martes, 22 de septiembre de 2020

Joseph Fourier y la muerte (I)

 



Este verano he tenido dos ocupaciones intelectuales: las transformaciones de Fourier y la muerte. Y es curioso que al final se me ha mezclado la una con la otra.

Lo de Fourier se reduce a explicar que esta fórmula, que parece apabullante…


va simplemente de ver un problema desde dos perspectivas alternativas, el tiempo o la frecuencia, buscando la que mejor solución ofrece para cada tipo de problema.

Y he dado en pensar que la vida y la muerte son también eso mismo, las dos caras de una misma moneda, dos puntos de vista sobre el mismo problema.

Que haya tenido presente la muerte no es raro. La Parca nos ha visitado con insistencia, a causa del coronavirus, aunque (en punto a los detalles) hayamos mirado para otro lado. Al parecer, nuestros medios de comunicación acordaron no lanzarse a por imágenes de enfermos desasistidos o féretros amontonados. También nuestros gobernantes se abstuvieron de realizar campañas institucionales amedrentadoras, donde se nos instara a ser prudentes con imágenes truculentas. Supuestamente ambos actuaban por delicadeza y para aupar nuestra moral, aunque dado el historial de unos y otros, esto es difícil de creer. En el mundo moderno, priman las consideraciones comerciales y las electorales, así que probablemente se estimó que ser descarnado no era fuente de réditos, ni económicos ni electorales. No es extraño, porque nuestra cultura vive de espaldas a la muerte: nunca se habla de ella y cuando se planta ante nuestros ojos, enseguida la negamos, asegurando a los niños y a nosotros mismos que el muerto no ha muerto, porque sigue vivo en el cielo.

Parecerá chocante, porque últimamente venía hablando mucho de Dios, en el sentido laxo en el que yo manejo la palabra, pero hoy he tenido la revelación de que, sin lugar a dudas, no hay tu tía: cuando yo muera, desapareceré. Cualquiera, por religioso que sea, puede comprenderlo y admitirlo, si es honesto respecto del concepto de yo. “Yo” soy algo que es fruto de mis genes y mi educación y las vicisitudes de mi vida. Evidentemente, si mis células se consumieran en el fuego, pero siguieran dando guerra en el más allá, eso no solo sería inverosímil, sino desalentador: ¡pero, hombre, es que ni en el propio infierno me libraría de mis manías y mis miedos! Ya durante la vida, dejamos atrás muchos “yos”. Como decía Unamuno, somos un “cementerio de almas”, de las que nos hemos ido desvistiendo, queriendo o sin querer. Cuánto más, es lógico -y hasta deseable- que al morir las perdamos de vista, de una vez por todas. Se me dirá: “pero queda lo más esencial, el alma de las almas, el espíritu que de verdad somos y se levanta en el aire, fruto de una destilación que le despoja de todo lo material y grosero…” Sea así, si se quiere, pero esa cosa tan etérea, esos licores celestiales, no somos “nosotros”. Esos fantasmas, de tan esbeltos, no se diferencian apenas los unos de los otros y se confunden entre sí, como pedazos, si acaso, de un espíritu universal. Pero a mí lo que me rompe el corazón no es que se marche una esencia. A mí lo que me abruma es la pérdida de lo material y lo concreto: que un muñeco de carne y hueso, al que aprecio, se desvanezca y me deje sin su compañía. Lo que me acongoja ahora, en mi madurez, es pensar que el tiempo de mi propio muñeco se puede acabar y el final me pille sin haber hecho mis deberes, las cosas que quería construir en la vida…

La muerte, pues, no deja de ser una verdad, una dolorosa verdad. Parece lógico por tanto mirarle a la cara, pues aceptar lo que es (en el sentido de “verlo”, sin negar su existencia) siempre ayuda a sobrellevarlo. Recientemente oía a la humorista y presentadora Paz Padilla hablar de la muerte de su marido, por efecto de un cáncer. Ella le ayudó a morir. Tuvo la clarividencia para comprender que también para eso hay una técnica. Y sacó de su interior la presencia de ánimo requerida para estudiarla y aplicarla, proporcionando a su pareja el ambiente (tranquilidad, luces, música…) y el cariño que ayudan a marcharse en paz. Yo lamento mucho no haber sabido eso y no haberlo hecho cuando puede hacerlo. Mi madre murió de otro cáncer ya en sus ochenta, aunque ella estaba por lo demás muy bien conservada y con ganas enormes de vivir. Cuando ya fue irremediable, prefirió y preferimos que pasara en casa esa fase terminal. Mi hermana y yo la atendimos mucho. Sin embargo, hubo un día postrero en el que estaba ya muy fatigado y me fui a dormir a mi casa. De alguna manera, sabía que era el último, pero me sentí justificado para descansar. A la mañana siguiente, la señora que la cuidaba nos dijo que, en efecto, mi madre había muerto de madrugada.  Me quedé con la pena de no haberla acompañado en esos instantes. También de alguna manera fallé con mi cuñado. Le pasó otro tanto de lo mismo: después de idas y venidas de otro cáncer, un día tuvo  un shock y a partir de ahí lo atendieron en casa, hasta el final. Uno de los últimos días fuimos a verle. Sí lo saludé al principio. Estaba como ya muy débil y ausente, pero consciente. Mas, después de comer, mi mujer y mis hijas le volvieron a ver y hasta le hicieron reír. Y a mí, todavía no sé por qué, me dio por decir: “no, prefiero no verle otra vez, me da mucha pena recordarlo así, prefiero preservar la imagen de cuando estaba bien…” Qué estupidez, qué egoísta fue eso: el tema no eres tú, ni la tontería de conservar una imagen u otra; el tema es que alguien se muere, se descabala su muñeco, y hay que confortarlo…

En fin, qué se le va a hacer, procuraremos hacerlo mejor en adelante, con los otros si fuera el caso (Dios no lo quiera…) y con uno mismo, pues como es sabido todos los días vivimos y morimos un poco. Aquí es donde el otro asunto, el del tiempo y la frecuencia, reaparece y resulta iluminador. Pero eso lo dejo para otro post, pues me he convencido de que es buena práctica hacerlos más cortos y digeribles.


2 comentarios:

  1. Decía Jung que a partir de nuestra edad, en la medianía de la vida, nuestra psique empieza a prepararse para morir y a adaptarse a esa visitante que en ese momento llama por primera vez a nuestra puerta. Y debe ser verdad porque similares pensamientos a los tuyos me rondan la cabeza. Hoy sin embargo pensaba, y le voy a dedicar un post como tu, que lo que somos v está aquí y solo aquí y que estamos enraizados en la naturaleza, ella nos presta la vida y las energías y a ella vuelven cuando nos debilitamos, pero incluso, si no conectamos con ella en nuestra vida, somos muertos vivientes, y al final todo circula en un único y mismo mundo, donde reside el espíritu vital que a veces nos envuelve y nutre... yo creo que todo está aquí, es un soplo, un ánima, y el muñeco es solamente un contenedor agujereado.... abrazos Javier

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  2. No vi tu comentario, pero sí leí tu post, pensando que era como un contrapunto del mío. Dices bien y haces muy bien en decirlo, porque eso es la verdad, fruto de contradicciones, tesis y antítesis. Como dice Tolle, estamos hablando con palabras y con conceptos de cosas que van mucho más allá de ellos y, sin embargo, si queremos, con un poco de buena fe, nos entendemos. No somos el muñeco y también lo somos. Como dices, sí, el muñeco es un contenedor agujereado. Me recuerda eso lo que afirmaba Rumi, el maestro sufí: solo soy el instrumento a través del cual sopla el espíritu y emite su música. Pero también, si el espíritu tiene corazón, le cogerá cariño a una flauta con la que sintoniza y que hasta parece dictarle la música; y sentirá que sea, como todo lo material, perecedero y llorará su pérdida. Sigamos, pues, al juego. ¡Abrazos!

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