viernes, 18 de enero de 2019

La Manada y el concepto de multiplicación (IV)



El final de la entrega anterior de este folletín fue (confío en que la amable lectora y el amable lector de este Blog convendrán en ello) estremecedor, electrizante. Habíamos conseguido entender qué significa multiplicar una cosa por el número e: se trataba, como siempre que se multiplica, de transformar esa cosa, por la vía de aplicarle un adjetivo (el número 2,718…), el cual a su vez sintetiza un conjunto de operaciones hechas de determinada manera, es decir, conforme a ciertos adverbios (se trata de hacer crecer algo a una tasa del 100%, o sea, multiplicarlo por 2, pero de forma continua); alcanzado este logro, ¡planteamos el reto de entender qué pueda querer decir hacer eso “a la i” (unidad del número imaginario = raíz cuadrada de -1) y “a la pi” (ya saben, 3,14159…, el nº de veces que la circunferencia contiene su propio radio), como se nos pide en la identidad de Euler que vuelvo a reproducir abajo!


Todo esto tiene, en efecto, un sabor de thriller, un aroma detectivesco. Hubo una época en la que me dio por defender, hasta la obsesión, que el cuento de Cenicienta contiene un mensaje epistemológico (véanse aquí algunos ejemplos: Cenicienta y el matrimonio homosexual, Cenicienta y el aborto, Cenicienta y Bankia, Cenicienta y los contratos blindados…). Lo hacía porque la imagen del Príncipe, con la zapatilla en ristre, indagando sobre el paradero de su amada, me recordaba la de un Sherlock Holmes, un Poirot o un Colombo desentrañando un misterio. Y a su vez estos detectives son remedos del científico que persigue una teoría. Yo mismo me divierto con estas pesquisas sobre Matemática y Derecho (la comprensión de las cosas genera dopaminas, al parecer por razones evolutivas), porque estoy en plena fase de investigación. Ciertamente, antes de empezar la serie ya tenía mucho camino andado, pero no diviso bien la cima, de forma que este proceso incluso a mí me intriga: en el trabajo que hago entre capítulos y durante la propia escritura se me juntan piezas del puzle y entiendo cosas que ante ni sospechaba, acercándome a la resolución del enigma. (De hecho, debo confesar que corrijo texto de anteriores entradas retrospectivamente.) Y, en este sentido, permítanme destacar que todo detective, por mucho que parezca que se las dé de listo, no lo es. Lo de su necedad o brillantez, es cuestión relativa, que depende del momento en que se le mire el rostro: cuando la novela concluye, si termina bien, parece que fuera algo espabilado, pero bien sabemos que noche tras noche estuvo perdido y se le ponía cara de tonto en el espejo. Lo único que le levanta desde una situación hasta la otra es un trabajo inmenso, más en mi caso porque soy tardo en la comprensión de las cosas y sólo se explica mi empecinamiento por alguna razón genética que me ata al estudio.

Así las cosas, como esto va de suspense, jugaré un poco con él. A continuación les explico el efecto de multiplicar por eiπ, pero sólo contaré la razón después de ayudarme con algunos arabescos sobre el arte de la abstracción, que es al fin y al cabo el objeto de mi interés y el tema de esta serie.

La expresión eiπ se utiliza en un contexto de rotaciones u oscilaciones. En concreto, ordena un movimiento a lo largo de la circunferencia, cuya longitud sería igual a la mitad de la misma, lo cual equivale a un giro de 180 grados, que nos sitúa en el número -1, como se puede apreciar si llevamos el 1 del lado izquierdo de la ecuación al derecho.

Lógicamente entonces ei2π sería una vuelta completa y por tanto equivalente a multiplicar por +1. Pero la ventaja de multiplicar por ei se aprecia sobre todo en los pasos intermedios. Recordemos que la longitud de la circunferencia es de 2π veces el radio. Por eso, los ángulos a menudo se miden con una unidad, el radián, que es un arco de longitud igual al radio. Así ei significa un giro de un radián, e2i uno de 2 radianes, etc. Esto es chocante, porque e, no lo olvidemos, es un número que vale 2,7128 más infinitos decimales. Cada vez que multiplicamos por él estamos más que doblando algo y, si lo hacemos de forma repetida o sucesiva (como mandan los exponentes), uno esperaría que el efecto de ese super-doblar resultara compuesto… Sin embargo, aquí sólo se consigue una suma sucesiva, que se resume en una multiplicación simple y no compuesta. Multiplicar n veces por ei equivale a añadir un radián de rotación n veces.

Para explicar por qué, conviene -como anunciaba- emprender una breve disquisición sobre la analogía, que nos servirá de trampolín.  

Una analogía es como un campo de juegos, una simulación donde se testa el fenómeno que nos interesa mediante la observación de otro que lo imita, pero resulta más accesible. Al desplegar una metáfora, el estudioso es como un niño que mira embelesado su tren de juguete, mientras éste atraviesa túneles y franquea montañas: desde la comodidad de su cuarto de juegos, está en realidad entrenándose para la vida. Ahora bien, la gracia de esto reside en los detalles: no basta detectar una similitud más o menos general entre los dos fenómenos; es preciso identificar uno por uno los componentes de ambas situaciones y cómo se entrelazan. En toda comparación, hay tres juegos de piezas: los de las situaciones enfrentadas, teñidos cada uno de ellos de sus particulares contextos, y un tercer set, que es el que abraza a ambos, gracias a una formulación más delgada, que prescinde de todos los aspectos accesorios y se queda con lo general (lo abstracto).

Un ejemplo muy ilustrativo de esto es la analogía hidráulica de un circuito eléctrico. Juntamos con un cable los dos extremos de una pila; cuando abrimos un interruptor, algo hace que un motor conectado al cable se ponga en marcha. Lamentablemente, no vemos lo que sucede dentro del cable, en el plano microscópico, pero podemos reproducirlo a nivel macroscópico en un circuito hidráulico. Mediante una bomba, subimos agua a un recipiente situado a cierta altura; abrimos un grifo del tanque y el agua baja por una tubería gracias a la gravedad; por el camino la corriente puede mover una pequeña noria. Aquí están pues los tres juegos de conceptos de los que hablaba: hay un generador (la pila – la bomba), que hace trabajo para vencer una fuerza (la atracción eléctrica entre cargas – la gravedad) y por ende acumula energía potencial, tanto mayor cuanto más numerosas son las unidades desplazadas (las cargas – las unidades de mesa) y la distancia puesta de por medio (la separación entre cargas – la altura); cuando se libera esa energía (se abre el interruptor – el grifo), las unidades desplazadas tienden a volver a su posición inicial, formando un flujo o corriente (de las cargas eléctricas – del agua), de modo que la energía potencial se va transformando en cinética, que se puede transferir a un dispositivo (al motor – a la noria). Algo semejante vimos cuando hablamos de la versión adverbial de los números. Nos quedamos observando cómo se podía sumar de forma nula, repetida, a medias, de modo fraccional… y esto era como anticipar una multiplicación hecha con arreglo a esos mismos complementos circunstanciales o adverbiales…

Pues bien, a veces sucede que un elemento de un conjunto está medio oculto, porque se encuentra implícito y lo damos tan por supuesto que no lo vemos. Esto dificulta el establecimiento de la analogía, pero cuando lo destapamos, ese elemento que jugaba al escondite es determinante: es precisamente lo que pone el foco sobre una mejor comprensión del fenómeno. El ejemplo jurídico del caso La Manada tiene algo de esto. Recordemos que la duda era si debía asimilarse el hecho enjuiciado a la agresión sexual (por existir intimidación) o al abuso (por tener la víctima su voluntad anulada, como una persona drogada, inconsciente o que padece una suerte de miedo reverencial). Hete aquí que, en un momento dado, sin haber leído bien el Código Penal, me quedé pensando como sigue: “Ah, pero todos los casos de abusos se caracterizan por algo más, que se encuentra implícito. No es sólo que la víctima esté incapacitada para expresar una voluntad contraria, además hace falta que la situación de superioridad no haya sido generada por el propio delincuente: éste se encontraría con una persona drogada o sometida a su poder y se aprovecharía, pero si hubiera introducido la droga en un vaso o hubiera ganado su poderío mediante otra maniobra, eso sería agresión”. Parecería razonable que así fuera: es igual de grave escuchar una oposición y acallarla que cortar de antemano la posibilidad de que dicha queja se manifieste, mediante un procedimiento (como pueda ser drogar o encajonar a una mujer entre la pared y cuatro hombre fornidos) que es sin duda ofensivo, agresivo y comporta un plus de reprochabilidad, de desvalor. Hete aquí, sin embargo, que el Derecho positivo español dificulta este planteamiento, porque el art. 181.2 del Código Penal reputa abusos los cometidos “anulando la voluntad de la víctima mediante el uso de fármacos, drogas o cualquier otra sustancia natural o química idónea a tal efecto”; esto es, el Código presume que los delincuentes pueden haber drogado exprofeso a una persona y, sin embargo, el hecho se continúa tipificando como abusos. Así que el argumento se vuelve contra nosotros: los defensores de la Manada bien pueden alegar que, si se prevalieron de una situación de superioridad predispuesta por ellos mismos, esto es análogo a lo que describe el tipo del art. 182.1. No tiene demasiado sentido, pero es verdad que este sinsentido está en el Código y lo ampararía el principio de legalidad. Eso sí, de lege ferenda habría que reclamar que se equiparen los castigos para las agresiones puras y tales abusos precedidos de un acto deliberado de sometimiento de la persona atacada.

Pero al menos el truco nos sirve para mejor afrontar la comprensión del número ei, pues aquí también tenemos nuestros elementos implícitos, que iluminan la comprensión. 

A uno de ellos nos referimos desde la 1ª entrega de esta serie: e es un número, es decir, un adjetivo y por ende acompaña a un sustantivo, esto es, un objeto. Ciertamente, este objeto es juguetón, está oculto. Pero para destaparlo, basta leer así la expresión: K * e, siendo este K la unidad (un solo ejemplar) de cualquier cosa concreta. En efecto, cuando multiplicábamos por e a secas estábamos estirando ese K, que entonces simbolizaba un capital de dinero. Ahora también estiramos un K, que es un radio. Así completamos el juego de tres expresiones, del que antes hablaba, y que anida en toda analogía: dos teñidas por el contexto (capital - radio) y otra general que las abraza (objeto que crece).

El 2º elemento implícito es un adverbio. ¿Cómo hacíamos crecer al capital K al multiplicarlo por e? Evidentemente, crecía en línea recta. Y dábamos por hecho que así debía ser. Pero no advertíamos que tal cosa sucedía porque seguíamos una instrucción que estaba disimulada. En realidad, la forma completa de la expresión es K * e1, lo cual revela que hasta hora hemos estirado el K, que es un número real, a lo largo de la línea de los números reales, dotándole de más de lo que ya tenía, prolongándolo  en paralelo a su longitud. Ahora bien, si en lugar de un 1 colocamos i como exponente, entonces, comoquiera que i es lo perpendicular a 1, estiraremos el objeto de marras para dotarle de aquella dirección que no tiene, lo agrandaremos perpendicularmente. Y recordemos (lo explicaba en el Apéndice de la entrega 1ª) que tirar de un palo siempre así, en ángulo recto, imprimiéndole en cada instante una nueva dirección, equivale a rotarlo. Completamos así de nuevo el consabido juego de tres expresiones: la unificadora es crecimiento "compuesto y continuo", las particulares son el crecimiento de ese mismo tipo pero "longitudinal" (e) o "perpendicular" (ei).

Estos dos descubrimientos, este bucear para descubrir la parte sumergida del iceberg, nos permite comprender por qué el efecto de ese diluye en un simple doblar la longitud del radio, sin que importe cuántas veces se repita la operación: doblamos el radio porque está ahí, porque en eso consiste cualquier multiplicación por un número, en dotarle de una cualidad, en transformarlo; sólo lo doblamos porque el esfuerzo restante del 2,718... se consume en hacerlo girar; y si la operación se repite en sucesivas ocasiones (tantas como ordene el exponente de e que acompaña a i), volveremos a doblar el radio, que seguirá ahí, ¿y no doblamos todos los radianes anteriores, todos los anteriores crecimientos rotacionales?; pues no, porque no queda gasolina para tanto, solo la hay para conseguir que el nuevo radián que se crea sea eso, un arco equivalente a un radio compuesto de infinitos cambios de dirección. 

De este modo, hemos dado respuesta a otras dos cuestiones que habíamos dejado abiertas a lo largo del camino. Habíamos visto que multiplicar un número por la unidad imaginaria i es dotarlo de la cualidad de estar rotado un cuarto de giro, pero nos preguntábamos de qué operaciones es síntesis esa transformación, esto es, cómo se i-suma, cómo se avanza ángulo a ángulo. Pues resulta que ese paso de tortuga se consigue con una operación superior, la multiplicación compuesta o exponenciación, pero “a la i”,  porque de este modo el efecto compuesto y continuo se gasta en garantizar el giro y el remanente es pura suma.

Es interesante entonces plantearse qué sucede si en lugar de multiplicar por ei se multiplica por otro número “a la i”, por ejemplo 2i. No hay que pensar que e tiene el privilegio de las rotaciones, aquí también se producirá un efecto de giro, pues lo que determina el mismo es el exponente, es decir, el adverbio que ordena cómo crecer. Lo que depende de la base (e, 2 o la que sea) es el quantum: cuánto se crece, hasta qué ángulo. Podemos adivinar que, si se multiplica por 2, ese crecimiento angular será menor que si se hubiera multiplicado por e. El problema es cuantificar la diferencia. Cuando la base es e, simplemente lo que sucede es que la cuantificación es más evidente, porque intuitiva y rápidamente asignamos el 2 a doblar el radio y el resto a obrar el giro. Cuando la base es otra, sin embargo, no hay que perder la esperanza, pues existe un truco que nos auxilia: consiste en expresar esa base en el estándar e, aunque ello nos obligue a fraccio-multiplicar por el mismo (como si se hubiera aplicado una tasa inferior al 100% o el efecto hubiera durado un tiempo inferior a la unidad). Y para adivinar en qué medida debemos fraccio-multiplicar, tenemos las tablas de logaritmos neperianos, que nos dicen precisamente a qué potencia, a qué exponente debe elevarse e para arrojar como resultado la base que nos interesa. Verbigracia, 2i se puede expresar como ei * ln(2) = ei * 0,693… Así que en vez de 1 radian, el ángulo crece aproximadamente 0,7 radianes, lo cual suena lógico.

En definitiva, lo que hemos averiguado de esta forma es que ei es el estándar, la unidad del crecimiento rotatorio, de la misma forma que e es la unidad de un crecimiento también compuesto y continuo pero longitudinal (al igual que 2 es la unidad del crecimiento compuesto pero no continuo, sino “dentado” y 1 es la unidad del crecimiento simple). Pura analogía y mutatis mutandi, a la postre. Todo muy jurídico.