Sobre el post
anterior he recibido unos comentarios privados (¡lástima que solo algunos en el
propio Blog!) que contesto con gusto, pues además me dan pie a tratar tres
temas muy queridos: dos que (aviso) son muy técnicos, aunque intento hacerlos
amenos, y un tercero más metafísico, que curiosamente toma vuelo gracias a los
dos anteriores, en un sentido que (espero) resulte práctico.
El primer comentario es que me quedo a medias a la hora de
trasladar la idea que enuncio (todos los puntos de vista sirven para resolver
problemas, pero algunos son más reveladores) al plano de las Humanidades. En
efecto, es verdad que lanzo una ideas intuitivas al respecto (cuando se
contempla la Tierra desde la lejanía del universo y se piensa en ella como lo
que es, un paraíso excepcional donde ha surgido vida inteligente, todas las
guerras, todas las agresiones a la naturaleza, se revelan como una locura),
pero no entro en detalle sobre lo que al fin y al cabo es el objeto de este
Blog: cómo juega la analogía, cuál es la correspondencia entre cada uno de los
elementos del razonamiento de un físico (sistemas de referencia, dimensiones,
conceptos relativos o invariantes…) y los que maneja un abogado o un político,
en problemas más del día a día y menos dramáticos que la salvación de la Tierra.
Es curioso que, precisamente, el libro que estaba leyendo
mientras escribía aquella entrada y que menciono, a otros efectos, en la misma
(The origins of creativity, del biólogo
Edward O. Wilson) habla también de eso mismo: de cerrar el gap entre las Humanidades y las Ciencias, sobre todo logrando que
aquéllas se beneficien de los avances intelectuales de éstas… Pues bien, no
avancé más en esta línea porque en aquel momento no lo tenía del todo claro. Y
ahora tampoco, por supuesto, pero sí se me han ocurrido algunas cosas.
En segundo lugar, aprovecharé para hacer una incursión en el
ejercicio inverso, que consiste en utilizar el Derecho para iluminar problemas
científicos, tomando como ilustración otro comentario que también me han formulado.
Es llamativo que en las filas de los científicos el deseo de que la relatividad
(o cualquier otra teoría avanzada) albergue elementos misteriosos, susceptibles
de generar paradojas, no amaina. Veíamos en ese post anterior que la llamada Paradoja
de Andrómeda no es tal, porque tiene una explicación absolutamente
razonable. No obstante, esa explicación asume que nada puede viajar más rápido
que la luz. Y los amigos de enredar arguyen lo siguiente: supongamos que uno de
los observadores que se cruzan en la calle (en concreto, aquel a cuyo juicio el
ejército invasor no ha salido aún de Andrómeda) dispone de un arma “supraluminal”
(capaz de disparar proyectiles que viajen más rápido que la luz); así que él
dice que tiene tiempo para armar la Gorda, esto es, para matar al general y
abortar la orden de partida, y si dispone de algún tiempo y un arma rapidísima,
de efecto casi instantáneo, pues podrá conseguirlo, ¿no?; mientras que para el
otro amigo eso no es posible (a su juicio la orden ya ha sido emitida…); lo
cual nos llevaría a una palmaria contradicción y nos situaría ante la
inexorable necesidad de tirarnos de los pelos.
Por fin, utilizo esas enseñanzas como trampolín para abordar
lo que más me interesa, que es entender de verdad y sobre todo aplicar en la
vida práctica, la idea de que no somos el ego que llevamos puesto, sino el Todo
de marras.
Abordemos estas tres cuestiones, empezando por cómo el Derecho recibe los conceptos
relativos.
Imaginemos que una Sociedad tiene una filial 100%, que ya no
le sirve de nada y desea absorberla. Una posibilidad es iniciar un
procedimiento de fusión, que ciertamente la Ley (la pesadísima Ley de
Modificaciones Estructurales) simplifica, pero no deja de comportar
una burocracia excesiva, que uno querría ahorrarse. Así las cosas, a alguien se
le ocurre que puede conseguir el mismo efecto por una vía más rápida: disolver
la filial, sin liquidar sus bienes y adjudicando la totalidad de su patrimonio
al socio único.
Otro ejemplo: ahora lo que se quiere acometer es la
operación inversa, esto es, segregar una rama del negocio de la matriz (o la
totalidad del mismo) y aportarlo a una sociedad filial. De nuevo a estos
efectos la Ley ofrece llevar a cabo una operación de escisión, que exige un
cauce formal similar al de la fusión. Pero viene otra vez el listo de turno y
se plantea conseguir el mismo resultado por una vía más rápida: simplemente
aportar todos y cada uno de los elementos que componen el negocio en el marco
de la constitución o de una ampliación de capital de la filial.
Pues bien, a muchos no les gustan estos “trucos”. Algunos
mercantilistas aducen que de esta forma se está realizando un fraude de ley: si
la Ley establece que para llegar a determinado destino (ya sea desfilializar o
filializar un negocio) hay que seguir determinado camino procedimental, por
escabroso que sea, hay que ir por ahí y no es legítimo tomar un by-pass. En el plano fiscal, el problema
subyacente es que la “modificación estructural” ortodoxa tiene beneficios
fiscales y se discute si esa vía alternativa puede gozar de ellos también. Ante
ello, como era de esperar, Hacienda suele optar por la solución más gravosa
para el contribuyente: si usted se salta requisitos mercantiles, ya no está
haciendo una fusión o escisión y por ende tampoco goza de las ventajas que la
Ley fiscal anuda a esos conceptos. En definitiva, el Tesoro opina que las
“modificaciones estructurales” son conceptos “absolutos”: han de significar lo
mismo para un Registrador Mercantil que para un Inspector de Hacienda.
Naturalmente, esas tesis restrictivas son equivocadas. Son
“dogmáticas”, en el peor sentido de la palabra, porque se olvidan del espíritu
que anima a los conceptos de fusión y escisión, el cual es distinto en cada
contexto. Ciertamente, ambas disciplinas comparten una primera inquietud, que
es la de no impedir las reorganizaciones empresariales: si las sociedades mercantiles quieren agregar o desagregar sus negocios, por razones de eficiencia, eso es
bueno para la economía del país, por lo que no debe obstaculizarse. Pero a
partir de ahí sus caminos se separan:
- La Ley mercantil se encuentra ante la tesitura de que, si quiere facilitar las fusiones o escisiones, que implican una transmisión de activos, pero también de deudas, tiene que rebajar los derechos de los acreedores. En efecto, el régimen normal para transmitir deudas consiste en que se requiere consentimiento del acreedor. Pero como eso podía frustrar aquellas operaciones, el legislador se inventa un régimen alternativo: se le da al acreedor la oportunidad de conocer la operación y sus implicaciones y, si no se opone en un determinado plazo, aquella puede realizarse; si se opone, queda paralizada, salvo que se garantice su crédito. Ello exige que se publique la operación en los diarios oficiales (para que el acreedor pueda conocerla), que se ponga a su disposición determinada información financiera (para que pueda decidir con conocimiento de causa) y que quede suspendida la ejecución mientras el acreedor decide si se opone o no. En definitiva, se somete la operación a un procedimiento más dificultoso, pero porque también se concede a la misma un efecto privilegiado. Ahora bien, quien no necesita o no pretende beneficiarse de esos privilegios, tampoco tiene por qué soportar tales requisitos formales. Tal es lo que sucede cuando la sociedad no tiene deudas. O tiene pocas y se recaba el consentimiento de los acreedores. O tiene las deudas que sean, pero no se pretende conseguir la liberación de la sociedad transmitente, sino que se lleva a cabo lo que se llama una “asunción de deuda acumulativa”: yo puedo acordar con un amigo que este pagará mi deuda, a cambio de cualquier otra prestación que él me haga; como eso no me libera frente al acreedor, este puede reclamarme el pago, pero si lo verifico tendré un derecho de repetición contra mi amigo… En todos estos casos, como decía, no se necesita el efecto privilegiado que conlleva acogerse a un procedimiento formal de fusión o escisión y por tanto tampoco han de cumplirse las penitencias formales que conlleva dicho procedimiento y cuya razón de ser es precisamente establecer cautelas y compensaciones que compensan a los acreedores la derogación de sus derechos ordinarios. Como reza el brocardo latino: cessante ratio legis, cessat lex ipsa. (El tema tiene más matices, que comento en este artículo, pero esto es suficiente a nuestros efectos.)
- Por su parte, la Ley fiscal no tiene esa preocupación. Su único objetivo es ser neutral (exonerando del devengo de impuestos) ante cualquier reorganización que conlleve un movimiento de universalidades (de unidades o ramas de negocio) y que se realice por una razón empresarial legítima. Ahora bien, si tal resultado lo consiguen las partes por una vía formalmente trabajosa (porque también buscan con ello el privilegio de reducir los derechos civiles de terceros) o sencilla (porque no hay terceros afectados o tampoco se pretende merma alguna de sus derechos), eso a los Inspectores de Hacienda no les concierne.
Llegamos así al problema fundamental, que mantiene a tantos en
vilo: ¿cómo encaja esto con la teoría de la relatividad de Einstein?
Hombre, pues se puede establecer un símil que no queda mal.
Como explicaba en el otro post, dos
observadores que tengan distintos estados de movimiento discrepan sobre el
espacio y el tiempo que media entre dos eventos. Pero ambos están de acuerdo en
si los eventos “sucederán” o no, porque para llegar a esta conclusión combinan
sus respectivas mediciones de espacio y tiempo en una fórmula dada, que arroja
para ambos un resultado idéntico. Así se dice que espacio y tiempo son,
individualmente considerados, conceptos relativos, pero el concepto de espacio-tiempo,
que los agrupa a ambos y es el que resuelve el problema práctico planteado, es absoluto
o invariante. En nuestro caso, uno podría quizá decir que Derecho mercantil y
fiscal se enfrentan a problemas diversos, lo que explicaría su discrepancia
sobre los conceptos de fusión o escisión... Pero también cabe ver sus
respectivas apreciaciones como pasos intermedios para la resolución de un
problema conjunto. Como decía, es interés de la sociedad que no se entorpezcan reorganizaciones que
vivifican la economía. A este fin, Hacienda tiene, si lo piensa bien, la
perspectiva más cómoda: encaja en su concepto de fusión y merece la neutralidad
fiscal todo lo que sea un movimiento de unidades de negocio. Hacienda es como
el observador que está en los dos eventos considerados y por tanto solo tiene
que medir una cosa: el tiempo que media entre ellos. Por su parte, el
Registrador Mercantil lo tiene algo más difícil: él es como el observador que
en encuentra un primer escollo, una medición de tiempo sorprendente; en concreto,
él no llamará fusión a la operación que no siga el cauce burocrático
establecido en la Ley; pero a continuación mide otra cosa (lo que sería el equivalente del espacio): comprueba que no hay
razón para exigir que se siga ese cauce, porque no se necesita o se pretende el
efecto privilegiado, y por ende también él llega a la misma conclusión, que es
permitir la operación por el cauce ordinario.
Precisamente, las posturas dogmáticas que no alcanzan esta
conclusión son lamentables porque acaban causando un daño a la sociedad, ya que:
en el caso de Hacienda, se pone la proa (en forma de costes fiscales) a
operaciones que merecerían el tratamiento de neutralidad; y en el ámbito
mercantil, se retrasan y se encarecen operaciones que podrían consumarse antes
y de forma más barata.
Algo semejante ocurre en muchas otras situaciones que
requieren un tratamiento legal. Por ejemplo, en el post anterior llegaba a referirme a las guerras entre el Taxi y los
Uber/Cabify. Aquí cada grupo de interés empieza yendo a lo suyo y nada más: uno
quiere amortizar las licencias del taxi, que salieron muy caras; otros buscan
un nicho en el mercado, ofreciendo un servicio ligeramente diferenciado; los
consumidores desean bajar los precios y mejorar el servicio que reciben…. Ahora
bien, es preciso ver la cuestión como un problema único, que es el bien común.
Y entonces cada actor juega el rol de una dimensión y los distintos sistemas de
referencia u observadores son posibles sistemas de composición de intereses: en
uno se le da más juego al taxi, en otro a los alternativos, en otro al
consumidor, pero siempre el resultado debería ser el mismo, que todos ganáramos
porque la sociedad funciona mejor… Precisamente, el hecho de que al final se
estimara que la regulación del problema correspondía a las Comunidades Autónomas fue valorado por
algún comentarista (véase aquí)
como una oportunidad, por ese mismo motivo: de esta forma tendremos un banco de
pruebas, ya que cada región podrá hacer la composición de intereses de una
forma y veremos qué experimento sale mejor...
Toca ahora tratar el problema inverso, el de llevar el razonamiento jurídico a problemas
físicos, como el peliagudo asunto del proyectil supraluminal.
Esto se resuelve también con la máxima cessante ratio legis, cessat lex ipsa. Y no me arredra utilizar una
expresión jurídica para abordar un problema físico, porque me avala el
mismísimo Henri Poincaré. Casualmente hace poco, teniendo este texto en fase de
redacción, leía una nueva entrada en el Blog de
Eva Aladro sobre Poincaré y sus aportaciones al tema del
conocimiento. Poincaré fue precisamente precursor de la teoría de la relatividad
(hay quien dice que la inventó él) y además fue un estudioso multi-disciplinar,
empeñado también en reducir el abismo entre Humanidades y Ciencias. En ese
sentido, propugnaba sin rubor que se fomentara la enseñanza de las lenguas
clásicas, por considerarlas muy útiles
para establecer los esquemas mentales de los alumnos, que luego pueden
servirles para comprender la matemática o cualquier otra disciplina. Yo no sé
mucho latín, pero sí me pasa, cuando leo un texto jurídico, que la llegada de
un adagio en ese idioma, a modo de corolario de un razonamiento, siempre me
asombra, porque es la puntilla que acaba de convencerme sobre su bondad: tiene
la función de iluminar todo el discurso anterior y darle sentido, con cuatro
palabras categóricas.
Lo mismo pasa aquí: cuando la teoría de la relatividad nos
dice que “para un observador” un hecho aún no ha sucedido (entre el observador
y el evento media un espacio temporal), hay que ser consciente de por qué y
para qué lo dice, esto es, de la razón de ser de esa afirmación (su ratio legis); y cuando tales razones no
están presentes, no hay que seguir emperrados en que “hay tiempo para lograr o
evitar un suceso”, sino callarnos la boca, dejar de invocar esa ley (cessat lex ipsa) y reconocer que no
tenemos ni idea. Concretando, la teoría de la relatividad se enfrentó a un
problema (el tiempo es relativo) y le dio una solución muy pragmática, casi
jurídica: no pasa nada, porque lo que importa no es saber qué está sucediendo
en la lejanía como si lo viéramos con un visor mágico en el que la luz viajara
a velocidad infinita; en realidad lo único que necesitamos es saber si podemos
influir sobre eso que sucede a distancia, con los medios reales de que
disponemos, que son infraluminales o como máximo luminales (llamémosles
“luminales”); y para eso nos bastan nuestras mediciones relativas, las cuales
obviamente se efectúan con aparatos de igual naturaleza. Ahora bien, si me
cambia usted el guión y me pide un conocimiento mayor, deme también los
instrumentos para averiguarlo; si quiere saber cómo influir a distancia con un
proyectil supraluminal, incluso instantáneo, tráigame también un instrumento de
medición supraluminal, incluso instantáneo. Pero si no me lo da, lo honesto es
contestarle que las mediciones que hago con lo que tengo no sirven para
responder a su pregunta: sencillamente ni el Sr. A ni el Sr. B saben si hay
tiempo para freír con un disparo supraluminal al general de los alienígenas,
por mucho que uno dijera que “no hay tiempo (luminalmente calculado)” y el otro
que “hay tiempo (de la misma manera hallado)”.
Llegamos así bien pertrechados al tercer tema, que es el más
importante: una cuestión metafísica, pero que a la vez es muy práctica.
La cuestión fundamental de la espiritualidad, y hoy son
muchos los autores que lo ponen de manifiesto, es la de reconocer que no somos
el “ego”, sino la totalidad. Esa es la perspectiva superconveniente, la piedra
filosofal que conlleva la iluminación y traería consigo la paz interior. He
estado reflexionnado sobre qué rayos podría significar eso de sentirse uno como
si fuera el Todo.
Por lo pronto, se me ocurrió algo gracioso. Aconsejan los
autores que se medite pensando en la respiración o cualquier otra cosa que esté
ahí, pero que cuando (como inevitablemente sucede) llegan pensamientos
inoportunos (unos que simplemente te distraen, otros más puñeteros, como los
que te recuerdan errores pasados o te advierten sobre riesgos futuros y te
“aconsejan” que te sientas miserable o medroso, respectivamente) no nos
enredemos en rebatirlos o ahuyentarlos, sino que simplemente constatemos su
llegada, los dejemos pasar y volvamos a lo nuestro, al objeto de la
concentración. Esto es lo que proponen los psicólogos. Los metafísicos van más
allá e interpretan que, al dejar la copa vacía, al hacer así hueco en nuestro
espíritu, damos oportunidad a la divinidad, a la que teníamos acogotada con
tanta preocupación mundana, para manifestarse. El que medita sería siempre, de
esta forma, el Todo. Y la ocurrencia mía es que, cuando alguien dice algo que
nos importunaría, miremos ese pensamiento ajeno con la misma neutralidad e
indulgencia: no lo veamos como un ataque de otro ego, sino como un suceso
biológico, que en este caso viene de una mente ajena, pero por lo demás no es
muy diferente a los que nos asaltan desde la nuestra, pues tanto nosotros como
el individuo que ha proferido ese aparente ataque seríamos otra cosa distinta
de nuestros pensamientos (la misma cosa, por cierto).
Estos días también he visto este video, que guardaba hace
tiempo en el WhatsApp. En él el autor, Rupert Spira (un metafísico, un gurú o
como se le quiera llamar) propone más o menos la siguiente metáfora. Imaginemos
una chica que se llama Juanita, que está soñando que es Pepita y que va por un
bosque; pero también a la vez sueña que hay una tal Manolita que pasea por el
mismo paraje. Yo, para darle pimienta al relato, añadiría la posibilidad de que
estén celosas la una de la otra y se agarren de los pelos. Todo esto es curioso
porque en realidad Pepita y Manolita son creaciones de Juanita: son ella misma,
que ha tomado diversas formas oníricas y ve el mundo a través de ellas. De lo que
se trataría entonces es de que Juanita se despertara en su propio sueño y
siguiera disfrutando de la película, si bien ya siendo consciente de que todo
es una experiencia sensorial maravillosa, que obviamente resulta más placentera
si los personajes, aun difiriendo en perspectivas, aun condicionados por sus
respectivos vehículos biológicos, fueran conscientes de que, lo que es “ser”,
son lo mismo… y así establecieran entre ellos la debida concordia.
Profundizando también en el tema de la creatividad, otro
maestro, Eckhart Tolle, hace una interesante sugerencia en otro vídeo, que
también me llegaba por email esta semana. Dice el bueno de Eckhart que, para
desarrollar un arte, evidentemente hay que tener un cierto talento natural y
luego trabajar muchísimas horas. La creatividad no es cuestión, por tanto, de
pura inspiración sobrenatural. Ahora bien, Eckhart sugiere que, una vez
perfeccionado el instrumento, una vez tenemos ante nosotros a un excelente performer, ya sea un violinista, un
tenista o un jurista, no hay que tomarle a este demasiado en serio. La verdad
es que el vídeo se acaba (no estoy suscrito al canal, que es de pago), pero me
imagino a lo que apunta el autor: quien toca música, arregla la sociedad o
simplemente se divierte… es el universo, el cual de este modo toma conciencia
de sí mismo, a través de un instrumento que ha tenido el detalle de
perfeccionarse a sí mismo.
Obsérvese que todo esto a lo que conduce es a no exaltar al
ego, pero tampoco a despreciarlo ni negarlo. Lo valora en su justa medida, la
que exige su razón de ser, su objetivo práctico, su ratio legis. Si hoy tenemos un cerebro que puede observarse a sí
mismo con distancia, es porque hemos evolucionado en ese sentido y esa
evolución ha exigido precisamente la separación de la que ahora abjuramos. Filosofamos porque estamos aquí y no estaríamos
aquí si nuestras células no se hubieran organizado en organismos que compiten
entre sí por sobrevivir y conseguir apareamiento. Ahora bien, cumplida esta
función (estamos aquí), no hay que llevar las cosas más lejos. Tampoco nos
creamos que “somos” de verdad las personas, las máscaras desde las que
hablamos. No caigamos en lo que se llama la “ilusión de la separación”. No
“hipostasiemos” al ser humano.
“Hipostásis” es un término griego que significa la
“verdadera naturaleza” o el “verdadero ser” de algo. La expresión viene aquí al pelo, porque
nuestra verdadera naturaleza sería, conforme a esta tesis, la del Todo; en cambio, creer lo que creemos todos, esto
es, que somos el individuo, es un error: es dar carta de naturaleza (hipostasiar)
a lo que no lo merece.
Para ilustrar esto, me permitiré otro símil jurídico. De la
persona jurídica, se dice que es una ficción útil: sirve para asociar un
patrimonio y/o unos esfuerzos personales a un fin corporativo, ya sea lucrativo
o altruista, y todo ello normalmente sin comprometer los bienes personales de
los socios y estableciendo unas reglas de gobernanza. Ahora bien, cuando esas razones decaen, no
hay inconveniente en efectuar la operación denominada, con expresión tan
sugerente, de “levantamiento del velo”: si mi contraparte medio me engaña y en
lugar de contratar conmigo mediante la sociedad matriz de su grupo, constituye
otra filial ad hoc, insolvente, solo
para burlar mis derechos de cobro, el Juez puede advertir que existe “abuso de
la personalidad jurídica” y decretar la responsabilidad de la matriz.
Lo mismo se puede decir de las personas físicas. Nuestra
individualidad cumple un fin. Para cumplirlo, podemos y debemos preservar
nuestra auto-estima, rechazando o al menos desoyendo las voces internas y
externas que nos denigran. El instinto nos ayuda en ese sentido. Sin embargo,
cuando esos mecanismos biológicos empiezan a resultar contra-producentes,
cuando luchar por el éxito de nuestro ego se convierte en un obstáculo para la
felicidad propia y ajena, conviene recordar lo que al fin y al cabo es la
verdad: no somos, a la postre, más que células que se asociaron con otras y
fueron deviniendo progresivamente complejas. Nacer y perfeccionarnos es útil y
es placentero, pero no cambia lo que en esencia somos y seremos: polvo de
estrellas. El juego maravilloso de la evolución, a fuer de separarnos, nos ha
hecho hábiles; pero, una vez conseguido el objetivo, ya la separación pierde su
razón de ser. Ganado el enésimo Roland Garros, como Nadal hace unos días, hay
que mantener (como él hace) la ecuanimidad y seguir, nunca mejor dicho, con los
pies en la tierra. Cessante ratione
legis, lex ipsa cessat!
P.S. a modo de disclaimer:
¿Sirven estas reflexiones para darle a uno, en la vida real, esa ecuanimidad y
esa paz? No, puedo garantizar que no. La comprensión intelectual de estas cosas
no asegura todo eso, debe de hacer falta algo más. ¡Pero no perdamos la
esperanza de que eso también aflore!
Interesantísima como siempre la argumentación Javier. Yo creo que el Derecho es una fuente inagotable de pensamientos y en su raíz cristalizan verdades humanas profundas que a quien le gusta filosofar siempre le alimentan con razones bien asentadas. A mí me pasa como a ti, que encuentro en su base muchísimas ocasiones de acierto y de ensanchamiento de la libertad. A veces el derecho parece estar
ResponderEliminarescrito por un genio absoluto.
Es increíble, como reflejas tan bien, cómo puede conectarse con la relatividad y con la trascendencia. Pero esto solamente es patrimonio de personas muy muy cultivadas. Así que enhorabuena. Ojalá que estas discusiones las pudiéramos ver y tener por ejemplo en los medios o en las redes, en lugar de estar oyendo insensateces a diario.
Como siempre estamos en sintonía y totalmente de acuerdo en el escaso valor del ego estático y patrimonial en todos los sectores.. es una idea genial demostrarlo por la via jurídica como ilusión eficaz.... genial. Tomo nota de todo lo que recomiendas y de nuevo te felicito.
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