¡Pero no perdamos la esperanza de que eso también aflore!