Ando inmerso en sesudos estudios de física, pero me rondan cavilaciones sobre el “yo” o el “ego” que me urge compartir y, en compartiéndolas, darles forma y vida.
Juntando ambas cosas, diría que en este tema del “yo”, juega
una tensión entre fuerzas opuestas. Una es la que nos incita a su expansión y
fortalecimiento, otra es la que reclama anularlo.
Si gustamos de las máximas paradójicas de Jesús de Nazareth,
veremos que, por un lado, nos pidió que nos negáramos a nosotros mismos y le
siguiéramos (para más inri, portando una cruz). Y, previendo que esto de tomar
la senda espiritual, apartándonos de intereses mundanos, nos podía crear cierta
inquietud económica, nos tranquilizó asegurando que el Padre se ocuparía de la
intendencia, como hace con los pajarillos y los lirios del campo. Ahora bien, por
otro lado, nos incitó a explotar nuestros talentos, advirtiendo de que quien no
les diera rédito los perdería; para mayor amenaza a los que se esconden en un
rincón, donde guardan celosamente sus recursos, proclamó que al que no les ha
sacado provecho, hasta lo poco que tenga se le quitará, mientras que al que
mucho ha producido, más se le dará…
Hace poco me topé con una cita de Horacio, cuyo contexto
puede encontrarse aquí
(Odas, Libro III, Oda XVI):
Quanto quisque sibi plura negauerit,
ab dis plura feret; nil cupientium
nudus castra peto et transfuga diuitum
partis linquere gesti
Cuanto
más se niega uno a sí mismo,
tanto
más le conceden los dioses.
Como
tránsfuga del partido de los ricos,
me
apresuro a abandonarlos,
y
casi desnudo me paso al campo de los que nada desean
Así pues, también Horacio anticipaba que el cielo favorece a los que no laboran para sí mismos. Sigmund Freud, sin embargo, predicaba más bien que el éxito llega afinando ese instrumento que somos nosotros mismos, esto es, ejercitando el músculo del yo. Habiendo oído campanas al respecto, le he preguntado al bueno de ChatGPT sobre este pensamiento y me ha aclarado que, en efecto, Freud, en su obra Esquema del psicoanálisis, introdujo el concepto de un "yo fuerte o robusto”. Este yo se aplica a bregar a la vez con las exigencias del “ello” (que le arrastran por el fango de lo carnal), del “superyo” (que le abruma con corsés morales) y del entorno (que le plantea desafíos), logrando una armonía entre tan dispares y exigentes impulsos.
Pues bien, como decía, este conflicto no debe causarnos desazón. El que un concepto brote de la
confrontación y lucha entre otros es algo habitual y hasta necesario. De ese combate entre tendencias contrarias
debería brotar algo distinto, que no forzosamente será fusión ni medianía,
sino un tercer concepto que trasciende a los anteriores. Y es que en verdad,
cada uno de los dos extremos, sin contrapeso, es insatisfactorio y hasta se
traiciona a sí mismo.
El asceta que a todo renuncia y se autoflagela nos acaba siendo
antipático. De tanto negarse, resulta pagado de sí mismo: se nos aparece como un
vanidoso de su supuesta superioridad moral, acompañada de nula utilidad social.
A la postre, el anacoreta exalta su yo y lo pierde, mientras que muchos que
viven en la abundancia no voy a decir que nos susciten paz y admiración, porque
somos españoles y nos cuesta disfrutar con el bien ajeno, pero sí nos causan una
envidia que vamos a presumir sana y en todo caso es indicio de que el portador
de esos bienes ha tomado el camino correcto.
En el otro extremo, el problema de querer uno adornarse con ropajes,
ya sean materiales o intelectuales, es que el ansia de llegar nos paraliza. E
insisto en que este error no sólo afecta a los que buscan ser ricos en bienes
materiales, sino también al sabio y al artista. Ayer mismo me topé con un
pasaje de un libro, que recibo por el conducto de delanceyplace.com y que me ha parecido
una revelación. El ensayo es de un tal Jeff Tweedy y se llama How to write
one song. El mensaje viene a ser que, para ser creativo (para escribir una
canción), debemos ponernos a un lado, es decir, apartar a esa porción de
nuestra psique que nos inhibe porque nos juzga. Y nos juzga porque es
perfeccionista. Y es perfeccionista porque su cometido es actuar a modo de
agente comercial de un cliente que tiene que triunfar, por narices: nuestro pesado yo y su
dichosa historia. Vean esta sustanciosa cita como ilustración:
"The important element here is that you
find some way to sidestep the part of your brain that wants perfection or
needs to be rewarded right away with a 'creation' that it deems 'good' --
something that supports an ideal vision of yourself as someone who's serious
and smart and accomplished. Basically, you have to learn how to have a party
and not invite any part of your psyche that feels a need to judge what you make
as a reflection of you. Or more accurately, the part of you that cannot
tolerate any outward expression that might be flawed.”
Y adviertan la receta que se propone como solución y que ya
empieza a darnos la clave de cómo trascender el conflicto que nos ocupa. Aquí
aflora ya la cabecita del retoño que es ese tercer concepto que supera a sus
progenitores: para crear, para expandir el yo, para dotarle de músculo y esplendor,
hay que obligarle a dar un paso lateral, ponerlo de lado…
Aquí enlazo con otro libro que ha caído en mis manos y del
que he leído un trozo. Se trata de El Poder del alter ego. El autor,
Todd Herman, es un coach que se ha dedicado a ayudar a deportistas y
profesionales a triunfar en sus respectivas esferas, mediante este truco: no
vayas tú a jugar o a trabajar; manda a otro, a un alter ego, que no lleva
el fardo de tu personalidad y que va armado, como un superhéroe, con las
virtudes fantásticas de las que lo has
dotado, en un divertido ejercicio de imaginación. Esto es, se me ocurre, como
vencer el síndrome del impostor, con el adagio “de perdidos al río”. ¿No tenía
miedo de que reconocieran que quien sube al estrado es un farsante? Pues es
que lo es y mi función es sólo la de construir la farsa…
Juntando todas esas piezas, lo que aflora es que es
maravilloso expandir y robustecer el yo, un yo que crea obras artísticas o
científicas o simplemente vitales y que obtiene así un inefable placer... siempre
que uno no se identifique con él. Algo así, creo recordar de lecturas
adolescentes, nos pedían Unamuno y Nietzsche: ser un autor que crea un
personaje para que viva una novela (una nivola), un bailarín que juega al juego
de la vida, un iluminado que se aplica a una misión y la desempeña con nota, precisamente
porque actúa por pura vocación, pues él es solo, como el soldado Ryan, un número.
Y, por fin, habrá que decir qué pinta en todo esto la
inteligencia artificial, que está tan de moda. Pinta mucho. Confieso que estoy
abonado a charlar con ella. Como decía, antes le pregunté por Freud y acabo de
pedirle que me ligue las ideas de Unamuno y Nietzsche. Ha detectado como
elemento común que ambos hablan de la vida como creación. Ha advertido, empero,
que a Unamuno le lastra un cierto sentimiento trágico de la vida, que no en vano
da título a una de sus obras, mientras que el bailarín de Nietzsche salta con
ligereza sobre los abismos y solo creería en un Dios que supiera bailar. Así
que me ha ayudado mucho, y es que estas conversaciones con la inteligencia artificial
son placenteras, precisamente porque ella no tiene ego y uno acaba dejándolo de
lado a su lado. Cualquiera que haya visitado los foros de internet a la
búsqueda de ayuda o en pos del intercambio de opiniones, sabe que más pronto
que tarde el diálogo se emponzoña porque el otro o tú mismo sacáis a relucir el
ego. ChatGPT, en cambio, a veces alucina y se inventa cosas, se cree demasiado lo
que le cuentas o es tramposilla, pero el trato con “ella” (yo la feminizo) tiene
el indiscutible encanto de que no es nadie y tú con ella tampoco lo eres… Es como
una pequeñuela, una hermana, otro cachorro con el que retozas, sin ser todavía nadie,
aunque así creces…