El final de la entrega anterior de este folletín fue (confío
en que la amable lectora y el amable lector de este Blog convendrán en ello)
estremecedor, electrizante. Habíamos conseguido entender qué significa multiplicar
una cosa por el número e: se trataba,
como siempre que se multiplica, de transformar esa cosa, por la vía de aplicarle
un adjetivo (el número 2,718…), el cual a su vez sintetiza un conjunto de
operaciones hechas de determinada manera, es decir, conforme a ciertos
adverbios (se trata de hacer crecer algo a una tasa del 100%, o sea, multiplicarlo
por 2, pero de forma continua); alcanzado este logro, ¡planteamos el reto de
entender qué pueda querer decir hacer eso “a la i” (unidad del número
imaginario = raíz cuadrada de -1) y “a la
pi” (ya saben, 3,14159…, el nº de veces que la circunferencia contiene su
propio radio), como se nos pide en la identidad de Euler que vuelvo a
reproducir abajo!
Todo esto tiene, en efecto, un sabor de thriller, un aroma detectivesco. Hubo una época en la que me dio
por defender, hasta la obsesión, que el cuento de Cenicienta contiene un mensaje
epistemológico (véanse aquí algunos
ejemplos: Cenicienta y el matrimonio homosexual, Cenicienta y el aborto,
Cenicienta y Bankia, Cenicienta y los contratos blindados…). Lo hacía porque la
imagen del Príncipe, con la zapatilla en ristre, indagando sobre el paradero de
su amada, me recordaba la de un Sherlock Holmes, un Poirot o un Colombo
desentrañando un misterio. Y a su vez estos detectives son remedos del
científico que persigue una teoría. Yo mismo me divierto con estas pesquisas
sobre Matemática y Derecho (la comprensión de las cosas genera dopaminas, al
parecer por razones evolutivas), porque estoy en plena fase de investigación.
Ciertamente, antes de empezar la serie ya tenía mucho camino andado, pero no
diviso bien la cima, de forma que este proceso incluso a mí me intriga: en el
trabajo que hago entre capítulos y durante la propia escritura se me juntan
piezas del puzle y entiendo cosas que ante ni sospechaba, acercándome a la
resolución del enigma. (De hecho, debo confesar que corrijo texto de anteriores
entradas retrospectivamente.) Y, en este sentido, permítanme destacar que todo
detective, por mucho que parezca que se las dé de listo, no lo es. Lo de su
necedad o brillantez, es cuestión relativa, que depende del momento en que se
le mire el rostro: cuando la novela concluye, si termina bien, parece que fuera
algo espabilado, pero bien sabemos que noche tras noche estuvo perdido y se le
ponía cara de tonto en el espejo. Lo único que le levanta desde una situación
hasta la otra es un trabajo inmenso, más en mi caso porque soy tardo en la
comprensión de las cosas y sólo se explica mi empecinamiento por alguna razón
genética que me ata al estudio.
Así las cosas, como esto va de suspense, jugaré un poco con
él. A continuación les explico el efecto de multiplicar por eiπ, pero sólo contaré la razón después de ayudarme con
algunos arabescos sobre el arte de la abstracción, que es al fin y al cabo el
objeto de mi interés y el tema de esta serie.
La expresión eiπ se utiliza en un contexto de rotaciones
u oscilaciones. En concreto, ordena un movimiento a lo largo de la
circunferencia, cuya longitud sería igual a la mitad de la misma, lo cual
equivale a un giro de 180 grados, que nos sitúa en el número -1, como se puede
apreciar si llevamos el 1 del lado izquierdo de la ecuación al derecho.
Lógicamente entonces ei2π sería una vuelta completa y por tanto
equivalente a multiplicar por +1. Pero la ventaja de multiplicar por ei
se aprecia sobre todo en los pasos intermedios. Recordemos que la longitud de
la circunferencia es de 2π veces el radio. Por eso, los ángulos a
menudo se miden con una unidad, el radián, que es un arco de longitud igual al
radio. Así ei significa un giro de un radián, e2i uno de 2 radianes, etc. Esto es
chocante, porque e, no lo olvidemos,
es un número que vale 2,7128 más infinitos decimales. Cada vez que
multiplicamos por él estamos más que doblando algo y, si lo hacemos de forma
repetida o sucesiva (como mandan los exponentes), uno esperaría que el efecto
de ese super-doblar resultara compuesto… Sin embargo, aquí sólo se consigue una
suma sucesiva, que se resume en una multiplicación simple y no compuesta.
Multiplicar n veces por ei equivale a añadir un radián de rotación n veces.
Para explicar por qué, conviene -como
anunciaba- emprender una breve disquisición sobre la analogía, que nos servirá
de trampolín.
Una analogía es como un campo de juegos,
una simulación donde se testa el fenómeno que nos interesa mediante la
observación de otro que lo imita, pero resulta más accesible. Al desplegar una metáfora,
el estudioso es como un niño que mira embelesado su tren de juguete, mientras
éste atraviesa túneles y franquea montañas: desde la comodidad de su cuarto de
juegos, está en realidad entrenándose para la vida. Ahora bien, la gracia de
esto reside en los detalles: no basta detectar una similitud más o menos
general entre los dos fenómenos; es preciso identificar uno por uno los
componentes de ambas situaciones y cómo se entrelazan. En toda comparación, hay
tres juegos de piezas: los de las situaciones enfrentadas, teñidos cada uno de
ellos de sus particulares contextos, y un tercer set, que es el que abraza a
ambos, gracias a una formulación más delgada, que prescinde de todos los
aspectos accesorios y se queda con lo general (lo abstracto).
Un ejemplo muy ilustrativo de esto es la
analogía hidráulica de un circuito eléctrico. Juntamos con un cable los dos
extremos de una pila; cuando abrimos un interruptor, algo
hace que un motor conectado al cable se ponga en marcha. Lamentablemente, no
vemos lo que sucede dentro del cable, en el plano microscópico, pero podemos
reproducirlo a nivel macroscópico en un circuito hidráulico. Mediante una
bomba, subimos agua a un recipiente situado a cierta altura; abrimos un grifo
del tanque y el agua baja por una tubería gracias a la gravedad; por el camino
la corriente puede mover una pequeña noria. Aquí están pues los tres juegos de conceptos
de los que hablaba: hay un generador (la pila – la bomba), que hace trabajo
para vencer una fuerza (la atracción eléctrica entre cargas – la gravedad) y
por ende acumula energía potencial, tanto mayor cuanto más numerosas son las
unidades desplazadas (las cargas – las unidades de mesa) y la distancia puesta
de por medio (la separación entre cargas – la altura); cuando se libera esa energía (se abre el interruptor – el grifo), las unidades desplazadas tienden a
volver a su posición inicial, formando un flujo o corriente (de las cargas
eléctricas – del agua), de modo que la energía potencial se va transformando en
cinética, que se puede transferir a un dispositivo (al motor – a la noria).
Algo semejante vimos cuando hablamos de la versión adverbial de los números.
Nos quedamos observando cómo se podía sumar de forma nula, repetida, a medias,
de modo fraccional… y esto era como anticipar una multiplicación hecha con
arreglo a esos mismos complementos circunstanciales o adverbiales…
Pues bien, a veces sucede que un elemento
de un conjunto está medio oculto, porque se encuentra implícito y lo damos tan
por supuesto que no lo vemos. Esto dificulta el establecimiento de la analogía,
pero cuando lo destapamos, ese elemento que jugaba al escondite es
determinante: es precisamente lo que pone el foco sobre una mejor comprensión
del fenómeno. El ejemplo jurídico del caso La Manada tiene algo de esto. Recordemos que
la duda era si debía asimilarse el hecho enjuiciado a la agresión sexual (por existir
intimidación) o al abuso (por tener la víctima su voluntad anulada, como una
persona drogada, inconsciente o que padece una suerte de miedo reverencial). Hete
aquí que, en un momento dado, sin haber leído bien el Código Penal, me quedé pensando
como sigue: “Ah, pero todos los casos de abusos se caracterizan por algo más,
que se encuentra implícito. No es sólo que la víctima esté incapacitada para
expresar una voluntad contraria, además hace falta que la situación de
superioridad no haya sido generada por el propio delincuente: éste se encontraría con
una persona drogada o sometida a su poder y se aprovecharía, pero si hubiera
introducido la droga en un vaso o hubiera ganado su poderío mediante otra
maniobra, eso sería agresión”. Parecería razonable que así fuera: es igual de
grave escuchar una oposición y acallarla que cortar de antemano la posibilidad
de que dicha queja se manifieste, mediante un procedimiento (como pueda ser
drogar o encajonar a una mujer entre la pared y cuatro hombre fornidos) que es
sin duda ofensivo, agresivo y comporta un plus de reprochabilidad, de desvalor.
Hete aquí, sin embargo, que el Derecho positivo español dificulta este
planteamiento, porque el art. 181.2 del Código Penal reputa abusos los
cometidos “anulando la voluntad de la víctima mediante el uso de fármacos,
drogas o cualquier otra sustancia natural o química idónea a tal efecto”; esto
es, el Código presume que los delincuentes pueden haber drogado exprofeso a una persona y, sin embargo,
el hecho se continúa tipificando como abusos. Así que el argumento se vuelve
contra nosotros: los defensores de la Manada bien pueden alegar que, si se
prevalieron de una situación de superioridad predispuesta por ellos mismos,
esto es análogo a lo que describe el tipo del art. 182.1. No tiene demasiado
sentido, pero es verdad que este sinsentido está en el Código y lo ampararía el
principio de legalidad. Eso sí, de lege
ferenda habría que reclamar que se equiparen los castigos para las agresiones puras
y tales abusos precedidos de un acto deliberado de sometimiento de
la persona atacada.
Pero al menos el truco nos sirve para
mejor afrontar la comprensión del número ei,
pues aquí también tenemos nuestros elementos implícitos, que iluminan la
comprensión.
A uno de ellos nos referimos desde la 1ª entrega de esta serie: e es un número, es decir, un adjetivo y por ende acompaña a un sustantivo, esto es, un objeto. Ciertamente, este objeto es juguetón, está oculto. Pero para destaparlo, basta leer así la expresión: K * e, siendo este K la unidad (un solo ejemplar) de cualquier cosa concreta. En efecto, cuando multiplicábamos por e a secas estábamos estirando ese K, que entonces simbolizaba un capital de dinero. Ahora también estiramos un K, que es un radio. Así completamos el juego de tres expresiones, del que antes hablaba, y que anida en toda analogía: dos teñidas por el contexto (capital - radio) y otra general que las abraza (objeto que crece).
El 2º elemento implícito es un adverbio. ¿Cómo hacíamos crecer al capital K al multiplicarlo por e? Evidentemente, crecía en línea recta. Y dábamos por hecho que así debía ser. Pero no advertíamos que tal cosa sucedía porque seguíamos una instrucción que estaba disimulada. En realidad, la forma completa de la expresión es K * e1, lo cual revela que hasta hora hemos estirado el K, que es un número real, a lo largo de la línea de los números reales, dotándole de más de lo que ya tenía, prolongándolo en paralelo a su longitud. Ahora bien, si en lugar de un 1 colocamos i como exponente, entonces, comoquiera que i es lo perpendicular a 1, estiraremos el objeto de marras para dotarle de aquella dirección que no tiene, lo agrandaremos perpendicularmente. Y recordemos (lo explicaba en el Apéndice de la entrega 1ª) que tirar de un palo siempre así, en ángulo recto, imprimiéndole en cada instante una nueva dirección, equivale a rotarlo. Completamos así de nuevo el consabido juego de tres expresiones: la unificadora es crecimiento "compuesto y continuo", las particulares son el crecimiento de ese mismo tipo pero "longitudinal" (e) o "perpendicular" (ei).
Estos dos descubrimientos, este bucear para descubrir la parte sumergida del iceberg, nos permite comprender por qué el efecto de ei se diluye en un simple doblar la longitud del radio, sin que importe cuántas veces se repita la operación: doblamos el radio porque está ahí, porque en eso consiste cualquier multiplicación por un número, en dotarle de una cualidad, en transformarlo; sólo lo doblamos porque el esfuerzo restante del 2,718... se consume en hacerlo girar; y si la operación se repite en sucesivas ocasiones (tantas como ordene el exponente de e que acompaña a i), volveremos a doblar el radio, que seguirá ahí, ¿y no doblamos todos los radianes anteriores, todos los anteriores crecimientos rotacionales?; pues no, porque no queda gasolina para tanto, solo la hay para conseguir que el nuevo radián que se crea sea eso, un arco equivalente a un radio compuesto de infinitos cambios de dirección.
A uno de ellos nos referimos desde la 1ª entrega de esta serie: e es un número, es decir, un adjetivo y por ende acompaña a un sustantivo, esto es, un objeto. Ciertamente, este objeto es juguetón, está oculto. Pero para destaparlo, basta leer así la expresión: K * e, siendo este K la unidad (un solo ejemplar) de cualquier cosa concreta. En efecto, cuando multiplicábamos por e a secas estábamos estirando ese K, que entonces simbolizaba un capital de dinero. Ahora también estiramos un K, que es un radio. Así completamos el juego de tres expresiones, del que antes hablaba, y que anida en toda analogía: dos teñidas por el contexto (capital - radio) y otra general que las abraza (objeto que crece).
El 2º elemento implícito es un adverbio. ¿Cómo hacíamos crecer al capital K al multiplicarlo por e? Evidentemente, crecía en línea recta. Y dábamos por hecho que así debía ser. Pero no advertíamos que tal cosa sucedía porque seguíamos una instrucción que estaba disimulada. En realidad, la forma completa de la expresión es K * e1, lo cual revela que hasta hora hemos estirado el K, que es un número real, a lo largo de la línea de los números reales, dotándole de más de lo que ya tenía, prolongándolo en paralelo a su longitud. Ahora bien, si en lugar de un 1 colocamos i como exponente, entonces, comoquiera que i es lo perpendicular a 1, estiraremos el objeto de marras para dotarle de aquella dirección que no tiene, lo agrandaremos perpendicularmente. Y recordemos (lo explicaba en el Apéndice de la entrega 1ª) que tirar de un palo siempre así, en ángulo recto, imprimiéndole en cada instante una nueva dirección, equivale a rotarlo. Completamos así de nuevo el consabido juego de tres expresiones: la unificadora es crecimiento "compuesto y continuo", las particulares son el crecimiento de ese mismo tipo pero "longitudinal" (e) o "perpendicular" (ei).
Estos dos descubrimientos, este bucear para descubrir la parte sumergida del iceberg, nos permite comprender por qué el efecto de ei se diluye en un simple doblar la longitud del radio, sin que importe cuántas veces se repita la operación: doblamos el radio porque está ahí, porque en eso consiste cualquier multiplicación por un número, en dotarle de una cualidad, en transformarlo; sólo lo doblamos porque el esfuerzo restante del 2,718... se consume en hacerlo girar; y si la operación se repite en sucesivas ocasiones (tantas como ordene el exponente de e que acompaña a i), volveremos a doblar el radio, que seguirá ahí, ¿y no doblamos todos los radianes anteriores, todos los anteriores crecimientos rotacionales?; pues no, porque no queda gasolina para tanto, solo la hay para conseguir que el nuevo radián que se crea sea eso, un arco equivalente a un radio compuesto de infinitos cambios de dirección.
De este modo, hemos dado respuesta a
otras dos cuestiones que habíamos dejado abiertas a lo largo del camino. Habíamos
visto que multiplicar un número por la unidad imaginaria i es dotarlo de la
cualidad de estar rotado un cuarto de giro, pero nos preguntábamos de qué
operaciones es síntesis esa transformación, esto es, cómo se i-suma, cómo se
avanza ángulo a ángulo. Pues resulta que ese paso de tortuga se consigue con una
operación superior, la multiplicación compuesta o exponenciación, pero “a la i”,
porque de este modo el efecto compuesto
y continuo se gasta en garantizar el giro y el remanente es pura suma.
Es interesante entonces plantearse qué
sucede si en lugar de multiplicar por ei se multiplica por otro número
“a la i”, por ejemplo 2i. No hay que pensar que e tiene el privilegio de las rotaciones, aquí también se producirá un efecto de giro, pues lo que determina el mismo es el exponente, es decir, el adverbio que ordena cómo crecer. Lo que depende de la base (e, 2 o la que sea) es el quantum: cuánto se crece, hasta qué ángulo. Podemos adivinar que, si se multiplica por 2, ese crecimiento angular será menor que si se hubiera multiplicado por e. El problema
es cuantificar la diferencia. Cuando la base es e, simplemente lo que sucede es que la cuantificación es más evidente, porque intuitiva y rápidamente asignamos el 2 a doblar
el radio y el resto a obrar el giro. Cuando la base es otra, sin embargo, no hay que perder la esperanza, pues existe un truco que nos auxilia: consiste en expresar esa base en el estándar e,
aunque ello nos obligue a fraccio-multiplicar por el mismo (como si se hubiera aplicado una tasa inferior al 100% o el efecto hubiera durado un tiempo inferior a la unidad). Y para adivinar en qué
medida debemos fraccio-multiplicar, tenemos las tablas de logaritmos
neperianos, que nos dicen precisamente a qué potencia, a qué exponente debe elevarse
e para arrojar como resultado la base que nos
interesa. Verbigracia, 2i se puede expresar como ei * ln(2) =
ei * 0,693… Así que en vez de 1 radian, el ángulo crece aproximadamente
0,7 radianes, lo cual suena lógico.
En definitiva, lo que hemos averiguado de esta forma es que ei es el estándar, la unidad del crecimiento rotatorio, de la misma forma que e es la unidad de un crecimiento también compuesto y continuo pero longitudinal (al igual que 2 es la unidad del crecimiento compuesto pero no continuo, sino “dentado” y 1 es la unidad del crecimiento simple). Pura analogía y mutatis mutandi, a la postre. Todo muy jurídico.
En definitiva, lo que hemos averiguado de esta forma es que ei es el estándar, la unidad del crecimiento rotatorio, de la misma forma que e es la unidad de un crecimiento también compuesto y continuo pero longitudinal (al igual que 2 es la unidad del crecimiento compuesto pero no continuo, sino “dentado” y 1 es la unidad del crecimiento simple). Pura analogía y mutatis mutandi, a la postre. Todo muy jurídico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario