viernes, 11 de octubre de 2019

Resurrección y transformaciones


En punto a lecturas, mi verano ha tenido como protagonistas la novela Resurrección, de Tolstoi, y textos matemáticos sobre las transformaciones de Fourier y las de Lorentz. Y como sigo con la manía de encontrar asociaciones entre cosas que, aparentemente, no guardan entre sí relación alguna (seemingly unrelated things, como dice Mlodinow en el excelente libro que estoy leyendo ahora, Elastic thinking), pues en efecto he encontrado conexiones entre ambas áreas, esto es, las conclusiones místicas del bueno de Tolstoi y las ecuaciones que inventaron el francés Fourier y el holandés Lorentz.

Son muchas las coincidencias que me gustaría comentar, lo cual precisamente me ha retrasado a la hora de escribir esta entrada, porque no sabía cómo articular las ideas en una estructura que fuera resultona. La solución me la acaba de regalar Mlodinow en ese libro que, como digo, me ocupa ahora: la vida moderna nos exige a todas horas tomar decisiones; de este modo, consumimos nuestras energías en elecciones tontas y eso nos resta capacidad a la hora de resolver las cuestiones graves; solución: no pretender optimizar, no intentar maximizar el acierto y tomar rutas que sean “satisficientes”, esto es, que no nos satisfagan al máximo, solo lo suficiente. Lo que tradicionalmente se ha llamado, en términos castizos, “tirar por la calle de en medio…”.

Primero, no obstante, una visión general de ésas que han sido mis ocupaciones intelectuales durante las vacaciones de agosto.

La novela de Tolstoi trata sobre la resurrección moral del príncipe Nejliudov. Vive una vida mundana, acude a recepciones, parece abocado a un casamiento socialmente adecuado… cuando le designan como jurado en un juicio sobre asesinato, un envenenamiento. Una de las acusadas era una prostituta, la Maslova. Con horror descubre que es una muchacha a la que él, años ha, había seducido y abandonado, precipitándola a una vida de perdición que ha culminado con esta acusación, la cual es injusta (ella es inocente), pero la cosa pinta fea. El príncipe, que sufre una suerte de crisis moral que sacude todo su ser, decide reparar el daño que ha hecho y ocuparse del bien de la mujer, intentando su absolución y, si no fuera posible, siguiéndola a Siberia y hasta -se dice, en un alarde de abnegación- casándose con ella. Los temas que planean por la obra son los del sexo, por un lado, y la futilidad del castigo, por otro.

El tema matemático es continuación del que trataba en este otro post. Allí recordaba que los problemas se pueden resolver desde todas las perspectivas, si bien algunas -dependiendo del asunto concreto que uno se trae entre manos- son más reveladoras. Y ahora estoy empeñado es entender bien todas las “transformaciones”, es decir, las ecuaciones mediante las cuales uno traduce la solución de una perspectiva al lenguaje de la otra.

Vamos pues con las coincidencias.

Al comienzo de la novela, el príncipe solicita ayuda a, entre otras personas, una dama casada, para que ésta interceda a su vez ante su marido, un alto funcionario. Aquí el objetivo era auxiliar a otros presos, a los que el protagonista conoció cuando visitaba en la cárcel a la Maslova. La gestión tiene éxito y la dama se muestra complacida de haber sido útil y también admiradora del altruismo de Nejliudov. En realidad, al socaire de una supuesta afinidad de sus almas, lo que pretende es coquetear con él. Pero el príncipe, tras sentirse sin querer tentado, pronto -estando como está imbuido de un dramático espiritualismo- huye de ese posible enredo. Se marcha a pasear por el río y se cruza con una prostituta. Entonces compara, no tanto a ambas mujeres, como a las reacciones que provocan en los hombres sus respectivas estrategias, dictando esta sentencia atroz:

«¡Es repugnante esta bestialidad del hombre! Pero, cuando se manifiesta francamente, desde la elevación de tu vida moral puedes verla y despreciarla. Que sucumbas o no, sigues siendo lo que has sido. Pero cuando esta bestialidad se esconde bajo apariencias mal llamadas poéticas y estéticas y fuerza tu admiración, te hundes entonces completamente y, divinizando lo animalesco, no sabes ya distinguir el bien del mal. Y entonces es cuando la cosa se hace terrible.»

Aunque Tolstoi es sublime como escritor y admirable como hombre, lo cierto es que con el sexo era algo melodramático: tan pronto lo atrapaba un furibundo deseo (tuvo trece hijos de su mujer y al menos uno extramatrimonial) como el remordimiento. Pero algo de razón tiene. El sexo es una herramienta creada por la evolución (es lo que nos impele a propagar nuestros genes) a la que, en buena medida, hemos cambiado de uso. Pero… cuando se idealiza la relación hombre – mujer (u hombre-hombre o mujer-mujer y demás matices intermedios…), cuando se pinta el amor romántico como forma suprema de realización del ser humano, exaltándolo en la literatura y el cine, parece que se pierda el norte, porque… ¿para qué sirve todo eso? ¿No estamos convirtiendo el medio en un fin per se? ¿Y por qué habríamos de hacerlo?

La coincidencia es que algo así ocurre con otra cosa también muy bien vista, como el ansia de conocimiento, ya sea matemático, jurídico o filosófico. Al parecer, cada vez que comprendemos un concepto peliagudo, el cerebro nos recompensa con un chute de dopamina. Lo cual tiene asimismo todo el sentido del mundo, desde un punto de vista evolutivo, porque los conceptos, aunque a veces no lo parezca, son herramientas para resolver problemas y esto es a su vez la mejor forma de sobrevivir en las sabanas y en las selvas donde vivían nuestros ancestros, y aún hoy…, por supuesto. No obstante, la cultura tiende a exaltar el conocimiento como un objetivo en sí mismo considerado. Lo cual no embauca a la mayoría de la gente, pero a algunos sí nos engancha, de forma que uno corre el riesgo de lanzarse a una adquisición compulsiva de saber, que por definición siempre le deja insatisfecho.

Así las cosas, un planteamiento posible es el que Tolstoi tilda de “bestialidad”: la satisfacción pura del instinto, reconociendo que es tal y sucumbiendo a él de cuando en cuando. Se trataría de amar o leer como quien se zampa un bocadillo, para darle gusto al cuerpo, porque no queda más remedio. Pero en el hueco entre esa “animalidad” y su absurda “divinización”, entre extremos tan separados, debería ser uno capaz de hallar vías intermedias.

He dado en pensar que una posible salida consistiría en el “enfoque bonobos”. Al parecer, estos simios, cuyo genoma es muy parecido al humano, son más pacíficos que sus primos los chimpancés y en ello puede influir que utilizan el sexo como elemento conciliador y cohesivo de las relaciones sociales. En definitiva, lo que han hecho estos primos nuestros es darle al tema un uso alternativo al primigenio.

La propuesta no sería, empero, enviar a antropólogos a espiar a estos simios y copiar mecánicamente sus actividades. La idea es más abstracta: se trata de aprovechar que nuestro cerebro anuda recompensas a ciertas actividades (sexo, conocimiento), para prodigar esa recompensa, no cuando se cumple el fin biológico originario, sino cuando se satisface cualquier otro fin práctico. Cuáles sean estos fines es ya cuestión de preferencias subjetivas. Ya cada uno sabrá construir su narrativa, el cuento que le dote de sentido al placer, ora físico, ora intelectual. Sea el que sea, será -como por cierto acaece con todos los cuentos- una historia con moraleja práctica.

De este modo, al amor se iría como quien va a la panadería o la ferretería, para cambiar beneficios mutuos … Si acaso, para añadir a la receta una pizca de grandeza, procedería poner el acento en la calidad del servicio propio, más que en la contrapartida, como al fin y al cabo se recomienda para toda actividad que se quiera bien hecha. Así pues, se trataría de todo lo contrario de lo que normalmente hacemos, que es convertir a la pareja en un pedestal para nuestro ego, cosa que además nunca conseguimos, por más de un breve e ilusorio período; habría que aparcar el ego para prestar humildemente un servicio: besar para insuflar a la pareja auto-estima, no auto-engaño, tocarle para que se ría, para que viva mejor y viva contenta… Todo ello en la confianza de que el propio trabajo nos congratula y la contrapartida llegará, como dicen, “por añadidura”. Hmm, si este planteamiento fuera correcto, a lo mejor explica quizá por qué en parejas de muchos años, aun bien avenidas, decae el interés sensual: porque no se le ve ya a ese tajo mayor utilidad… y en ello residiría la clave para resucitar el deseo, en encontrarle beneficios mundanos. O si no, ¿por qué son mitos eróticos los chicos de los oficios, el butanero o la enfermera, acaso porque vemos en ellos aunados la utilidad y el placer? También esto explicaría las posturas extremas: hay personas que, con la edad, cuando pierden vigor sexual, se sienten aliviadas, como quien deja atrás un fardo; de igual modo, a los religiosos que optan por la castidad, se les ve así bajo una luz más amable, “no es que sean bobos, es que no es eso algo que en su caso les reporte utilidad”; también, por fin, se comprende que los psicópatas depredadores sexuales opten por la castración química e incluso suscita el debate de si el Estado debe, cuando menos, fomentar esa “solución”, la cual no sería vejatoria, pues no implicaría extirpar al ser humano  un componente esencial, cuya ausencia lo degradara, sino quitarle un adminículo que ha malinizado… A la inversa, el “pecado” de las conductas sexuales no residiría tanto en qué se dice o qué hace, o si se hace con unos o con otros, sino en el por qué y para qué. Reconozco, sin embargo, que -siendo esto por lo general una actividad de dos o más- el lograr consenso sobre tales extremos puede ser un auténtico desafío…

En cuanto al conocimiento, el paralelismo requiere cierta explicación. Como decía, todo saber, toda regla gramatical o toda ecuación matemática, tiene una utilidad práctica. Por ello, el cerebro nos recompensa cuando la comprendemos. Pero eso es como hacer hijos, es la función biológica. El problema es que a menudo se pierde esa utilidad, pero seguimos con el piloto automático libando la copa del saber por pura adicción. Yo no voy a construir buques ni a mandar naves a Marte, mas ahí ando, estudiando asignaturas de ingeniería, como si me fuera la vida en ello. Para evitar este sinsentido, intento encontrarles a mis adictivas indagaciones una utilidad diversa. Y ese es el sentido que (voy viendo) puede tener este Blog. Gracias a la abstracción, los trucos intelectuales se pueden exportar desde el álgebra lineal, por ejemplo, a la auto-ayuda, como tips, que dicen los anglos (astuces, los franceses) para vivir mejor.

Pasamos entonces a la segunda coincidencia, que es algo más ambiciosa, más transcendente.

Lanzo primero una visión general: Tolstoi termina su novela resolviendo su problema (¿es inútil el castigo?) con una idea-madre (la compasión); yo en principio me quedo prendado del aspecto formal (¡qué útiles son las ideas-madre!), pero me envanezco de la mía propia (la Ciencia no es más que resolución de problemas), aunque al final le reconozco un hipotético valor superior a lo del ruso y termino pensando en el concepto de Dios.

Ahora los detalles, los jugosos detalles.

Para resolver la cuestión central de la novela (¿sirve de algo todo el horror del sistema judicial y penitenciario?), Tolstoi ordena que su protagonista acuda a los Evangelios. Allí el hombre se empapa de la idea del perdón y la compasión y concluye con la respuesta negativa (el castigo solo empeora las cosas). Y es interesante cómo describe la forma en que se le aparece ante los ojos esta salida:

Ocurrió que el pensamiento que le parecía al principio extraño, paradójico, casi fantástico y del que se encuentra en la vida una confirmación cada vez más frecuente, se presentó a él, de pronto, como una verdad muy simple y de una absoluta certeza.

«¡No, es imposible que la cosa sea tan simple!», se decía Nejludov. Y, sin embargo, comprobaba con evidencia que, por extraño que aquello le hubiera parecido al principio, y acostumbrado como estaba a lo contrario, fuera ésa la solución verdadera, no solamente teórica, sino absolutamente práctica, de la cuestión.

Esto es en verdad algo que a menudo ocurre cuando se investiga: llega la iluminación a través de una idea-fuerza, un cambio de paradigma, como afirmara Thomas Kuhn, que -actuando como piedra filosofal- convierte, de un plumazo, el metal de la ignorancia en el oro del saber. Y entonces se pregunta uno cómo ha podido recorrer tantas veces ciertos pasajes de los manuales, sintiéndolos crípticos (cual le sucedía a Tolstoi con los Evangelios), cuando la clave para entenderlos era tan sencilla y estaba escrita, virtualmente, en los márgenes del texto, como si la hubiera puesto allí un aventajado copista medieval.

Sin embargo, en punto a la solución concreta que propugna el autor ruso, me invadió el escepticismo. No parece razonable erradicar simplemente la reacción estatal al crimen, en aras de la compasión. Si hiciéramos eso, la sociedad devendría inhabitable. Recordé que, de adolescente, me hacía gracia el anarquismo, pero hace tiempo que me caí del burro: si no hubiera sistema judicial ni penitenciario, serían las mafias y los señores de la guerra los que impondrían los suyos y el mundo sería peor.

Me quedé entonces con el aspecto formal o procedimental y me sentí muy complacido con otra idea-madre o paradigma que yo estaba utilizando para resolver mi propia ocupación, la de las transformaciones matemáticas.

Las Ciencias exactas a menudo hablan de sus objetos (verbigracia, un número, un vector, una matriz, un tensor) como si fueran eso, cosas que existen. El truco consiste en advertir que no son tal, sino más bien soluciones a problemas. Por eso, naturalmente, la magnitud del objeto es la misma desde distintas perspectivas, porque la solución a los problemas solo puede ser una.

No es esto ningún misterio, claro. Los manuales lo sugieren de vez en cuando. Yo mismo he ilustrado mucho la idea, con un símil de cuento de hadas: Cenicienta no es una chica, es un problema para el Príncipe (encontrar compañera y reina consorte), problema que éste resuelve con una medición (gracias a la zapatilla de baile, que le sirve de molde de las cualidades que él persigue); o varias mediciones, varias zapatillas, cuando la resolución del problema exige acumular distintas pistas (lo llamamos dimensiones, como si fueran cualidades del objeto de la investigación, aunque son más bien eso, “pistas”). Lo que pasa es que una cosa es tener esto a priori claro y otra mantenerlo presente y aplicarlo en cada momento y en cada elemento del análisis. Más bien lo que sucede es que, leyendo a los expertos, vuelve uno a imbuirse del enfoque, digamos, ontológico, descuidando el práctico.

Apliqué este último enfoque, por consiguiente, a lo de las transformaciones y me quedé satisfecho con el resultado. La clave para traducir de un lenguaje, de un marco de referencia al otro es la empatía: ponerse en la piel del otro (o al menos, como dicen los ingleses, más asépticamente) “en sus zapatos” y así comprender qué hay en la forma ajena de afrontar el problema (qué tiene su perspectiva), de lo que carece la nuestra; luego esa misma clave, esa varita mágica debe aplicarse a todas nuestras coordenadas para ponerlas en el lenguaje del otro. Esto vale para situaciones donde la perspectiva es un punto (yo esto a 10 m de mi casa, mi hermano a 3 m de mí, ¿qué distancia le separa a él de la casa) y también mutatis mutandi para rotaciones de los ejes de coordenadas, ya se trate de una rotación simple de dos ejes espaciales, o de ejes espacio-temporales (relatividad especial; transformadas de Lorentz) o de la perspectiva de las frecuencias versus momentos temporales (Fourier)...

Entonces pensé algo que me alarmó. Si toda la Ciencia no es más que resolución de puzles, si el conocimiento no dice nada sobre el “ser”, ¿cuál es entonces el “ser”? Entiéndanme, no pretendo con esto menospreciar el conocimiento científico, que como decía me divierte y me encanta. De hecho, esa ficción con arreglo a la cual los objetos matemáticos “son” y no sólo “sirven para” es muy productiva y bellísima. Precisamente Mlodinow, en ese libro que tanto vengo citando, Elastic thinking, revela que el cerebro alberga las dos formas de pensamiento en distintos lugares. Habría así personas que tienen más desarrollados o más a mano los circuitos abstractos y otros en los que preponderan los pragmáticos, aunque ambos caminos conducen a Roma y a ambos podemos recurrir todos. De hecho, lo divertido y lo productivo es ponerlos a trabajar juntos. Ahora bien, hay que ser conscientes de la realidad: aquello que constituye la verdadera naturaleza del conocimiento científico es el análisis de los conceptos en términos de su objetivo práctico, de los propósitos de andar por casa, rastreros y mundanales, que los animan. Lo otro, lo llamamos el “ser” por pura licencia poética, a modo de metáfora. Una ficción muy útil y que permite alcanzar altas cimas intelectuales, no lo dudo. Pero sigue sin constituir el “ser”. ¿Y entonces qué es (seamos ambiciosos, pongámosle una mayúscula) el “Ser” y qué es lo que quiere de nosotros? ¿Acaso propugna un propósito más hondo y alto, acaso estaba Tolstoi más cerca de la verdad de lo que yo pensaba? Sobre ello indagaré las próximas semanas, pues he encontrado unas referencias interesantísimas…