domingo, 20 de marzo de 2022

Las verdades oficiales (II) - La Guerra Civil española

 


Decía en otro post que hablaría sobre o, más bien, contra las verdades oficiales relativas la Guerra Civil española. 

Al calor de las normas sobre la Memoria Histórica, se libra ahora una batalla mediática sobre si esa Guerra fue una de estas dos cosas: un alzamiento fascista (o nazi, da lo mismo) contra un régimen democrático (no exactamente igual que el de la España actual, pero bueno, sí, un régimen democrático que podría haber enlazado, al cabo de los años, con el actual) o una imprescindible reacción frente a un golpe de estado interno dado por el Frente Popular en el seno de la propia República y que conducía a España a marchas forzadas hacia el estalinismo. 

¿Y habría que elegir? ¿Si no es una de estas dos, deberían los historiadores devanarse los sesos y quizá matarse entre ellos para parir otra verdad monolítica…? Depende de lo que uno quiera, claro. Vengo sosteniendo desde hace tiempo que los conceptos son algo que uno inventa para resolver un determinado problema de cierta manera. También aquí el hacer valer una verdad, sacrosanta e irrefutable, sobre hechos tan complejos, simplificándolos en un sentido u otro, puede brindar al que lo promueve algún rédito actual, sobre todo si se dedica a la política. Y comprendo que ese ejercicio no es siempre y en todo caso perverso, porque al fin y al cabo definir oficialmente el régimen nazi o el estalinista no es algo que sea tan difícil y sirve al sano propósito de alertar contra aquellos regímenes pavorosos, para que no vuelvan nunca. Pero no, la Guerra Civil española es otra cosa. Aquí un sano relativismo, el reconocimiento de que toda verdad es una verdad a medias, es necesario. La única definición exacta que se me ocurre sobre este episodio es que fue un horror, el horror más horrible, que es el de matarse entre hermanos y vecinos: eso de que de la noche a la mañana salte todo por los aires y corran los unos a buscar a los otros, a esos con los que se había uno cruzado y con los que había hablado e igual hasta comido y reído, para pegarles un tiro… Esto sí que es una verdad que merece ser oficial, aunque solo sea precisamente por razones de lo más interesado: porque es la forma de alentar esa concordia que, no sé por qué, en España tenemos tanta tendencia a perder.

Así que mi propuesta sería que, en efecto, se hable y mucho de la Guerra Civil, pero solo para que cada uno cuente lo que sepa, los retazos que le han llegado de aquellos años, sin necesidad de integrarlos en ningún sistema explicativo, para que así la verdad (que no puede ser otra que la que he mencionado) salte a la vista, como consecuencia natural de ver esas caras y escuchar esas pequeñas historias. Con alegría he descubierto que Pérez-Reverte ha promovido algo así y ha abierto un álbum de fotos con las que la gente le manda, de sus abuelos normalmente, junto con breves comentarios. “Línea de fuego”, lo ha bautizado y está aquí

Yo no tengo una foto antigua que mandarle (salvo la de la portada, que hallé en Internet y que es de Luis Delage, del que hablo luego), pero sí haré memoria de cosas que me han contado.

A diferencia de la mayoría de los mencionados en las fotografías que recopila Reverte, a mi padre sí le gustaba mucho hablar de la Guerra y no perdía ocasión. Y a diferencia de muchos de ellos, su tránsito por ese suceso histórico no fue nada heroico, si bien eso a él no le avergonzaba en absoluto y, antes bien, hacía alarde de cómo ejerció, con notable donosura, el arte de sobrevivir, a lo soldado Josef Švejk… Contaré también algo de cómo vivió mi madre la Guerra (aunque contó menos) y tirando de su conexión, hablaré del hombre del que se enamoró su hermana, que fue un cargo importante del Partido Comunista de España, una persona excelente y al que tuve ocasión de conocer. Y mencionaré asimismo lo que mi suegro le ha comentado a mi mujer, cuando se le ha venido a la mente, en paseos que dan por los alrededores de su Residencia geriátrica.

Nacido en 1907, a mi padre, José María Serra Grau, la Guerra Civil le cogió en su Valencia natal (zona republicana) con 28 años, en edad de luchar. 


Él era partidario de la República, pero -como digo- no de morir y como él debían de pensar sus amigos, porque, en cuanto se supo que se había desencadenado la contienda, a todos se les ocurrió presentarse a los exámenes de conducir, en la idea de que el que transportaba a las tropas de aquí para allá no estaría tan obligado a pelear en el frente. Se organizó una especie de examen de campaña y tengo en la mente impresa la visión del panel de examinadores sentados tras una mesa, que me imagino cubierta de un gran mantel oscuro. Fue un error, sin embargo, colocar al jurado al pie de una cuesta, porque el primer examinando, en prueba de que solo optó por este oficio por razones de supervivencia, pronto perdió el control del vehículo y cayó embalado hacia los jueces, que saltaron de sus sillas mientras pronunciaban improperios y amenazas y salvaron la vida, en ese estadio tan prematuro del enfrentamiento civil, por un pelo. Creo recordar que mi padre optó, vista la experiencia de su compañero, al que casi fusilan, por ni presentarse al examen. 

Pero tenía un amigo socialista. Recuerdo que él siempre se refirió a los enchufes con muchas entradas como un “socialista”, porque en aquella lejana época de la República parece que acaecía, en efecto, que los afiliados al Partido Socialista Obrero Español eran amigos de ayudarse mutuamente, dándose cualquier puesto o bicoca, de ser esto posible. Mi padre trabajaba en Banca y tenía carné de UGT, así que a lo mejor influyó eso. El caso es que en el Ejército consiguió un puesto en Intendencia, en la retaguardia. 

Por cierto, solía reconocer mi padre que, cuando ganó Franco, tiró su carné de UGT por el retrete. A mí me llamaba la atención lo inexorable que sonaba esta decisión, no tanto por el hecho de desprenderse de la prueba de una filiación que era muy peligrosa, lo cual en verdad parecía una decisión obligada, como por el método elegido, que me sonaba tan poco respetuoso con la noble función sindical. “¿Pero por el retrete…?”, yo le preguntaba. Mas él se mostraba siempre categórico, como si no cupiera otra opción: “¡por el retrete!” 

En fin, volviendo al período bélico, ya digo que mi progenitor estaba sirviendo en el ejército en tareas de organización del avituallamiento de las tropas, mas -hombre honrado- no se beneficiaba él mismo de los víveres que gestionaba su departamento, por lo que pasaba hambre. Aquí es donde afortunadamente intervenía Paricio. Paricio era un botones del Banco de Valencia. En aquella época, no gozaban las organizaciones de esa mentalidad que hoy está tan extendida y que tanto ayuda a nuestro progreso y que consiste en tener en nómina a muchas personas inteligentes y, con razón, generosamente retribuidas, cuya función consiste solo en detectar y promover que se prescinda de los escasos trabajadores que realizan tareas auxiliares, por bajo que sea su coste. Así que existía Paricio, el botones, que era un chico muy listo que se ocupaba de llevar legajos de un lado a otro. A veces, sin embargo, remoloneaba o se dejaba sin hacer algún mandado. Y mi padre, entre las carcajadas de los bancarios que con él compartían lo que hoy llamaríamos una pradera, le espetaba alguna broma como ésta, con el tono enérgico que le caracterizaba: “Paricio, dime la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad” (en realidad, la “verdat”, pronunciaba mi padre), ”¿has entregado el expediente Tal al Sr. Tal?” Paricio no se lo tomaba a mal y demostró su afecto por mi padre ayudándole en aquellos momentos difíciles, porque su propio padre era Guardia Civil, estaba en zona nacional y, no se sabe cómo, hacía llegar a su retoño comida abundante, que el buen muchacho compartía con su compañero de oficina. 

Por lo demás, a lo largo de toda la Guerra mi padre solo tuvo que afrontar un episodio de peligro, pero uno que le causó una honda impresión: en una ocasión el teniente, no sé si, por conocer su talante y a modo de chanza, le ordenó que cogiera una granada y se la llevara al capitán. Mi padre, lógicamente, empeñado como estaba en garantizar su propia seguridad, se negó de forma terminante. Y no valieron ni los ruegos ni tampoco las amenazas de organizarle un Consejo de Guerra para que cambiara su determinación. 

Y así, entre una cosa y otra, fue acercándose el final de la Guerra. Ah, bueno, muy al final sucedió que una comisión de anarquistas fue a buscar a mi padre y a su hermano, supongo que sería en su pueblo (Alboraya). Por fortuna no les encontraron, ya que al parecer el motivo era resultar notorio que los dos hermanos iban a misa los domingos, cosa que probablemente les querían echar en cara de alguna forma, acompañándoles durante lo que entonces se llamaba un “paseíllo”. El caso es que se acabó la contienda y se ordenó que quienes habían servido en el bando republicano se presentaran en la plaza de toros de Valencia, para ser sometidos a depuración. Entonces, decía mi padre, todos los “facistas”… Interrumpo la frase para un nuevo inciso: él era un hombre sin estudios superiores, aunque instruido y, sin embargo, utilizaba este término en lugar del ortodoxo de “fascistas”, no sé por qué, si bien esto tenía al fin y al cabo un sentido, porque marcaba mucho la “f” y ponía el acento sobre la sílaba “fa”, con lo cual la sola pronunciación de la palabra ya lo decía todo sobre su opinión respecto de esta ideología. El caso es que los “facistas”, para demostrar que estaban en el ejército rojo solo por casualidad y mostrar su adhesión al general Franco, se apresuraron a presentarse en el lugar ordenado. Mi padre no lo hizo y se congratulaba de su decisión, porque los que sí acudieron pasaron muchas noches al raso, padeciendo hambre, frío y la codicia de los Regulares: de cuando en cuando un soldado de este aguerrido cuerpo norteafricano se acercaba al prisionero, le examinaba la boca (“a ver qué tienes ahí”) y si le encontraba un diente de oro, le aliviaba de esa carga con el puñal. Pese a su clarividente decisión de evitarse este trance, mi padre, empero, no consiguió eludir la depuración: en represalia por sus impagables servicios como soldado republicano, perdió su puesto de trabajo en el Banco de Valencia, quedando sin medio de vida. Esta desgracia, no obstante, fue efímera, porque tenía un tío cura que dio de él las mejores referencias y fue enseguida reintegrado en su empleo. 

Luego empezó la Segunda Guerra Mundial y los empleados del Banco seguían con alborozo los avances de Hitler, porque eran germanófilos, salvo mi padre, del que hacían burla, por ser anglófilo. Hasta que cambiaron las tornas en esa Guerra y era entonces él quien sacaba pecho con la victoria aliada.

Mi madre, Francisca Callejo, nació en 1923. No conoció a su padre. De su madre tiene solo este recuerdo: ella estaba en una suerte de orfanato, regentado por monjas, y un día, siendo pequeña, las religiosas la sacaron para ir a ver a su mamá. Esta se encontraba en un hospicio, sito en Carabanchel. Bastantes décadas después sus primas compraron un piso que daba al jardín de ese hospicio y, por eso, a mi madre siempre le daba pena cuando iba a verlas, pues en verdad aquella visita al lugar fue triste: su mamá estaba envejecida prematuramente, tenía como el baile de San Vito y solo decía, “ay, mi niña, mi pequeña”. Tras esa corta entrevista, se la llevaron y ya no volvió a verla. 



Era pues mi madre la menor de dos hermanas. Si cuando estalló la Guerra, Francisca tenía 13 años recién cumplidos, su hermana Angela (Angelita la llamábamos, porque mi madre era apasionada de los diminutivos) tendría unos 17 o 18 y se hizo novia de un caballero, que desde luego lo era, de nombre Luis Delage. Este había nacido en el mismo año que mi padre (1907) y también trabajó en Banca, pero sus trayectorias vitales fueron harto diferentes. Delage era miembro del Partido Comunista de España y llegó a ser comisario político del Ejército del Ebro. Al acabar la Guerra, lógicamente se exilia, se lleva a su novia Angela (mi madre se sintió algo abandonada al perderla), pasa por Francia, Nueva York (donde no le miraban muy bien) y pronto va a Cuba, donde deja a Angelita con un hijo, llamado Luis, como él. Él se fue, decía, a seguir haciendo la Revolución. Angela se quedó en Cuba sacando adelante a su hijo (lo hizo muy bien) y cuando triunfó Castro, se sintieron muy a gusto en el régimen comunista, del que eran adeptos. Lo que cuento a continuación lo sé porque, siendo yo adolescente, ya habiendo democracia en España, Delage vino a España (donde cobraba una pensión como militar republicano), vino también mi primo Luis algunas veces, viajó Angela y disfrutamos de muchas veladas con unos y otros, donde se hablaba de la Guerra Civil y yo escuchaba muy atento.

Delage es de esas personas que han dejado un nombre, pues tiene esta página en Wikipedia. Ahí se habla bien de él y yo también lo hago, sin reparos. Cuando le conocí, vestía con abrigo largo, gorra y pañuelo al cuello, como típico chulapo. Resultaba ameno y salado, pues empleaba expresiones antiguas y tenía un fino humor (un día había quedado con su hijo por la noche y  no llegaba y nos contaba que pensaba “ay, a ver si se me ha despistado por ahí y se ha metido en un Dáncin…”).

Él aportaba una visión más idealista y comprometida de la Guerra. Como contraste con el episodio de la granada que le pidieron a mi padre que transportara, él relataba esta otra anécdota: hubo un soldado al que le entregaban una medalla por un acto heroico; estando ante él la plana mayor del Ejército del Ebro, le pidieron que narrara cómo tomó él solo una posición enemiga; el soldado estaba explicando que, en el momento crítico, se echó una mano al pecho, agarró una granada, le quitó la espita y..., cuando de pronto él y sus oyentes se quedaron con los ojos como platos, porque -en la excitación del relato- había representado la escena de forma tan fidedigna que tenía literalmente una granada en la mano, sin la espita, a punto de estallar; como era en efecto un valiente y persona muy entregada a la causa republicana, comprendió que podía cargarse a la cabeza de su ejército, así que se tiró al suelo con la granada bajo la barriga, para amortiguar la onda expansiva; creo que no murió, aunque quedo muy malherido, y se salvaron los jerarcas…

Otra escena que tengo grabada en la cabeza es cuando Delage pasó a Francia, desde la Cataluña ocupada por los nacionales. Por cierto, allí se habían llevado a mi madre, cuando empezó la Guerra. Estaban las niñas en un colegio, pasaban hambre y era común hacer escapadas a robar de los campos alguna pieza de fruta, con el riesgo de ser sorprendidas por el payés, que no dejaba la ofensa sin represalia y las perseguía con la escopeta en la mano, siendo mi madre de las más audaces en las incursiones, por ser también la de piernas más ligeras en la huida, cosa que llevaba muy a gala. Creo que Luis fue a verla al colegio: debió de hacerle mucha ilusión que la visitara un gallardo soldado, novio de su hermana, y (seguro) le proporcionara algunos víveres. El caso, es que, perdida Cataluña para la República, Luis (dice Wikipedia) huyó a Francia y puedo dar fe de que atravesó los Pirineos a pie y allá en la soledad de las montañas se toparon de pronto con un pastor y sus ovejas. Los viajeros se cubrían con dos buenos gabanes y bajo los mismos asomaban sendos subfusiles, que estaban prestos a utilizar. El buen hombre les miró y se limitó a constatar: “van ustedes bien armados”, como corroborando que él era neutral, que se limitaba a eso, a observar al que por allí pasaba y notar su condición. “Así es”, confirmaron ellos, le dieron los buenos días al pastor y continuaron camino.

Durante el franquismo, Delage estuvo de incógnito en España, con actividades revolucionarias y comprendo que pasara desapercibido, pues daba el pego como “persona de bien”. Una prueba: vivió alquilado en la casa de un Comisario de Policía. Otra: en una ocasión venía a España una amiga mía noruega y le pedí que me recomendara una pensión; lo hizo y el dueño me recibió muy risueño y me preguntó por Luis; como yo le dijera que andaba muy liado, pero contento, con el Congreso del Partido, se me quedó mirando sin comprender; algo barrunté, porque la pensión estaba plagada de crucifijos; luego me explicó Luis que es que este posadero no conocía su verdadera identidad… Pensé: esto es enriquecedor, no ser víctima de una sola identidad política y disfrutar de varias, quién sabe si encontrándole algún atractivo a cada una de ellas. Ciertamente, él no era unidimensional: mi hermana y yo supimos por vez primera lo que era el placer, que luego en mí se ha hecho compulsivo, de comer gambas con cerveza, invitados por él en la Cruz Blanca de la Plaza de Alonso Martínez; y solía decir que en Bulgaria (donde también desvela Wikipedia que estuvo) le criticaban los compañeros de partido, porque él era muy activo y tenía varios empleos (en la radio, esto, lo otro..), por lo que ganaba más dinero que los demás, lo cual él no juzgaba incompatible con ser comunista.

Nuevo giro de volante, para volver del lado de los prudentes. Mi suegro, Teófilo Martínez, nacido en 1928. Vivía en una aldea de León, pueblo de mineros, aunque a él, como era aplicado, lo apartó el cura para que fuera al Seminario, gracias a lo cual tuvo estudios, aunque en cuanto pudo manifestó su preferencia por la vida de seglar, ya que le interesaba el sexo femenino, para formar familia.  Como mi padre, sin embargo, se casó tarde y sabemos poco de su vida anterior a las nupcias, salvo que mi suegra hacía bromas sobre una gallega que se presentó un día en su casa, ya casado, como a buscarle, con pretensiones de tener jurisdicción sobre él, y tuvo que rechazarla ella, porque él no sacaba la cabeza de su escondite. Esto eran por supuesto bromas de mi suegra, que era muy amiga de las parodias. Pero volvamos a la Guerra Civil. Cuando empieza, él solo tiene 8 añitos. Salvo por los reclutas que se llevaban a la fuerza y de los cuales regresaban solo parte, en estos sitios apartados no padecieron mucho la conflagración. A veces por el cielo pasaban los aviones nacionales camino de Asturias, a bombardearla y si a mi suegro le pillaba en el campo, cuidando de las cabras, se asustaba mucho y corría a esconderse bajo los helechos. Cuenta que al terminar la Guerra el cura del pueblo no quiso represalias en su parroquia. “Aquí todos somos de Dios”, decía, a lo cual se oponía vehementemente uno que había comunista, proclamando que él no era de Dios sino ateo y rojo, pero no le hacían caso…