Antes de seguir con lo de las transformaciones matemáticas,
he decidido dejarlas tranquilas un rato, para hacer un inciso: un paréntesis precisamente
sobre la paz. En estos tiempos convulsos, el filósofo debe decirse: “bien, hay
problemas, reivindicaciones, discrepancias, afrontémoslos si desean ustedes,
pero no conseguirán turbar mi paz”. Y lo que es más importante: esto no hay que
objetárselo tanto a los demás, a los que gritan en la calle, como a uno mismo,
a ese piquete de personajes que suelen vociferar en el interior de la cabeza.
Unas voces advierten sobre peligros, para que nos preocupemos; otras nos piden
satisfacer deseos, como si nos fuera la vida en ello. A todas se las oye (esto
es inevitable: simplemente sucede), pero no necesariamente hay que pararse a
escucharlas y desde luego no hemos de permitir que nos alteren. Pues al fin y al cabo, es mucho más lo que
perdemos si les entregamos nuestra paz de espíritu. Eso sería como si uno saliera
a la calle con un gran tesoro en la mano y lo tirara a la alcantarilla al menor
contratiempo.
Lo paradójico es que, según dicen los expertos, merced a
esta receta, las cosas de la vida también evolucionan mejor: al final llegan
menos males y más bienes, como por arte de magia; la paz, trae debajo del brazo, nuevos territorios.
Mi muy querido cuento de Cenicienta lo ilustraba muy bien.
Cuando la muchacha se entera de que sus hermanastras se acicalan para acudir al
baile organizado por el Príncipe, donde elegirá esposa, la madrastra le hace
una jugada perversa: vendrás con nosotras, le espeta, solo después de recoger
los miles de lentejas que la muy capulla desparrama por el hogar. En este
trance, sin embargo, aunque Cenicienta llora como primera reacción, no
desespera y se aplica a trabajar. Mientras lo hace, sin darse cuenta, advierte
que miríadas de pajarillos acuden en su ayuda y completan por ella la ingrata tarea. Entonces
es cuando se presenta el hada madrina, que le da vestidos y carrozas y a partir
de ahí ocurre cuanto es sabido.
Desde una perspectiva religiosa, se afirma algo semejante.
Se predica: dale tus problemas a Dios y quédate en paz; trabaja (¡sigue con el
mazo dando, aunque estés rogando!), pero hazlo con alegría, porque, si te conmueves
y arrebatas (si, como se dice hoy, te estresas), Dios se sale del juego: es
como si las olas que generas con tu desasosiego crearan una pantalla en la que
rebota; pero si confías en Él, en el plan que tiene pergeñado para tu vida, Él y
sus ángeles (trasunto, obsérvese, de los pajarillos) moverán los hilos con
pericia, os guiarán a ti y a tu entorno para que las cosas casen. Y si las
cosas no casan o tardan mucho en casar, pues será que “no está de Dios” que así
sea, de forma que no hay razón para alterarse ante lo inexorable, no hay motivo
para dejar de disfrutar con alegría de la existencia, mientras dure.
Un ateo, sin embargo, advertirá: ¿para qué inventar hadas del bosque en el
fondo del jardín? No es preciso imaginar fuerzas sobrenaturales para explicar
lo que tiene una lectura racional. Se trata simplemente de que el subconsciente contiene un arsenal de recursos con los que puede ayudarnos y hay que dejarle
trabajar. El estado de relajación es campo propicio para que funcione, mientras
que la turbación lo bloquea. Los pajarillos y los ángeles valen como metáfora,
pero son en realidad agentes materiales.
A mí la verdad me vale tanto lo uno como lo otro, si
funciona igual, a efectos prácticos. Como dice el título de la peli del ahora
denostado, pero aún tan querido Woody Allen: Whatever works. La cuestión es, no obstante, si funciona igual lo
uno que lo otro. ¿Nos da tanta paz creer que tenemos a nuestro servicio a
fuerzas mágicas, o a un Dios todopoderoso, como leer Scientific American Mind, por mencionar una publicación que habla
de estas cosas? ¿Sin la fe en lo sobrenatural, no se pierden la ilusión, la
expectación, las mariposas en el estómago que mueven montañas?
Si escuchamos
por ejemplo al biólogo inglés Richard Dawkins, la respuesta es clara: en
absoluto. Según él, para sentir tranquilidad de espíritu y hasta un punto de
arrebato místico, basta contemplar la belleza del universo y lo pasmoso de la
vida y cultivar las emociones que ello genera. Hay una espiritualidad atea, que
puede llenarnos de gozo y de consuelo. Para ilustrarlo, en su libro El espejismo de Dios, pone como ejemplo
cómo él y sus amigos despidieron a un colega al que venció la enfermedad. Se
reunieron en una especie de servicio laico: pronunciaron discursos y se
emocionaron cuando uno de ellos tocó la gaita. Podemos imaginar al gaitero tañendo
su instrumento entre brumas y tocado él mismo con uno de esos “morriones”, esos
gorros altos de piel de oso que llevaban los granaderos y que tanto gustan a
los anglosajones...
Naturalmente, estoy de acuerdo con Dawkins. No estarlo es de
hecho una actividad de riesgo, porque el tipo tiene una lógica demoledora y un
verbo afilado. Pese a todo, añadiría dos cosas que no contradicen lo anterior,
una formal y otra de fondo.
En punto a formas, la elección de la ceremonia que nos
enganche es cuestión de gustos y por ende subjetiva: no hay nada escrito. Yo
respeto lo del gaitero, pero tampoco es un canon obligatorio, obviamente. Si en
cualquier religión encontramos imágenes o ceremonias que nos aportan paz,
bienvenidas sean.
La observación de fondo es que, por supuesto, cualquier
modelo debe pasar el filtro de la razón, no hay revelación que nos deba inducir
a hacer cosas que a nuestra razón repugnan, pero -sentado lo anterior- tampoco
es exacto decir que las hadas o los ángeles son un modelo de interpretación del
mundo “irracional”. La Ciencia no consiste más que en eso, en parir modelos que
no explican todo y ni siquiera pretenden explicarlo, aunque hoy por hoy
funcionan en la práctica. Esto lo argumentaba muy bien un tal Epstein en un
libro sobre relatividad (Relativity
visualized): en la antigüedad hubo uno que dijo que la Tierra se mantenía
en el espacio porque la sostenía un gigante y, bueno, lo cierto es que a partir
de ahí vivíamos tranquilos; luego Newton parió la idea de la gravedad como un
efecto que causa la masa y determina la posición de los astros; ahora -afinando-
se dice, con Einstein, que la gravedad la causa la curvatura del espacio-tiempo
y con eso se hacen cálculos cosmológicos muy exactos; pero falta aunar la
relatividad general con la cuántica y vaya usted a saber qué modelo nos depara
el futuro. El mensaje a retener es que los modelos de cada momento nunca dicen
cómo es todo, sino que ofrecen una metáfora y nos piden que funcionemos como si las cosas fueran así (el famoso as if…). El único requisito para validar
un modelo como científico es que no haya otro que, en la práctica, funcione
mejor: otro que resuelva más problemas de la vida real.
Sobre esta base, volviendo al tema concreto que nos ocupa,
el de la paz, yo lo que pediría es que el modelo tenga un componente afectivo y uno de dirección, por la sencilla razón de que eso funciona
mejor.
Reconozco que hay un mérito enorme en el filósofo estoico
que predica un desnudo amor al destino (el
llamado amor fati), sin
necesidad de adornarlo con nada más. Pero a mí, con eso, me falta un empujoncillo.
Para ilustrar esta carencia, acabo de hacer una búsqueda en
internet sobre aquella expresión y aterrizo en este sitio que a
su vez contiene dos citas:
Mi fórmula para expresar la grandeza en el ser humano es el amor fati [amor del destino]: no querer que nada sea distinto ni en el pasado ni en el futuro ni por toda la eternidad. No sólo soportar lo necesario, y menos aún disimularlo...sino amarlo.
(Friedrich Nietzsche)
[Es imprescindible] no querer nada más que lo que es. [...]Oh mi Dios, todo lo que proviene de tus diseños me conviene. Nada es demasiado pronto ni demasiado tarde para mí, si está en tu tiempo.
(Marco Aurelio)
En cuanto a la diferencia entre ambos textos, no le daría
demasiada importancia al hecho de que Marco Aurelio hable de un diseño y
sugiera la existencia de un diseñador. Lo que me importa es que habla con
alguien, al que se dirige con emoción. Quién sea y cómo sea ese alguien, me da más igual. Puede ser
simplemente el resto de la gente o el resto del universo, pero en todo caso es
algo con lo que se mantiene un diálogo cálido, a veces con los sentidos y quizá también de forma inconsciente (conectando con el inconsciente colectivo,
por canales que hoy por no conocemos bien, pero podrían existir). Y luego está la fe en que lo que trae el
destino nos conviene, ha de ser a la postre un bien. Todo ello está implícito
en la idea del amor al destino, pues ésta sin querer denota un cuerpo al que abrazar
y que nos devuelve amor, pero no está de más explicitarlo en el modelo:
deberíamos amar nuestra suerte como si fuera alguien y como si fuera alguien que nos
corresponde con su amor. Así visto, da más paz.
Y, si no tenemos prejuicios antirreligiosos, podemos
adornar la idea con citas de maestros, en el bien entendido (ocioso es decirlo)
que esto no comporta que condenemos el matrimonio homosexual ni la
despenalización del aborto… Jesús habló de no tener ansiedad por el mañana, de
vivir al modo de los lirios o los pájaros del campo. A Pablo, cuando visitó Filipos, le
dieron una buena paliza y lo encerraron en una mazmorra, pero pasó la noche
bien, cantando alabanzas a su suerte y al Señor, hasta que a la mañana
siguiente un terremoto abrió las puertas de la prisión. Y definió su sensación nocturna, que tan bien le funcionó, como una “paz que supera…” Lo que supera, en el original griego, se llama
noûs y admite dos interpretaciones.
La que ha prevalecido es la superlativa: a quien rebasa esta paz es a nuestro
entendimiento; esto es, estamos ante una paz tremebunda, que nos deja pasmados.
La otra lectura es que la paz vence a su oponente, que son los pensamientos. La
verdad es que, si investiga uno sobre el significado del término en la
filosofía griega, parece que la primera interpretación sea más plausible,
porque con noûs se alude a las
facultades superiores del intelecto, cercanas al alma. Sin embargo, me gusta la
segunda lectura, porque -aunque sea de chiripa- apunta a lo que probablemente
mata la paz. Resulta que, al parecer, nuestro cerebro funciona por defecto (es
el llamado default mode) tocando las
narices, para cabrearte contra el destino. La meditación, que proporciona el
antídoto, consistiría en hacer uno acto de presencia para pillar in fraganti a ese default mode y simplemente observar: “ah, es él otra vez…”Puedo afirmar que algo, algo, esto me está funcionando, mas se requiere esfuerzo y disciplina para consolidar el hábito. ¡Sigamos trabajando!
Muy bonita entrada con esa pizca de genialidad que añades a las teorías frías y racionales para conseguir la paz. Estoy completamente de acuerdo en que somos nostros mismos los que nos alejamos de la felicidad con nuestros anhelos y ansiedades, y que nos desplazamos de nuestro centro esencial sin darnos cuenta, lo que nos hace impacientes e infelices, además de generar conflictos sin cuento. Desde luego, meditar, que antes era simplemente lo que los budistas llaman "samosa", "contentamiento", es fundamental: afectivamente, notar todo cuanto recibimos y hemos recibido, y dejar de perseguir la luna de un modo que nos hace agresivos e insatisfechos eternamente...Gracias Javier!
ResponderEliminarMuchas gracias a ti, Eva. He leído el post al cabo de un tiempecillo, cuando ya he perdido bastante de la paz que me estaba trabajando y es curioso que se lee uno mismo a sí mismo como si leyera a alguien que sabe, pese a que sabe que no sabe nada... ¡A seguir trabajando, pues!
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