jueves, 29 de diciembre de 2022

Las ilusiones perdidas… y reencontradas


 

Hace muchos años, cuando era capaz de meterme entre pecho y espalda cualquier libro, porque tenía la pausa y la capacidad de concentración que el mundo digital nos ha robado, empecé a leer a Balzac en francés y disfruté de la novela Illusions perdues. Recientemente me dio, no sé por qué, por intentar recordar su argumento, para lo cual acudí a la página de Wikipedia (la francesa es más completa), donde aprendí que en 2021 se ha hecho en Francia una película sobre el libro, con buena acogida en el país vecino (recibió 7 Césares, entre ellos el de mejor película), aunque yo creo que aquí apenas nos hemos enterado. He visto la peli y me ha gustado: me gustan todas las de época, más las del siglo XIX y, además, esta tiene unas características, típicas de los films franceses, que puedo soportar (como la lentitud) o degustar (como un toque filosófico).

Todo esto ha sido sin duda una sincronicidad. Concepto este postulado por el psiquiatra Jung, quien afirma que llegamos a lugares y vemos cosas como por casualidad, aunque en realidad esto sucede por una ruta de causalidad más o menos misteriosa, que unos identifican como soplo del universo, otros como una ayuda divina y los más prudentes como el mero dato de que uno está atento y enfocado en un objetivo, en razón de lo cual es lógico que escuche muchas pistas que, a falta de esa atención, le pasarían desapercibidas. En cualquier caso, por el motivo que fuere, lo cierto es que este incidente me ha inspirado y explicaré en qué sentido.

Wikipedia en español hace este resumen de la novela:

Narra el esfuerzo y la miseria de un joven francés de provincia llamado Lucien de Rubempré o Lucien Chardon, que viaja a París en busca de la gloria de la literatura y de la poesía. Sus esperanzas pronto se ven frustradas al descubrir el usurero mundo editorial y las dificultades de conseguir una oportunidad. Esto, junto con su orgullo y su debilidad por el lujo y los fastos, hacen que fracase en su inocente propósito de vivir de su literatura, y le lleva a engrosar la lista de las 'Ilusiones perdidas' de tantos jóvenes poetas como él.

Y es que, en efecto, la pérdida de las ilusiones es la suma de, como ahora se dice, dos vectores: por un lado, la culpa ajena, esto es, la incomprensión de los demás (el usurero mundo editorial) y la culpa propia, es decir, nuestra propia incomprensión de la realidad (el orgullo, la debilidad y la falta de perseverancia que evidenció Lucien).

El riesgo de todo esto, que es el pan nuestro de cada día, es caer en el escepticismo: no ya no tener, sino no creer en la ilusión. Pensar que todo era, como sugiere una de las acepciones de la palabra según la RAE, un espejismo, una mentira (“concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos”). Sí, era bello mientras lo perseguíamos: proporcionaba, como dice otra acepción del diccionario, dopaminas (esa maravillosa y “viva complacencia en una persona, una cosa, una tarea”). Pero procede ser realista y abandonar tales vanas “esperanzas cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo” (tercera acepción), mas nunca llegan.

He dado en pensar, sin embargo, que en el propio defecto del concepto (hablamos de mentiras), reside su virtud (luego, por definición, son verdad).

Para desentrañar esta paradoja, podemos fijarnos en lo que son las dos grandes ilusiones de la vida: la realización profesional y el amor, pues diría que lo que quiere el ego es ser importante, ser admirado y querido, siendo la salud y el dinero instrumentos o consecuencias de lo anterior.

Sobre el amor, decía Stendhal que, a la postre, es una mentira. En un opúsculo titulado De l'amour formulaba una teoría sobre este sentimiento, el cual definía como un proceso de “cristalización”:

en las minas de sal de Salzburgo, se arroja a las profundidades abandonadas de la mina una rama de árbol despojada de sus hojas por el invierno; si se saca al cabo de dos o tres meses, está cubierta de cristales brillantes; las ramillas más diminutas, no más gruesas que la pata de un pajarillo, aparecen guarnecidas de infinitos diamantes, trémulos y deslumbradores; imposible reconocer la rama primitiva”.

De igual modo, el enamorado toma la imagen de la persona que, a partir de un momento dado, despierta su interés romántico (es común que este umbral se traspase inopinadamente, respecto de alguien a quien antes habíamos visto con indiferencia) y comienza también a cubrirla de cristales, que son las perfecciones que imaginamos en el objeto amado y los goces que presuponemos que hallaremos a su lado.

Ortega y Gasset en sus Estudios sobre el amor critica esta concepción: para él, Stendhal, habla de un amor falso, porque no conocía otra cosa, pero el amor verdadero, el que sí conocía Ortega, no es ninguna patraña, aunque, eso sí, solo esté al alcance de almas sublimes como la suya. Lo pinto esto así no como crítica a Ortega, sino precisamente como forma de demostrar que el hombre era un optimista nato, lleno del poderío y la vitalidad (en expresión que solía utilizar) “de un arcángel”. Un auténtico campeón.

[Dicho sea de paso, el librito de Ortega, que es una delicia, está lleno de declaraciones que, para el que tiene puestos los lentes para detectar este pecado, serían “políticamente incorrectas” y en su peor versión (la machista). De ahí que muchos le denosten y otros, que quieren dejar a salvo su figura, se esfuercen en justificarle aduciendo que lo que dice es fruto de su época y patatín-patatán. Para mí, en cambio, cuando no llevo puestos los lentes de ver la paja en el ojo ajeno, que no es siempre, Ortega simplemente formula ideas que son discutibles, mas lo hace con una gracia indiscutible, que está al alcance de pocos.]

Pues bien, creo que esta diversidad de opiniones (verdad o mentira) se resuelve, como decía, con una paradoja (es verdad porque es mentira) y la paradoja, a su vez, con este paradigma: lo que existe aquí es un proceso de creación o conformación de la realidad con la mente, esto es, a partir de una mentira o invención se genera una verdad. Hace poco escribía Eva Aladro en una entrada de su Blog estas palabras:

el artista no copia sencillamente aquello que existe, sino que lo que copia o reproduce son las imágenes que ha almacenado su espíritu

Y una artista intervenía con este comentario, según el cual durante el proceso de creación llega un momento en el cual:

lo que estás volcando sobre el lienzo ya no es una imagen real sino la impronta que esa imagen ha disparado en ti al observarla... . es realmente una emoción lo que el pincel y la pintura luchan por plasmar....por eso el cuadro final se halla más alejado de la realidad formal...pero refleja con más fuerza … lo que emerge en el corazón una vez que la forma se desvanece

Al leer estas palabras, no pude evitar pensar que algo semejante sucede con el amor: nos enamoramos de una idea. Esto no deja al ego en una posición muy lucida. En absoluto aconsejo confesarle al amante que su presencia ha sido el detonante que, con la inestimable ayuda de la propia habilidad narrativa, ha construido una historia que, en último término, nada tiene que ver con el propio modelo. Tampoco es agradable comprender que solo hemos sido un pretexto para un proceso que vuela por encima de nosotros, desde nuestra realidad material a la mente del observador, sin prestar a nuestra valiosa persona especial atención, tal como (según manifestó en una ocasión un comentarista de fútbol, con gráfica expresión) les sucedía a los mediocampistas de los equipos irlandeses: veían a la pelota volar desde el portero o defensa a la delantera y viceversa, sin apenas catarla.

Pero hay que aceptar esto con humildad: ser la excusa e inspiración de un proceso creativo es motivo de orgullo y eso debería bastarnos. Hace unas semanas asistía a una visita guiada a la exposición dedicada a Picasso y Channel y allí la guía, una joven muy preparada, hacía el consabido repaso de las mujeres de las que se enamoró y a las que abandonó el artista en búsqueda de nuevos pastos de inspiración: estúpidos seríamos si les pidiéramos a ellas que permanecieran venerando y alimentando al artista sin perseguir su propio camino vital y creativo, pero también tontas serían ellas si exigieran atar al creador a la pata de su cama, convirtiéndose en rémora emocional para su evolución.

Mas no todo es, en este modelo, cura de humildad y resignación. Precisamente el hecho de que estemos ante creaciones de la mente es lo que alimenta la esperanza: si nos abandona el ser querido, porque ya no nos quiere o porque lo arrebata la vida, no hemos de pensar que las circunstancias nos condenan. Puesto que todo está en la mente, todo puede renacer. Es este el momento para recoger la ilusión que se ha quedado sin objeto, ponerla en una urna y aprovechar para llenarla de atenciones, honrando lo que en su día imaginamos y alimentándolo para que tome nuevas fuerzas. Si seguimos queriendo al que se fue, porque así es. Si no es así, porque queremos a la imagen con la que durante un tiempo lo adornamos. Pero a esa dulce niña, la ilusión, no debe nunca faltarle el aliento, porque no es una víctima de las circunstancias, sino antes bien un hada que las moldea con su varita.

En punto a los éxitos profesionales, pasa algo parecido. Como en el cortejo, con los logros hay que sufrir un tira y afloja que no deja de tener su encanto. El ver reflejadas las ideas en una obra y el que esta tenga el curso debido es una tarea que requiere virilidad o feminidad, según el caso (“virinidad” o “femilidad”, puestos a equiparar a los géneros, ¡como mandan los cánones!). De nuevo, quienquiera que sea quien maneja los hilos (universo, Dios o el azar) va a estar testándonos continuamente y tocándonos precisamente lo que hay que tener para superar la prueba. En este juego, los tiempos son siempre imprevisibles y aun diría que, cuanto mayor es nuestro deseo y nuestra impaciencia, más son los “pushbacks” que nos depara la realidad. Sin embargo, nuestra fe ha de ser inquebrantable, pues el paradigma es claro: si hay algo que hemos concebido como bello y verdadero, ya existe y en su momento verá la luz.