lunes, 4 de diciembre de 2023

Analogía, amnistía y éter

Ya he dado en otros posts mi opinión sobre qué es el conocimiento: a la postre, no es más que analogía y metáfora. Aquí hablaré de un libro que estoy leyendo, que comparte (y me congratulo de esto) esta visión general, aunque le faltan (y también me congratulo de ello) algunas de las ocurrencias que he tenido para apuntalar esa tesis y a las que volveré, ilustrándolas con dos ideas: una de actualidad política, el manido (y no por ello menos candente) tema de la amnistía; otra de ciencia, cual es la confirmación de que, frente a lo que está de moda afirmar entre los científicos, la geometría es lo que es porque refleja lo que medimos, que a su vez viene condicionado por efectos físicos. Esto último es muy importante para mí, porque me ratifica en la idea de que el éter existe.

La analogía como combustible del pensamiento

El libro al que me refería se llama Surfaces and essences y tiene como subtítulo el de Analogy as the fuel and fire of thinking.

Para mi gusto, los autores lo podían haber hecho un poco más ameno, mediante algún hilo conductor que creara suspense sobre qué vendría después, pero la obra está muy bien, en cualquier caso, pues defiende su propuesta (el conocimiento es analogía) con ardor e ingenio. Y, en particular, me ha hecho gracia cómo observa que los detractores de esta idea a menudo, inadvertidamente, la intentan refutar ¡con analogías!

Esto sucede porque este fenómeno está tan enraizado en las palabras y los conceptos (nuestros útiles de pensar) que no nos damos cuenta de ello.  Vean si no esta cita del Leviathan del gran Hobbes (leyendo, por cierto, la página de Wiki sobre él, se comprende qué interesante persona fue):

[T]he light of human minds, is perspicuous words, but by exact definitions first snuffed and purged from ambiguity; … [M]etaphors, and senseless and ambiguous words, are like ignes fatui; and reasoning upon them is wandering amongst innumerable absurdities.

La ironía de esta frase es que, para despreciar las metáforas, al insigne autor inglés no se le ocurre mejor estrategia que lanzarse de cabeza a utilizarlas. Según él, las palabras bien definidas son “la luz de la mente humana” (the light of humand minds), pero estoy seguro de que su propia cabeza no brillaba literalmente como una bombilla cuando tuvo tal revelación. Y, para estar bien definidas, las palabras deben ser “purgadas” (purged), mas ¿acaso alguien ha sido capaz de agarrar un vocablo, hacerle beber un laxante y librarlo así de impurezas? En cambio, las metáforas serían “fuegos fatuos” (ignes fatui)… ¿quiere esto decir que los poetas acuden a los cementerios para cazarlas a lazo? Por fin, esas mismas metáforas nos dejarían “vagando” (wandering) entre absurdeces, aunque no nos movamos de la silla…

A mí esto me recuerda lo que me sucede en los foros de física. Me echan por emplear analogías y, como sentencia de condena, alguien me dijo: “forget analogies and learn physics”. El buen señor no sabía que en español aprender viene del término latino apprehendere, que se traduce (en español ibérico) como “coger”. La palabra condensa pues una metáfora en la que el conocimiento se toma con las manos, se atrapa... Así pues, si el tipo era enemigo de cualquier analogía y solo hablaba literalmente, ¿me estaba insinuando que agarrara el libro de física y lo apretara contra mi pecho o acaso (peor me lo ponen) lo “cogiera” en el sentido del español latinoamericano? Madre mía, ¡qué mente la del sujeto!

Pero es que acabo de buscar la etimología de la palabra inglesa learn y resulta que atesora una metáfora todavía más bella. Según este sitio, learn procede de unos términos protogermánicos (leren, lernen…),  que significaban to follow or find the track, es decir, “seguir la pista”.

Esto ha sido una coincidencia feliz, pues viene a confirmar el core (otra metáfora: el hueso de la fruta, el corazón) de mi filosofía: he proclamado que las llamadas pomposamente dimensiones del mundo (el tan cacareado “espacio-tiempo”) no son más que las mediciones que obtenemos con ingeniosos instrumentos y nos sirven, como a un detective o a un sabueso, a modo de pistas para “resolver un crimen”, esto es, dar una respuesta a problemas prácticos, a menudo jurídicos…

Durante mucho tiempo he venido adornando esta idea con un bonito símil, hasta que yo mismo llegué a aborrecerlo, de tanto abusar de él: las dimensiones son como la zapatilla de Cenicienta, es decir, una huella, una pista que el Príncipe (el detective, el investigador, el científico) astutamente emplea para llegar a aquello de lo que el zapato es molde o analogía, es decir, para atrapar a la chica que lo calza en su bonito pie, y esto no tanto porque Cenicienta sea la “realidad”, sino porque es la solución al problema práctico que se le planteaba al buen muchacho, que era encontrar compañera adecuada para desempeñar tan delicado e ingrato oficio (al menos hoy) cual es el de ser monarca…

Qué es el fuego

Tienen pues razón los buenos de Hofstadter y Sander (los autores de aquel libro) cuando indican que la analogía es como el combustible que prende fuego al pensamiento y levanta una hoguera de ideas. Ahora bien, ¿qué es el fuego? A mí me produjo satisfacción cuándo supe en qué consiste: es un gas, esto es, son átomos que (gracias a un aporte de energía) rompen sus enlaces y se mueven libremente, solo que se mueven muy rápido y por eso queman. Del mismo modo, es interesante conocer el detalle, el mecanismo por el que funciona la analogía y ahí yo me precio de que esta señora me haya entregado algunos de sus secretos.

Uno de ellos es que no comparamos cosas sino estructuras, esto es, grupos de elementos interrelacionados entre sí. Esto significa que los dos polos de una comparación tienen que tener esa misma lista de elementos y deben organizarlos conforme a una misma regla, mutatis mutandis.

Otra idea es que entre las características de los dos polos hay unas que son relevantes para la analogía y otras irrelevantes. Esto sí que lo menciona aquel libro, aunque un poco de pasada, y en todo caso yo insisto en cuál es la clave o fórmula mágica para distinguir lo esencial de lo accesorio: importa lo que importa para el espíritu de la cuestión, su razón de ser, su ratio legis, que es en realidad una cosa bien corpórea, es el objetivo práctico perseguido.

Una tercera aportación es que a menudo en estas listas hay elementos huérfanos que no parecen tener correspondencia en el otro lado. Normalmente sucede que los vemos en el polo que es más complejo, pero de forma borrosa, y no los percibimos en el simple, porque los damos por descontados. Pero cuando detectamos el equivalente simple de lo complejo, esto resulta muy iluminador.

La cuarta es que la analogía es un método perfecto para hacer demostraciones. Así, por ejemplo, mirando lo que sucede al tren de juguete podemos probar que lo mismo sucederá al de tamaño real. Es más: si uno sabe jugar adecuadamente con el mutatis mutandis puede demostrar lo contrario: que lo que acaece en un lado no debería ocurrir en el otro.

Por fin, y no hay quinto malo, una observación importante es que existe una especie de regla de traducción para encontrar las correspondencias. Esta regla es importante porque la mente tiende a buscar en el polo nuevo o más novedoso lo mismo que halla en el de toda la vida.  Para vencer esta inercia o pereza mental, hay que estar atento a esa regla que viene a ser del estilo de: "donde en A buscas eso, busca esto otro en B".

Amnistía, analogía y derecho mercantil

El primer ejemplo que ilustra esta ideas es el de la Ley de Amnistía que se ha acordado por algunos grupos políticos promulgar como parte de los pactos de investidura del Sr. Sánchez. 

A mí no me cabe duda de que alguna amnistía cabe en la Constitución española.

Cabe en su letra, porque su texto solo prohíbe las medidas de gracia generales si vienen del Gobierno (el art. 62 prohíbe los “indultos” generales) y de hecho implícitamente admite las procedentes del Parlamento, en forma de Ley (el art. 87.3 prohíbe en relación con las mismas la iniciativa popular, luego implícitamente se admite otro tipo de iniciativa). Así nos lo recordaba recientemente Paz-Ares, en su artículo sobre Las falacias de la amnistía.

En cuanto al espíritu del texto fundamental, es verdad que el perdón general de unos delitos atenta contra los bienes jurídicos que se pretende proteger tipificándolos. En este caso, para más inri, los delitos que ahora se condonarían afectan al propio orden constitucional, lo cual no es moco de pavo. No obstante, la doctrina y el Tribunal Constitucional ("TC") aceptan que ningún bien jurídico es absoluto: todos pueden recortarse siempre que las medidas de poda pasen el consabido test de proporcionalidad, porque cumplan un fin legítimo (persigan otro bien), sean adecuadas (sirvan de verdad para promoverlo), necesarias (no existan otras menos gravosas) y proporcionales stricto sensu (no causen un daño mayor que el bien que persiguen). Además, cada uno de estos elementos está teñido de subjetividad (qué es un fin legítimo, qué lo favorece y qué es inútil, conforme a qué baremo se juzga que el bien obtenido es superior al daño causado…), siendo así que el TC reconoce a las Cortes, por la legitimidad democrática de la que gozan, la prerrogativa de efectuar esas interpretaciones con una libertad que, si no es omnímoda, es al menos muy amplia.

Aplicando esta doctrina al caso que nos ocupa, vemos que el fin con el que se justifica por sus partidarios esta concreta amnistía es que serviría para resolver o al menos coadyuvaría a la resolución de un conflicto político enquistado, lo que a la postre sería bueno para el orden constitucional. Ciertamente, esto se condice poco con el hecho de que los beneficiarios de la medida no solo proclaman que van a seguir persiguiendo su objetivo de independencia (algo que en sí es inobjetable y encaja en una Constitución democrática), sino que no descartan hacerlo por cualquier medio, incluidos los delictivos que motivaron las condenas que ahora se perdonan. Se argumenta de todas formas que la amnistía abrirá una nueva etapa y otro clima de relaciones, más basado en el diálogo que en la confrontación…

Como, en efecto, al legislador hay que reconocerle un amplio margen de apreciación y como, yo personalmente, soy amigo de la concordia, voy a asumir en el razonamiento que eso sea así. Aprovecho, por cierto, para lamentar la poca cintura con la que desde las filas de los partidos conservadores se maneja esta cuestión. Ya me pronuncié aquí en contra de lo de mandar a la policía a forcejear con los ciudadanos con las urnas de paisaje fondo, cuando habría sido tan fácil ser astutos y dejar que los nacionalistas se contaran entre sí, como un ejercicio de libertad de expresión, legítimo pero irrelevante. La política del PP y VOX, lamentablemente, es la de exaltar cada vez más a sus fieles, como si eso les hiciera ganar adhesiones de terceros. Por eso, han vuelto a ser derrotados en las últimas elecciones: por mucho que el PP se empeñe en resaltar que es la lista más votada, no ha aunado la mayoría necesaria para formar gobierno, porque no ha sido capaz de atraer a suficientes electores nuevos. Y, ante este fracaso, la vía alternativa (hacer afirmaciones apocalípticas sobre que se está instaurando una dictadura, cuasi apelando a la desobediencia civil) es impropia de partidos que se proclaman de orden… Hoy por hoy el cauce adecuado para reaccionar frente a una Ley que se reputa ilegítima, por afectar al Estado de Derecho, es el del Estado de Derecho: que impugnen la Ley las partes legitimadas para ello y confiemos en que el TC, sí, ejerza su competencia de forma justa. No digo yo que, si la cosa se pusiera más fea, no habría que lanzarse a las barricadas, pero no estamos ahí todavía... (Otra cosa son las tonterías del lawfare y similares escritas por PSOE y JPC en su pacto de investidura: son políticamente lamentables y denotan las bajezas que son capaces de aceptar los políticos con tal de acceder al poder, pero carecen de valor legal.)

Volviendo pues al razonamiento jurídico, habíamos hecho un ejercicio de generosidad, asumiendo que la amnistía que se nos propone tenga un fin legítimo y sea un medio proporcional para promoverlo. Ya sé que eso es mucho asumir, pero lo hago a  efectos dialécticos y para el caso (más o menos improbable) de que el TC compre ese argumento. Pues bien, pese a todo, esta amnistía seguiría padeciendo de algo que hace la hace infumable. Es el hecho de que, en la práctica, como se ha reconocido expresamente desde las filas socialistas, la Ley no se promulga por el motivo antes apuntado (desactivar el problema catalán con un acto de concordia), sino por otro más rastrero, que es el de utilizarla cual moneda de cambio para la investidura. Y se podrá discutir mucho sobre cuál es el fundamento por el que se otorga al Parlamento la facultad de conceder amnistías, mas sin duda no lo es concitar una mayoría parlamentaria que aúpe a un gobierno en detrimento de otro, por mucho que, como se ha escrito, aquella mayoría tenga su mirada limpia y guapa fijada con éxtasis en un futuro de progreso…

Este feo vicio, el de ejercitar una potestad para un fin distinto del que justifica su atribución, se denomina desviación de poder y, si habláramos de un acto administrativo, lo haría anulable (art. 106.1 de la Constitución y 48.1 de la LPAC). Hemos visto recientemente un ejemplo de ello cuando el TS ha anulado el nombramiento de Dolores Delgado como fiscal de sala: el Tribunal viene a decir que el nombramiento no se basó en razones de mérito, sino en una voluntad política; ojo: no dice que la designada no tuviera mérito, sino que quien la designó no se guió porque lo tuviera... Y en principio este modo de razonar es impecable.

Lamentablemente, sin embargo, que la desviación de poder sea un instrumento válido de control de las leyes no está claro. Es más: incluso si el acto procede del Gobierno, se pueden anular por este motivo los actos administrativos discrecionales (que deben ser motivados ex art. 35.1 de la LPAC para, entre otras cosas, que se pueda comprobar si los animan los fines correctos), pero la doctrina tradicional es que los actos políticos (como una ruptura de relaciones diplomáticas y cosas parecidas, entras las que se listan los propios actos de indulto) no siguen ese régimen (de forma que ni siquiera sería preciso aportar sus razones).

Mas yo creo que esa doctrina tradicional debe ser matizada. Siempre que el acto de que se trate (por político que sea y ya proceda del Gobierno o del Parlamento) trastea con valores fundamentales, nadie duda de que está sujeto a límites sustantivos y entonces debe respetar también lo que podríamos llamar principios de due process (un proceso o protocolo que trata de asegurar la bondad en la toma de la decisión), aunque sea con menor ritualismo. Una cosa es que no se necesiten dos páginas de razones y otra que pueda proclamar el autor de la medida, y quedarse tan pancho, que el motivo por el que la adopta es de interés privado y, por ende, espurio. En esta línea, el TS ha anulado algún indulto (como en el caso famoso de un kamikaze, causante de una muerte), precisamente porque no aparecía por ninguna parte ni nadie consiguió adivinar cuál razón de política criminal, mejor o peor, podía inspirar tan singular medida. Algo así he defendido también en este artículo en relación con los decretos leyes que han impuesto, sin indemnización, un tope a la actualización de la renta de los alquileres de vivienda: todo hace sospechar que la ausencia de compensación no se decidió por ninguna razón legítima, sino porque los propietarios afectados eran menos y débiles y los arrendatarios beneficiados muchos y con peso electoral... Y es que la prerrogativa de decidir libremente se concede a un órgano para que la ejerza de buena fe, no para que se fume un puro con ella y se burle de todos, empleándola, descaradamente, para provecho propio.

Pese a todo, estoy dispuesto a ser aún más indulgente con la postura pro-amnistía y a brindar a sus partidarios un apoyo técnico para mejorar su posición. Un apoyo que nunca me agradecerán, porque no se enterarán de mi propuesta, pero se lo dono con gusto.

La propuesta consiste en que, a diferencia de lo que sucede con los actos administrativos aquejados de desviación de poder, los cuales simplemente se anulan, los actos políticos que padecen el mismo defecto se deben presumir anulables, pero solo iuris tantum, esto es, con posibilidad de prueba en contrario, a aportar por los defensores de la amnistía, en el sentido de que ésta sí es un medio apto y proporcional para conseguir el fin legitimo de resolver el problema del independentismo catalán, trayendo al redil a los alborotadores.

La idea se puede fundamentar y vestir de seda mediante una analogía con el enfoque del derecho mercantil, cuando se enfrenta al problema de los socios o administradores que votan con conflicto de interés. Es curioso que hace un par de años escribí un artículo sobre este tema (véase aquí) y, ya publicado, le comenté a un profesor de la disciplina que yo había utilizado en mi escrito, por analogía, conceptos del derecho administrativo. En su frente vi escrita la palabra ”anatema” y me recomendó algo parecido a los físicos cuando les doy guerra en los foros: que me dejara de analogías y aprendiera mercantil. No sé entonces si le consolaría constatar que la analogía, como los corazones según Jardiel Poncela, tiene y freno y marcha atrás, de forma que también puede viajar del mercantil al constitucional. Esto es algo normal: los anglosajones dicen que franquear el puente entre dos disciplinas tiene efectos fecundos para ambas y para referirse a ello han parido uno de sus graciosos gerundios: hablan de hacer cross-fertilizing.

Practicando este sano deporte, sugiero, en efecto, atender a lo que dispone la Ley de Sociedades de Capital ("LSC") sobre los conflictos de intereses que afectan a socios y administradores.

Si el que vota es un miembro del órgano de administración, que tiene un interés personal en la materia (por ejemplo, la sociedad vende una casa que él quiere comprar), el art. 228 de la LSC le obliga a abstenerse. Esta es la forma más automática de resolver semejante tipo de situaciones: el mero riesgo de que el administrador vote mal, cegado por su interés personal, se zanja cortando por lo sano (prohibiéndole votar).

Si, en cambio, quien vota es un socio, en el seno de la junta general, el art. 190 LSC distingue según el tipo de conflicto: según el apartado 1º del precepto, el socio está sujeto también a un deber de abstención cuando en la junta se debaten temas que afecten a sus intereses egoístas (una lista tasada de supuestos, como la autorización para vender sus acciones o participaciones), pero el apartado 3º,  para los demás casos de conflicto de intereses, establece otra solución, la de inversión de la carga de la prueba (si se impugna el acuerdo, corresponde acreditar la conformidad del mismo al interés social a la propia la sociedad o al socio afectado). Esto es una solución más matizada, pues no se impide al sujeto votar solo porque sus circunstancias hagan sospechar que puede actuar de forma parcial, sino que se abre la discusión sobre si en verdad su conflicto vicia o no su propuesta de fondo.

Tal diferencia de trato (entre socios y administradores) se puede justificar de la siguiente forma. El interés social admite muchas lecturas. Para unos, será obligado expandir el negocio, mientras que para otros habrá que circunscribirlo a sus esencias… Y quien es soberano para elegir entre una u otra visión es quien más dinero se juegue, porque ostenta la mayoría del capital social. En muchos casos, ese socio mayoritario estará activo en el mismo negocio de la Compañía y querrá integrarla con su propio grupo; por ejemplo, imponiendo la venta conjunta de los productos de matriz y filial o la gestión conjunta de los recursos financieros. Esto es una operación vinculada en la que la matriz tiene un interés (así elimina la competencia de la filial, se aprovecha de los recursos financieros de esta pagando menos interés...), pero puede aducir y probar que ello redunda en provecho de la filial (también esta elimina la competencia de la matriz, las dos juntas son más sólidas financieramente…). Es natural, por tanto, que se le permita aportar esta prueba, pues en caso contrario (si aplicáramos a rajatabla el deber de abstención) estaríamos entregando el gobierno de la sociedad al minoritario. No pasa lo mismo con los administradores, que no tienen participación en el negocio y cuyos intereses personales no tienen esa segunda faz y son puramente egoístas, salvo que precisamente (como acaba de reconocer la redacción dada al art. 231 bis.2 de la LSC por la Ley 5/2021) su conflicto de intereses consista en que sean socios o representantes de un socio, en situaciones semejantes.

Pues bien, si trasladamos este esquema al problema que nos ocupa, se consigue una linda analogía, donde luce con todo su esplendor la idea, antes comentada, sobre la necesidad de comparar, no elementos aislados, sino estructuras, esto es, series de elementos interrelacionados, en forma que asegura el cumplimiento del objetivo práctico de la norma:

·         Tenemos un sujeto (el socio mayoritario de la mercantil; el grupo parlamentario socialista) que obtiene un beneficio propio (el de la operación vinculada; el de acceder al gobierno de la nación, respectivamente).

·         En cuanto al interés que se puede ver dañado a causa de ese provecho privado, su significado no es unívoco, pues caben diversas concepciones (visiones empresariales; ideologías) sobre cómo se satisface el bien corporativo o el interés del país.

·         Para efectuar esa definición del interés común, el sujeto goza de una cierta legitimidad (que le da su inversión económica o el número de escaños que ha obtenido junto con sus aliados).

·         El sujeto afirma que su provecho particular redunda en beneficio colectivo (verbigracia, filial y matriz venderán más caros sus productos al hacerlo juntas; España se beneficiará de ganar un Gobierno guapo y dialogante, en cuyas aguas el problema catalán se disolvería como un azucarillo…).

·         Pese a todo, el provecho personal tiñe la propuesta de sospecha y atribuye al sujeto de marras la carga de alegar y probar ese beneficio colectivo, si es que se impugna el acto correspondiente (el acuerdo social; la Ley de Amnistía).

¿Y cuándo habría que efectuar ese juicio? ¿Ha de ser un juicio a futuro o probabilístico o puede basarse en hechos ya acaecidos? Los plazos cortos de impugnación de los acuerdos sociales obligan a juzgar relativamente pronto, de modo que el juicio habrá de ser hipotético. En el caso de una ley, el TC puede ser llamado a decidir por el recurso directo, que también tiene un plazo corto de interposición, o por el indirecto de la cuestión de inconstitucionalidad, que no lo tiene. En todo caso, el Tribunal, una vez interpuesto recurso o cuestión, puede tomarse su tiempo para dictar sentencia. Recordemos que la sentencia sobre la Ley del aborto tardó en dictarse ¡13 años!

Yo sugeriría que aquí también el TC se lo tome con calma a la hora de dictar sentencia sobre el recurso que sin duda será interpuesto. Y esto precisamente porque el planteamiento técnico correcto es el que aquí defiendo: que la amnistía, aunque se haya dictado por un motivo espurio, no es automáticamente nula, sino que todo depende de cómo evolucionen las cosas y de lo que a la postre hagan los pillos amnistiados. De esta forma, saldrían de la cárcel, pero pendería sobre ellos la permanente amenaza, de que, si vuelven a las andadas, se dictará esa sentencia de anulación de la Ley de Amnistía que les devolverá a la trena.

Geometría, analogía y éter

Lo siguiente no va en principio del éter, es decir, de ese medio a través del cual se propagan las ondas electromagnéticas y cuya existencia se suele negar. Esto va de otra moda que se halla muy arraigada en el mundillo científico:  la de negar que una cosa suceda por una razón física y afirmar que ocurre por una geométrica o, en todo caso, algebraica..., si bien a la postre lo anterior sí tiene una relación con el éter, que desvelaré.

Yo alucino con ese planteamiento, porque no sé de dónde demonios pueden venir los datos con los que se dibujan las líneas de un diagrama o se alimentan las ecuaciones, si no vienen de las mediciones. Y tampoco sé cómo diablos los datos medidos pueden dibujar unas líneas (y no otras) y sostener unas fórmulas (y no otras), si no es porque existen razones físicas que afectan a los intrumentos de medición.

Ejemplo de esta moda son algunas tesis que aún no estoy preparado para comentar (¡paciencia, todo llegará!). Así se dice que la relatividad general habría demostrado que la gravedad no es resultado de una fuerza, sino que opera por un motivo geométrico (la curvatura del espacio-tiempo), pese a que no era esa la opinión del propio Einstein (véase aquí). También que el principio de incertidumbre de Heisenberg (hay ciertos pares de magnitudes, como la posición y el momento de una partícula, que no se pueden conocer a la vez con la máxima precisión, pues lo que se gana en certidumbre en un lado se pierde en el otro) no tiene nada que ver con cómo medimos, pese a que el propio Heisenberg cuando formuló el principio sí hablara de una limitación imputable a nuestra forma de medir... (él aludía no a un defecto de la tecnología, que eventualmente se pudiera corregir con el progreso, sino a algo consustancial a nuestra forma de medir, en el plano microcópico, pero en todo caso, sí, imputaba la incertidumbre a la medición).

De lo que sí puedo hablar ya, porque lo entiendo muy bien, es de cómo juega y de qué pie cojea este enfoque del "todo es matemática" (geometría o álgebra) en relación con la relatividad especial. Ya saben que esta va de que tiempo y longitudes son relativos. Además, esto es un efecto recíproco: yo mido que tus relojes se atrasan, tú mides que se atrasan los míos; yo mido que tus reglas de medir se contraen, tú que se acortan las mías. Esta simetría es llamativa, pero se acaba entendiendo, con un poco de entrenamiento, si se añade la llamada relatividad de la simultaneidad.

El enfoque geométrico denuncia que este lenguaje (eso de que los relojes se atrasen o las reglas se contraigan) es inexacto y fuente de confusión, pero se pasa de la raya y llega a afirmar algo que no es tan de recibo: que la relatividad especial no va en absoluto de que los relojes se ralenticen o las longitudes de los objetos se contraigan, sino de la naturaleza del espacio-tiempo...

Un ejemplo de esta formulación lo pueden encontrar en los siguientes textos de un autor que, por lo demás, es excelente y tiene razón en el 99% de lo que afirma:

According to the “geometric” approach, special relativity primarily describes the geometry of spacetime. It does not depend on anything funny happening to the vectors, clocks, rulers, odometers or other objects that inhabit spacetime. Objects are neither Lorentz contracted nor time dilated; they are completely unaffected by boosts. The components obtained by projecting a vector onto this-or-that reference frame are affected, but that is a property of the projective geometry of the situation, not a property of the vector itself.

(The Geometry and Trigonometry of Spacetime, John Denker, https://www.av8n.com/physics/spacetime-trig.htm)

The geometric approach stands in contrast to the so-called contraction/dilation approach, which alleges that rulers contract (relative to lab-frame rulers) and clocks run more slowly (relative to lab-frame clocks) when moving (relative to the lab frame). The geometric approach has so many advantages – in terms of simplicity, power, elegance, modernity, and consistency – that one wonders why anybody would bother with the other approach.

(Odometers and Clocks in Introductory Relativity, John Denker, https://www.av8n.com/physics/odometer.htm)

Comencemos hablando de lo que este enfoque tiene de verdad, que es mucho y se comprende fácilmente si establecemos una analogía con el espacio ordinario.

Supongamos que estoy situado en el punto O y quiero medir la distancia hasta un árbol (L). Estoy pues en un plano, un mundo de 2 dimensiones. Para medir, utilizo 2 largas reglas, a las que llamaré X e Y. Las oriento formando un ángulo de 90 grados (son ortogonales) porque esto me permite luego combinar los valores que mido con ellas mediante el Teorema de Pitágoras, ya saben, L = raíz cuadrada de (x^2 + y^2). Como soy el primero en medir, me autosimplifico la vida y coloco la regla Y en la dirección del árbol. Pero luego viene mi hermana, a la que le da por poner sus reglas X e Y con otra orientación, digamos giradas 30 grados a la derecha.

Antes de seguir, diré que (en este primer ejemplo) la geometría es una simulación o representación (una analogía con...) lo que sucede en la realidad, pero casi literal: en el dibujo geométrico se pinta tal cual lo que hacemos mi hermana y yo en el campo, siquiera esquematizado. Lo pueden ver en este diagrama:




El objeto L que está pintado en malva es la distancia entre mi posición y el árbol. En mi sistema de referencia (llamado O y pintado en rojo) el objeto L se extiende a lo largo del eje Y, de forma que tiene un componente y = toda la magnitud L, pero x = 0. El sistema de mi hermana es azul, lo llamamos O’ y tiene dos ejes X’ e Y’, que están rotados - 30 grados respecto de O. Para determinar los componentes x' e y' que tiene L en el sistema O' hacemos lo mismo que hace mi hermana en la realidad física: trazar unas líneas desde el árbol y en perpendicular sobre los ejes X’ e Y’. Resulta entonces que paar ella L sí que tiene un componente x’ (este ya no es 0), así como otro y’(el cual es menor que y). Si ahora consideramos un tercer sistema verde, llamado O’’, rotado - 60 grados respecto de O, resultará que ahí L tiene un x’’ mayor aún y otro y’’ todavía menor

Lo mismo sucedería si colocamos el objeto L sobre el eje X: en O, L tendría un componente x = la magnitud L, pero ninguno y; en O' y O'', ya sí tendría unos componentes y' e y'', progresivamente mayores, mientras que el componente x se habría hecho menor, se habría encogido, también progresivamente.

¿Qué está pasando aquí?

Para valorarlo, volvamos al ejemplo original, donde el objeto es L y está en mi eje Y. ¿Podría decir mi hermana que L en realidad tiene menos metros Y (los que se leen en su regla Y' = y' metros) y solo parece mayor en mi sistema porque mis metros se han contraído y de esta forma mis reglas de medir cuentan más unidades de las que debieran? Pues podría decirlo, como una forma de hablar, pero no es que haya pasado eso... Ni al objeto L ni a mi regla Y les sucede nada (no padecen ninguna alteración física) por el hecho de que mi hermana los "observe" (esto es, trace un línea perpendicular desde su extremo hasta el eje Y'). Ya podrían esas cosas ser observadas (más exactamente, medidas) por cuarenta mil observadores desde sus respectivas perspectivas (sistemas de coordenadas orientados de diversas formas) y seguiría sin pasarles nada. 

¿Y si cambiamos el propio objeto L de sitio y lo colocamos sobre el eje Y', llamándolo entonces L'? Entonces mi hermana medirá en su sistema O’ que L' tiene un componente y’ = L', siendo el componente x’ = 0. Obviamente, el nº de unidades L' es el mismo que yo media como L. Sin embargo, yo lo observo y para mí tiene un componente x y otro componente y menor que el que mide ella. Siento la tentación de decir que el objeto se ha contraído al subirse en su sistema y que ella no lo nota porque sus propias reglas de medir se han encogido asimismo. Pero resisto esa tentación, pues comprendo que otros 40 mil observadores podrían sostener que esa contracción sería de diverso grado y, claro, como acabamos de ver, un objeto no cambia según lo observen unos u otros...

Además, me tranquiliza constatar que las medidas x e y no son más que pistas para resolver problemas y que todas conducen a la misma solución. El problema práctico será uno u otro: o L o L'. Por ejemplo, ¿cuántos pasos debe dar una hormiga entre un extremo y otro de L? En ese caso, mi hermana no dirá la tontería de que debe recorrer una distancia y' o y'': lo que hará ella, como cualquier otro observador, es combinar sus propias mediciones x' e y' o x'' e y'' mediante la misma regla, el Teorema de Pitágoras y obtener así una magnitud para L que se dice “invariante”, porque es la misma desde cualquier perspectiva [raíz de (x^2 + y^2) = raíz de (x'^2 + y'^2) = raíz de (x''^2 + y''^2)...].

Y con el espacio-tiempo de la relatividad especial pasa algo estrictamente análogo. 

Ahora la intersección entre los ejes X e Y ya no consiste en puntos en el espacio. Para simplificar, nos quedamos con una sola dimensión espacial, que será X, mientras que Y será la temporal, de forma que las intersecciones entre espacio y tiempo (los puntos del espacio-tiempo) son "eventos", o sea, cosas que suceden en un momento temporal y en su sitio dado. (En puridad, el eje del tiempo lo es de ct, o sea, la velocidad de la luz multiplicada por el tiempo, que es una unidad de longitud y, más en puridad aún, en mi opinión, ninguna de las unidades es de espacio ni de tiempo, sino de espacio-tiempo, pero eso es otra historia, que no abordaremos aquí.) 

El equivalente de un objeto L situado sobre el eje Y (el temporal) sería el intervalo entre dos eventos 1 y 2, que suceden en un sistema dado en el mismo sitio. Por ejemplo, yo estoy situado en el medio de un vagón parado en la estación, que es el sistema O. Cruza una locomotora a velocidad constante, que es el sistema O', en cuyo punto central se halla mi hermana. Cuando ella pasa a mi lado (evento 1), ponemos a cero nuestros respectivos relojes y hacemos lo propio (no digo cómo) con ayudantes que tenemos en los extremos de nuestros respectivos vagones. Al cabo de un rato el ayudante de la cola de la locomotora me alcanza y entonces anotamos las lecturas de nuestros respectivos relojes, así como la distancia espacial que media entre ambos eventos. Para mí (sistema O), el componente x no existe (los 2 eventos suceden donde me hallo), mientras que el y (el temporal) será el que sea.  Para mi hermana (O'), entre 1 y 2 hay un componente x (desde su punto de vista yo me he desplazado hacia la izquierda, recorriendo la distancia que media entre el centro de la locomotora y su parte trasera), mientras que el componente y será mayor

Nótese que esto último cambia: en el espacio-tiempo el intervalo temporal entre dos eventos es menor en el sistema donde los dos eventos suceden junto al mismo reloj (no hay componente x) y es mayor en el sistema donde se mide mediante relojes distantes, debidamente sincronizados (hay componente x).

Como en el caso anterior, podríamos considerar también el supuesto de que el objeto L (intervalo entre eventos 1 y 2) esté situado (en el sistema O) sobre el eje X, lo que significaría que no tiene componente y o temporal (los eventos 1 y 2 serían para mí simultáneos), aunque tenga un componente x. Lo que pasa es que, mientras escribía esto, me he dado cuenta de que esta parte tiene truco, porque se habla de dilatación del tiempo (lo que aflora cuando L está sobre Y) y contracción de longitudes (pero en principio no es esto lo que aflora cuando L está sobre X). Para no distraernos ahora, trataré esta cuestión en el Apéndice.

Vamos ahora al lenguaje que critica Denker. ¿Podría decir mi hermana que el intervalo L en realidad dura más segundos (y') y solo parece menor en mi sistema porque mis segundos se han dilatado (van más lentos) y mis relojes cuentan menos unidades de las que deberían? Pues podría decirlo, como una forma de hablar, pero lo cierto es que el hecho de que mi reloj sea observado (rectius medido) desde mil perspectivas diversas, no provoca ningún efecto físico sobre aquél. Apañados estaríamos si así fuera… Cuando Denker dice objects are completely unaffected by boosts tiene razón, si quiere decir esto. Un boost es el término inglés para referirse a un cambio de perspectiva en el contexto del espacio-tiempo: consiste en que, por ejemplo, en lugar de analizar el intervalo 1-2 desde vagón que estaba parado en la estación, lo hacemos desde la locomotora. Pues sí, es verdad: si yo soy el jefe de la estación, parado en medio de ese vagón, lo que hace físicamente mi reloj no varía, por el hecho de que desde uno o cuarenta mil trenes, cuando cruzan junto a mí, la señora que se halla en el centro de la locomotora y su ayudante de cola anoten sus lecturas respectivas cuando coinciden conmigo.

Y todo esto (las mediciones de tiempo y espacio que se hacen desde diversos sistemas de referencia) se puede también pintar en un diagrama. Ciertamente, aquí el dibujo es menos literal y más metafórico, pero cumple perfectamente la función de expresar las relaciones entre las distintas mediciones, de forma similar a lo que sucede con un dibujo puramente espacial. Con el debido mutatis mutandis, claro está. En particular, una peculiaridad es que, si partimos de dos ejes perpendiculares entre sí (los de la estación, por ejemplo), entonces los del tren se pintarían rotados, pero los dos hacia dentro, como abrazados por los anteriores. A esto se le llama geometría ya no circular (o euclideana) sino hiperbólica (o minkowskiana) porque lo que sería una unidad en cada marco de referencia no va rotando como el radio de un círculo, sino como el de una hipérbola y su magnitud se obtiene con una fórmula similar al Teorema de Pitágoras, aunque con el signo menos en medio. Pero los diagramas de Minkoswki tienen truco, porque las magnitudes de cada sistema están dibujadas con distinta escala. Hay otra forma de dibujar el espacio-tiempo que, si no inventó, sí popularizó un hispano, el uruguayo Loedel: consiste en que el eje X de un sistema es perpendicular al Y del otro. La prefiero porque, aunque solo vale para dibujar dos sistemas (no tres ni más), tiene la ventaja de que ambos se ven simétricos (ninguno tiene el privilegio de tener sus ejes aparentemente perpendiculares y los dos se dibujan a la misma escala). Con este enfoque, la historía queda así pintada:






[Aclaro que el intervalo de tiempo transcurrido entre los eventos 1 y 2, el equivalente del objeto L, es lo que está pintado en malva y que para hallar, geométricamente, el componente y' aquí lo que hacemos es proyectar una línea sobre el eje Y’ que (vista en la página, en 2 dimensiones) no es perpendicular a Y', aunque es paralela a X' (lo mismo hacemos, mutatis mutandis, para hallar x').]

Ahora bien, aquí llega el momento en el que Denker, como muchos otros, se pasa de la raya, cuando dice que la relatividad no tiene nada que ver con un efecto físico. 

Vamos a ver, reconocido está que mi reloj de la estación no sufre el atraso que contabiliza mi hermana por el hecho de que ella se monte en un tren en marcha y lo observe, o se monte en otros mil trenes y haga lo propio.  Del mismo modo, si agarramos el mismo reloj y lo montamos en un tren, tampoco experimenta el atraso que yo concretamente contabilizo y a la vez los cuarenta mil atrasos que contabilizan otros sistemas que tienen diversos estados de movimiento. Pero una cosa es eso y otra decir "ningún efecto físico". 

Para comprobarlo, podemos recurrir al poder demostrativo de la analogía, o sea, ver qué sucede en el espacio ordinario y luego regresar al espacio-temporal, para aplicar lo que hemos aprendido. En particular, recurriremos a la estrategia de mirar al “elemento huérfano”, esto es, a uno de los elementos de la lista que está presente también en la estructura simple, aunque de tan evidente, no habíamos reparado en él: ¿es que acaso diríamos que, cuando cogemos una regla de medir que estaba colocada en el espacio con determinada orientación y la rotamos, para darle una nueva, no ha experimentado ninguna alteración física? Pues no, no diríamos tal bobada. La hemos rotado, córcholis, y eso es una alteración física. Por eso, cuando medimos con ella, arroja valores distintos. Otra cosa es que no exista ninguna referencia que podemos llamar privilegiada, porque no esté rotada, y respecto de la cual se puedan definir las demás como más o menos rotadas. No, cada eje mide como si fuera él el que está "no rotado" y eso no le impide a cada uno de ellos medir bien y resolver los problemas planteados, como hemos visto. Pero, insisto: cuando rotamos una regla de medir, por supuesto que experimenta un cambio físico (¡ha rotado!).

Lo mismo pasa con el espacio-tiempo: cuando ponemos un sistema O’ en movimiento respecto de O, esto es, cuando el tren empieza a andar, sus relojes comienzan a funcionar de forma distinta, al igual que sus reglas de medir. Otra cosa es que la apreciación concreta de quién es el que se mueve y quién no, quién es el que sufre un efecto físico y en qué medida, sea completamente relativa y que todos los sistemas sean igual de válidos, sin que podamos notar que unos se mueven más que otros y, por ende, experimentan un efecto más intenso en sus instrumentos. Pero, córcholis, el mismo estado de movimiento no tienen y, si por ese motivo, miden cosas distintas, ¡será porque esa causa (su estado de movimiento) repecute sobre la operación de medición!

Ahora bien, ¿cuál es, en qué consiste ese efecto o cúmulo de efectos físicos que provoca el movimiento? Aquí es donde se hace necesario aplicar una regla de traducción entre los polos de la comparación y liberarse del prejuicio de verlo todo de la manera a la que estamos acostumbrados. En el espacio ordinario el cambio de perspectiva se traduce, geométricamente, en una rotación y en el espacio-tiempo, el cambio de perspectiva se representa también, geométricamente, como una rotación (hiperbólica, en el sistema completo, de Minkowski; circular o euclideana, en los diagramas de Loedel). Ahora bien, ambas rotaciones son analogías: una, como decíamos, casi literal, mientras que la otra es metafórica. Pero la verdadera causa de pasar de un sistema de referencia a otro sigue siendo la física. Y esa causa física, cuando es una nueva orientación de los ejes, no provoca ningún efecto en cuanto a cómo mide cada sistema la longitud de un objeto. De la misma forma, cuando la causa consiste en un distinto estado de movimiento del sistema de referencia, ¿influye esto sobre cómo se comporta un objeto oscilante dentro de una cápsula (un reloj) o sobre cómo se comporta una señal que enviamos a distancia, ya sea para sincronizar reloje so medir distancias? En la relatividad de Galileo y Newton se asumía que no, que el cambio de estado de movimiento de un sistema no afectaba a esas cosas y, por eso, lo medido en un sistema en punto a longitud o tiempo aprovechaba al otro. Pero el mensaje de la relatividad especial es que el movimiento sí afecta a esas variables, que a partir de ahora no le valen tal cual al otro sistema y deben ser transformadas. Y esto... ¿por qué será? 

Aquí viene el vínculo con el éter. Cuando la “doctrina científica dominante” dice eso tan absurdo (los efectos físicos no tienen nada que ver con la física o "todo es geometría"), lo que pasa es que se escurre, intenta esquivar el golpe. Lo hace para que no la llevemos al huerto, al huerto de que hay un éter, aunque sea ciertamente, indetectable. Su problema es que, si un reloj (digamos, el famoso reloj de luz, que es un pulso de luz que rebota verticalmente entre dos espejos) arroja un resultado distinto que otros dos relojes  junto a cuya vera pasa, ¿no será porque su mecanismo se relaciona de forma distinta con el medio a través del cual la luz se propaga? ¿Solución, puesto que no se quiere reconocer tal cosa? Se atribuye la causa última a algo que suena muy abstracto, la geometría del espacio-tiempo. Mais j’accuse: los diagramas del espacio-tiempo dibujan los valores que miden los relojes y las reglas de medir, y estos instrumentos miden lo que miden, desde sus respectivos sistemas de referencia, por un motivo físico, porque se relacionan de forma distinta con el éter en el que se propaga la luz.

(Aquí hay que aclarar que a un reloj donde lo que oscila sea una cosa mecánica -como una pelota de tenis- le pasa lo mismo porque también cuando la cosa rebota en sus paredes, es por una interacción electromagnética.)

Uf, llega uno cansado al final de estas cosas…


 


jueves, 9 de marzo de 2023

La guerra de las tildes: una aproximación jurídica


En los últimos días hemos vivido un renacimiento de la polémica sobre si el adverbio “sólo” debe llevar tilde, a raíz de un acuerdo adoptado por el Pleno de la RAE, de fecha 2 de marzo de 2023, cuyo texto luego (tras el revuelo generado y las dudas sobre su contenido que se suscitaban) ha aclarado una nota de 9 de marzo (que puede hallarse aquí). 

Esto es una buena ocasión para poner de manifiesto que en todas las ciencias a veces los conceptos se enredan y que la mejor forma de deshacer estas madejas es una aproximación pragmática. Se trata de hacer algo que tampoco se hace siempre en la ciencia jurídica, pero que al menos los juristas estamos mejor situados para promover: hay que buscar el espíritu de la norma, su ratio legis, lo cual suena etéreo, pero es algo muy de andar por casa; es el objetivo práctico perseguido, una forma de hacernos la vida mejor y más sencilla.

Aplicando esta regla (como digo, de sabor jurídico, aunque válida para todas las disciplinas), creo que no debería haber duda en la solución por la que he optado arriba: al “sólo” que equivale a “solamente”, al adverbio, hay que ponerle siempre tilde. Recordemos que la expresión que nos ocupa puede utilizarse como un adjetivo que significa “en soledad, sin compañía” (como en “café solo”, “me encuentro solo”) o como un adverbio que quiere decir “únicamente” (como en la frase “contesten sólo sí o no”). Pues bien, lo propio es dejarse de mandangas y ordenar que, para evitar el menor atisbo de ambigüedad, el adverbio lleve tilde y el adjetivo no, siempre y en todo caso.

La cosa no es en absoluto anecdótica, sino que tiene su importancia práctica: todos los días leemos estas palabras y el calificar si estamos ante un significado u otro le toma a uno unos instantes preciosos, que podría emplear en mejores menesteres. Piensen en esta frase: “El Gobierno se queda solo con la reforma del solo sí es sí”. El segundo uso del término es claramente adverbial, pero el primero admite los dos significados: el Gobierno ha perdido cualesquiera apoyos para aprobar en las Cortes la reforma de la Ley o el Gobierno no tiene mejor propuesta política que ofrecer, más allá de enzarzarse en sacarle punta a esta cuestión, para desdoro de sus aliados. Probablemente el contexto de la frase desvele que el significado pretendido sea el primero, pero el segundo no sería tan raro y es inevitable que la mente de una persona sensata se entretenga en considerarlo. Y hete aquí que el objetivo del lenguaje es comunicar de la forma más eficiente posible, ahorrándole al lector esos titubeos, lo que se consigue obligando al escritor a darle el problema resuelto.

Es curioso, sin embargo, que la RAE, en realidad, no ha seguido esta máxima (la de hacerle al lector la vida más fácil) en ninguna de sus sucesivas posturas. Ciertamente, las interpretaciones periodísticas tienen entendimientos más tajantes, como que antes se imponía lo que yo propongo (un uso obligatorio de la tilde para el adverbio), luego se prohibió la tilde en cualquier caso y ahora se ha regresado a la obligación. Pero la verdad más matizada, y también más triste, es que las últimas posturas académicas han sido difusas:

(i)                  se obliga a tildar el adverbio, pero sólo si es preciso para evitar ambigüedades (cfr. el Diccionario Panhispánico de Dudas, edición de 2005, apartado 3.2.3, que es el que hoy sigue mostrando la web de la Academia);

(ii)                se recomienda no tildar nunca, incluso en casos de ambigüedad (cfr. las novedades que se publican en 2010, apartado 5);

(iii)               el último acuerdo, según la explicación dada el 9 de marzo, se presenta como una mera aclaración de lo anterior (una "redacción más explícita, pero que mantiene al norma" de 2010), mas en realidad es:

            - en cierto modo, un paso atrás, en tanto y cuanto asume que, a falta de ambigüedad, era "obligatorio" escribir sin tilde el adverbio (cuando en puridad 2010 se hablaba sólo de recomendación) 

            - y, aunque se da un paso adelante, es timorato, porque consiste en que se deja de recomendar (ahora es “optativo”) tildar el susodicho vocablo en caso de riesgo de ambigüedad “a juicio del que escribe” (1)

Parece que detrás de esto hay una enconada polémica entre los académicos y la solución alcanzada es una especie de componenda, para acallar a todos, que solo ha creado más indefinición. De hecho, los partidarios de la tilde lo han interpretado como una victoria (regreso a la posición inicial), mientras que el encargado de las consultas en la Academia anda aclarando que quien quiera usar la tilde “lo tendrá que justificar” (cfr. aquí…). Con lo cual ahora, si el lector lee un titular como el propuesto antes y no sabe si adentrarse en el contenido, se preguntará si el autor es  tildista (lo que significaría que utiliza un adjetivo y se refiere a la ausencia de apoyos del Gobierno) o es antitildista (en cuyo caso sólo podrá salir de dudas leyendo el artículo) o está tan hecho un lío como él mismo…

Todo esto parece poco científico y lo es, pero paradójicamente habrá quien nos acuse de injerencia: ¿cómo alguien procedente de otra disciplina pretende inmiscuirse, con desprecio de la sagrada especialización, en una docta discusión entre lingüistas? Y es que, en efecto, los antitildistas aducen una razón muy técnica y pretendidamente científica (cfr. la decisión de 2010): lo que justificaría el uso de la tilde “diacrítica” sería oponer palabras “tónicas” (las que se pronuncian con acento “prosódico”) a las “átonas”… La jerga asusta al principio, pero si se escarba un poco en los términos indicados, no hay en ellos mayor enjundia. Lo diacrítico es simplemente (véase la etimología de la palabra) lo que sirve para “distinguir”. Y bien está que una tilde se utilice para diferenciar vocablos que, además de tener distinto significado, no se pronuncian igual en la cadena hablada (como sucede con el “sí” del “sí es sí”, que se dice con un “sí” tónico, a veces gritón, por contraposición al “si es si” que identifica el “si alguien abusare…” con el “si alguien agrediere sexualmente”, que se diría con un “si” átono, como si la equiparación fuera inevitable…). Mas no debería haber inconveniente en que se emplee el mismo recurso para distinguir entre cualesquiera palabras con diverso significado, por mucho que se pronuncien sin énfasis.

Éste es al fin y al cabo el significado de toda abstracción o generalización, que es el cometido principal de las ciencias: un día se comprende que en cierto concepto habíamos introducido una restricción que era innecesaria; al levantarla y hacer el concepto capaz de acoger mayor número de fenómenos, conseguimos aplicar a éstos, de un plumazo, toda (o buena parte de) la utilidad que estaba prevista para el contenido original.

Invito, pues, a todos a "desobedecer" (2) a la RAE y tildar siempre el adverbio “sólo”, desde luego si hay ambigüedad, pero también aunque pensemos que no la hay, para ahorrarle al lector esos milisegundos donde se lo plantea.

Esta optimización es, ciertamente, nimia, si nos ponemos a pensar en otras cosas, como la burocracia inútil a la que nos obliga la Administración pública, o la desesperación que nos causan nuestras dilectas macrocompañias privadas, cuando nos atascan al auricular escuchando una atención automatizada inservible o nos marean, con la esperanza de aburrirnos, en servicios de antiayuda. También es esto trivial si lo comparamos con el trabajo que nos dan los puritanos reguladores del mundo, que obligan a los justos a abandonar su tarea para rellenar sesudos formularios de Compliance, mientras los pecadores pecan tranquilos… Por cierto, esto no lo denuncio sólo (también lo combato) ni solo (otros también lo hacen). ¿Pero a que se habrían quedado ustedes un rato pasmados si digo, como habría hecho un antitildista, con beneplácito de la RAE, que “no lo denuncio solo ni solo”?

(1) El texto de la propuesta es literalmente este:

Para la reedición del Diccionario panhispánico de dudas se propone una redacción más explícita, pero que mantiene la norma de la Ortografía de la lengua española (2010):

a) Es obligatorio escribir sin tilde el adverbio solo en contextos donde su empleo no entrañe riesgo de ambigüedad.

b) Es optativo tildar el adverbio solo en contextos donde, a juicio del que escribe, su uso entrañe riesgo de ambigüedad.

(2) Quien quiera profundizar en el valor de las decisiones de la RAE puede leer lo que ésta indica en esta página.  donde  

PS: hoy he puesto aquí también tilde a los pronombres demostrativos, pues la reciente “aclaración” también les afecta y, aunque aquéllos se prestan menos a la confusión, he pensado que lo cómodo es tildarlos, pero alguna vez me he olvidado y me lo han advertido...; ¿debería regir aquí el mismo criterio? La vida es complicada...  

jueves, 29 de diciembre de 2022

Las ilusiones perdidas… y reencontradas


 

Hace muchos años, cuando era capaz de meterme entre pecho y espalda cualquier libro, porque tenía la pausa y la capacidad de concentración que el mundo digital nos ha robado, empecé a leer a Balzac en francés y disfruté de la novela Illusions perdues. Recientemente me dio, no sé por qué, por intentar recordar su argumento, para lo cual acudí a la página de Wikipedia (la francesa es más completa), donde aprendí que en 2021 se ha hecho en Francia una película sobre el libro, con buena acogida en el país vecino (recibió 7 Césares, entre ellos el de mejor película), aunque yo creo que aquí apenas nos hemos enterado. He visto la peli y me ha gustado: me gustan todas las de época, más las del siglo XIX y, además, esta tiene unas características, típicas de los films franceses, que puedo soportar (como la lentitud) o degustar (como un toque filosófico).

Todo esto ha sido sin duda una sincronicidad. Concepto este postulado por el psiquiatra Jung, quien afirma que llegamos a lugares y vemos cosas como por casualidad, aunque en realidad esto sucede por una ruta de causalidad más o menos misteriosa, que unos identifican como soplo del universo, otros como una ayuda divina y los más prudentes como el mero dato de que uno está atento y enfocado en un objetivo, en razón de lo cual es lógico que escuche muchas pistas que, a falta de esa atención, le pasarían desapercibidas. En cualquier caso, por el motivo que fuere, lo cierto es que este incidente me ha inspirado y explicaré en qué sentido.

Wikipedia en español hace este resumen de la novela:

Narra el esfuerzo y la miseria de un joven francés de provincia llamado Lucien de Rubempré o Lucien Chardon, que viaja a París en busca de la gloria de la literatura y de la poesía. Sus esperanzas pronto se ven frustradas al descubrir el usurero mundo editorial y las dificultades de conseguir una oportunidad. Esto, junto con su orgullo y su debilidad por el lujo y los fastos, hacen que fracase en su inocente propósito de vivir de su literatura, y le lleva a engrosar la lista de las 'Ilusiones perdidas' de tantos jóvenes poetas como él.

Y es que, en efecto, la pérdida de las ilusiones es la suma de, como ahora se dice, dos vectores: por un lado, la culpa ajena, esto es, la incomprensión de los demás (el usurero mundo editorial) y la culpa propia, es decir, nuestra propia incomprensión de la realidad (el orgullo, la debilidad y la falta de perseverancia que evidenció Lucien).

El riesgo de todo esto, que es el pan nuestro de cada día, es caer en el escepticismo: no ya no tener, sino no creer en la ilusión. Pensar que todo era, como sugiere una de las acepciones de la palabra según la RAE, un espejismo, una mentira (“concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos”). Sí, era bello mientras lo perseguíamos: proporcionaba, como dice otra acepción del diccionario, dopaminas (esa maravillosa y “viva complacencia en una persona, una cosa, una tarea”). Pero procede ser realista y abandonar tales vanas “esperanzas cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo” (tercera acepción), mas nunca llegan.

He dado en pensar, sin embargo, que en el propio defecto del concepto (hablamos de mentiras), reside su virtud (luego, por definición, son verdad).

Para desentrañar esta paradoja, podemos fijarnos en lo que son las dos grandes ilusiones de la vida: la realización profesional y el amor, pues diría que lo que quiere el ego es ser importante, ser admirado y querido, siendo la salud y el dinero instrumentos o consecuencias de lo anterior.

Sobre el amor, decía Stendhal que, a la postre, es una mentira. En un opúsculo titulado De l'amour formulaba una teoría sobre este sentimiento, el cual definía como un proceso de “cristalización”:

en las minas de sal de Salzburgo, se arroja a las profundidades abandonadas de la mina una rama de árbol despojada de sus hojas por el invierno; si se saca al cabo de dos o tres meses, está cubierta de cristales brillantes; las ramillas más diminutas, no más gruesas que la pata de un pajarillo, aparecen guarnecidas de infinitos diamantes, trémulos y deslumbradores; imposible reconocer la rama primitiva”.

De igual modo, el enamorado toma la imagen de la persona que, a partir de un momento dado, despierta su interés romántico (es común que este umbral se traspase inopinadamente, respecto de alguien a quien antes habíamos visto con indiferencia) y comienza también a cubrirla de cristales, que son las perfecciones que imaginamos en el objeto amado y los goces que presuponemos que hallaremos a su lado.

Ortega y Gasset en sus Estudios sobre el amor critica esta concepción: para él, Stendhal, habla de un amor falso, porque no conocía otra cosa, pero el amor verdadero, el que sí conocía Ortega, no es ninguna patraña, aunque, eso sí, solo esté al alcance de almas sublimes como la suya. Lo pinto esto así no como crítica a Ortega, sino precisamente como forma de demostrar que el hombre era un optimista nato, lleno del poderío y la vitalidad (en expresión que solía utilizar) “de un arcángel”. Un auténtico campeón.

[Dicho sea de paso, el librito de Ortega, que es una delicia, está lleno de declaraciones que, para el que tiene puestos los lentes para detectar este pecado, serían “políticamente incorrectas” y en su peor versión (la machista). De ahí que muchos le denosten y otros, que quieren dejar a salvo su figura, se esfuercen en justificarle aduciendo que lo que dice es fruto de su época y patatín-patatán. Para mí, en cambio, cuando no llevo puestos los lentes de ver la paja en el ojo ajeno, que no es siempre, Ortega simplemente formula ideas que son discutibles, mas lo hace con una gracia indiscutible, que está al alcance de pocos.]

Pues bien, creo que esta diversidad de opiniones (verdad o mentira) se resuelve, como decía, con una paradoja (es verdad porque es mentira) y la paradoja, a su vez, con este paradigma: lo que existe aquí es un proceso de creación o conformación de la realidad con la mente, esto es, a partir de una mentira o invención se genera una verdad. Hace poco escribía Eva Aladro en una entrada de su Blog estas palabras:

el artista no copia sencillamente aquello que existe, sino que lo que copia o reproduce son las imágenes que ha almacenado su espíritu

Y una artista intervenía con este comentario, según el cual durante el proceso de creación llega un momento en el cual:

lo que estás volcando sobre el lienzo ya no es una imagen real sino la impronta que esa imagen ha disparado en ti al observarla... . es realmente una emoción lo que el pincel y la pintura luchan por plasmar....por eso el cuadro final se halla más alejado de la realidad formal...pero refleja con más fuerza … lo que emerge en el corazón una vez que la forma se desvanece

Al leer estas palabras, no pude evitar pensar que algo semejante sucede con el amor: nos enamoramos de una idea. Esto no deja al ego en una posición muy lucida. En absoluto aconsejo confesarle al amante que su presencia ha sido el detonante que, con la inestimable ayuda de la propia habilidad narrativa, ha construido una historia que, en último término, nada tiene que ver con el propio modelo. Tampoco es agradable comprender que solo hemos sido un pretexto para un proceso que vuela por encima de nosotros, desde nuestra realidad material a la mente del observador, sin prestar a nuestra valiosa persona especial atención, tal como (según manifestó en una ocasión un comentarista de fútbol, con gráfica expresión) les sucedía a los mediocampistas de los equipos irlandeses: veían a la pelota volar desde el portero o defensa a la delantera y viceversa, sin apenas catarla.

Pero hay que aceptar esto con humildad: ser la excusa e inspiración de un proceso creativo es motivo de orgullo y eso debería bastarnos. Hace unas semanas asistía a una visita guiada a la exposición dedicada a Picasso y Channel y allí la guía, una joven muy preparada, hacía el consabido repaso de las mujeres de las que se enamoró y a las que abandonó el artista en búsqueda de nuevos pastos de inspiración: estúpidos seríamos si les pidiéramos a ellas que permanecieran venerando y alimentando al artista sin perseguir su propio camino vital y creativo, pero también tontas serían ellas si exigieran atar al creador a la pata de su cama, convirtiéndose en rémora emocional para su evolución.

Mas no todo es, en este modelo, cura de humildad y resignación. Precisamente el hecho de que estemos ante creaciones de la mente es lo que alimenta la esperanza: si nos abandona el ser querido, porque ya no nos quiere o porque lo arrebata la vida, no hemos de pensar que las circunstancias nos condenan. Puesto que todo está en la mente, todo puede renacer. Es este el momento para recoger la ilusión que se ha quedado sin objeto, ponerla en una urna y aprovechar para llenarla de atenciones, honrando lo que en su día imaginamos y alimentándolo para que tome nuevas fuerzas. Si seguimos queriendo al que se fue, porque así es. Si no es así, porque queremos a la imagen con la que durante un tiempo lo adornamos. Pero a esa dulce niña, la ilusión, no debe nunca faltarle el aliento, porque no es una víctima de las circunstancias, sino antes bien un hada que las moldea con su varita.

En punto a los éxitos profesionales, pasa algo parecido. Como en el cortejo, con los logros hay que sufrir un tira y afloja que no deja de tener su encanto. El ver reflejadas las ideas en una obra y el que esta tenga el curso debido es una tarea que requiere virilidad o feminidad, según el caso (“virinidad” o “femilidad”, puestos a equiparar a los géneros, ¡como mandan los cánones!). De nuevo, quienquiera que sea quien maneja los hilos (universo, Dios o el azar) va a estar testándonos continuamente y tocándonos precisamente lo que hay que tener para superar la prueba. En este juego, los tiempos son siempre imprevisibles y aun diría que, cuanto mayor es nuestro deseo y nuestra impaciencia, más son los “pushbacks” que nos depara la realidad. Sin embargo, nuestra fe ha de ser inquebrantable, pues el paradigma es claro: si hay algo que hemos concebido como bello y verdadero, ya existe y en su momento verá la luz.

domingo, 20 de marzo de 2022

Las verdades oficiales (II) - La Guerra Civil española

 


Decía en otro post que hablaría sobre o, más bien, contra las verdades oficiales relativas la Guerra Civil española. 

Al calor de las normas sobre la Memoria Histórica, se libra ahora una batalla mediática sobre si esa Guerra fue una de estas dos cosas: un alzamiento fascista (o nazi, da lo mismo) contra un régimen democrático (no exactamente igual que el de la España actual, pero bueno, sí, un régimen democrático que podría haber enlazado, al cabo de los años, con el actual) o una imprescindible reacción frente a un golpe de estado interno dado por el Frente Popular en el seno de la propia República y que conducía a España a marchas forzadas hacia el estalinismo. 

¿Y habría que elegir? ¿Si no es una de estas dos, deberían los historiadores devanarse los sesos y quizá matarse entre ellos para parir otra verdad monolítica…? Depende de lo que uno quiera, claro. Vengo sosteniendo desde hace tiempo que los conceptos son algo que uno inventa para resolver un determinado problema de cierta manera. También aquí el hacer valer una verdad, sacrosanta e irrefutable, sobre hechos tan complejos, simplificándolos en un sentido u otro, puede brindar al que lo promueve algún rédito actual, sobre todo si se dedica a la política. Y comprendo que ese ejercicio no es siempre y en todo caso perverso, porque al fin y al cabo definir oficialmente el régimen nazi o el estalinista no es algo que sea tan difícil y sirve al sano propósito de alertar contra aquellos regímenes pavorosos, para que no vuelvan nunca. Pero no, la Guerra Civil española es otra cosa. Aquí un sano relativismo, el reconocimiento de que toda verdad es una verdad a medias, es necesario. La única definición exacta que se me ocurre sobre este episodio es que fue un horror, el horror más horrible, que es el de matarse entre hermanos y vecinos: eso de que de la noche a la mañana salte todo por los aires y corran los unos a buscar a los otros, a esos con los que se había uno cruzado y con los que había hablado e igual hasta comido y reído, para pegarles un tiro… Esto sí que es una verdad que merece ser oficial, aunque solo sea precisamente por razones de lo más interesado: porque es la forma de alentar esa concordia que, no sé por qué, en España tenemos tanta tendencia a perder.

Así que mi propuesta sería que, en efecto, se hable y mucho de la Guerra Civil, pero solo para que cada uno cuente lo que sepa, los retazos que le han llegado de aquellos años, sin necesidad de integrarlos en ningún sistema explicativo, para que así la verdad (que no puede ser otra que la que he mencionado) salte a la vista, como consecuencia natural de ver esas caras y escuchar esas pequeñas historias. Con alegría he descubierto que Pérez-Reverte ha promovido algo así y ha abierto un álbum de fotos con las que la gente le manda, de sus abuelos normalmente, junto con breves comentarios. “Línea de fuego”, lo ha bautizado y está aquí

Yo no tengo una foto antigua que mandarle (salvo la de la portada, que hallé en Internet y que es de Luis Delage, del que hablo luego), pero sí haré memoria de cosas que me han contado.

A diferencia de la mayoría de los mencionados en las fotografías que recopila Reverte, a mi padre sí le gustaba mucho hablar de la Guerra y no perdía ocasión. Y a diferencia de muchos de ellos, su tránsito por ese suceso histórico no fue nada heroico, si bien eso a él no le avergonzaba en absoluto y, antes bien, hacía alarde de cómo ejerció, con notable donosura, el arte de sobrevivir, a lo soldado Josef Švejk… Contaré también algo de cómo vivió mi madre la Guerra (aunque contó menos) y tirando de su conexión, hablaré del hombre del que se enamoró su hermana, que fue un cargo importante del Partido Comunista de España, una persona excelente y al que tuve ocasión de conocer. Y mencionaré asimismo lo que mi suegro le ha comentado a mi mujer, cuando se le ha venido a la mente, en paseos que dan por los alrededores de su Residencia geriátrica.

Nacido en 1907, a mi padre, José María Serra Grau, la Guerra Civil le cogió en su Valencia natal (zona republicana) con 28 años, en edad de luchar. 


Él era partidario de la República, pero -como digo- no de morir y como él debían de pensar sus amigos, porque, en cuanto se supo que se había desencadenado la contienda, a todos se les ocurrió presentarse a los exámenes de conducir, en la idea de que el que transportaba a las tropas de aquí para allá no estaría tan obligado a pelear en el frente. Se organizó una especie de examen de campaña y tengo en la mente impresa la visión del panel de examinadores sentados tras una mesa, que me imagino cubierta de un gran mantel oscuro. Fue un error, sin embargo, colocar al jurado al pie de una cuesta, porque el primer examinando, en prueba de que solo optó por este oficio por razones de supervivencia, pronto perdió el control del vehículo y cayó embalado hacia los jueces, que saltaron de sus sillas mientras pronunciaban improperios y amenazas y salvaron la vida, en ese estadio tan prematuro del enfrentamiento civil, por un pelo. Creo recordar que mi padre optó, vista la experiencia de su compañero, al que casi fusilan, por ni presentarse al examen. 

Pero tenía un amigo socialista. Recuerdo que él siempre se refirió a los enchufes con muchas entradas como un “socialista”, porque en aquella lejana época de la República parece que acaecía, en efecto, que los afiliados al Partido Socialista Obrero Español eran amigos de ayudarse mutuamente, dándose cualquier puesto o bicoca, de ser esto posible. Mi padre trabajaba en Banca y tenía carné de UGT, así que a lo mejor influyó eso. El caso es que en el Ejército consiguió un puesto en Intendencia, en la retaguardia. 

Por cierto, solía reconocer mi padre que, cuando ganó Franco, tiró su carné de UGT por el retrete. A mí me llamaba la atención lo inexorable que sonaba esta decisión, no tanto por el hecho de desprenderse de la prueba de una filiación que era muy peligrosa, lo cual en verdad parecía una decisión obligada, como por el método elegido, que me sonaba tan poco respetuoso con la noble función sindical. “¿Pero por el retrete…?”, yo le preguntaba. Mas él se mostraba siempre categórico, como si no cupiera otra opción: “¡por el retrete!” 

En fin, volviendo al período bélico, ya digo que mi progenitor estaba sirviendo en el ejército en tareas de organización del avituallamiento de las tropas, mas -hombre honrado- no se beneficiaba él mismo de los víveres que gestionaba su departamento, por lo que pasaba hambre. Aquí es donde afortunadamente intervenía Paricio. Paricio era un botones del Banco de Valencia. En aquella época, no gozaban las organizaciones de esa mentalidad que hoy está tan extendida y que tanto ayuda a nuestro progreso y que consiste en tener en nómina a muchas personas inteligentes y, con razón, generosamente retribuidas, cuya función consiste solo en detectar y promover que se prescinda de los escasos trabajadores que realizan tareas auxiliares, por bajo que sea su coste. Así que existía Paricio, el botones, que era un chico muy listo que se ocupaba de llevar legajos de un lado a otro. A veces, sin embargo, remoloneaba o se dejaba sin hacer algún mandado. Y mi padre, entre las carcajadas de los bancarios que con él compartían lo que hoy llamaríamos una pradera, le espetaba alguna broma como ésta, con el tono enérgico que le caracterizaba: “Paricio, dime la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad” (en realidad, la “verdat”, pronunciaba mi padre), ”¿has entregado el expediente Tal al Sr. Tal?” Paricio no se lo tomaba a mal y demostró su afecto por mi padre ayudándole en aquellos momentos difíciles, porque su propio padre era Guardia Civil, estaba en zona nacional y, no se sabe cómo, hacía llegar a su retoño comida abundante, que el buen muchacho compartía con su compañero de oficina. 

Por lo demás, a lo largo de toda la Guerra mi padre solo tuvo que afrontar un episodio de peligro, pero uno que le causó una honda impresión: en una ocasión el teniente, no sé si, por conocer su talante y a modo de chanza, le ordenó que cogiera una granada y se la llevara al capitán. Mi padre, lógicamente, empeñado como estaba en garantizar su propia seguridad, se negó de forma terminante. Y no valieron ni los ruegos ni tampoco las amenazas de organizarle un Consejo de Guerra para que cambiara su determinación. 

Y así, entre una cosa y otra, fue acercándose el final de la Guerra. Ah, bueno, muy al final sucedió que una comisión de anarquistas fue a buscar a mi padre y a su hermano, supongo que sería en su pueblo (Alboraya). Por fortuna no les encontraron, ya que al parecer el motivo era resultar notorio que los dos hermanos iban a misa los domingos, cosa que probablemente les querían echar en cara de alguna forma, acompañándoles durante lo que entonces se llamaba un “paseíllo”. El caso es que se acabó la contienda y se ordenó que quienes habían servido en el bando republicano se presentaran en la plaza de toros de Valencia, para ser sometidos a depuración. Entonces, decía mi padre, todos los “facistas”… Interrumpo la frase para un nuevo inciso: él era un hombre sin estudios superiores, aunque instruido y, sin embargo, utilizaba este término en lugar del ortodoxo de “fascistas”, no sé por qué, si bien esto tenía al fin y al cabo un sentido, porque marcaba mucho la “f” y ponía el acento sobre la sílaba “fa”, con lo cual la sola pronunciación de la palabra ya lo decía todo sobre su opinión respecto de esta ideología. El caso es que los “facistas”, para demostrar que estaban en el ejército rojo solo por casualidad y mostrar su adhesión al general Franco, se apresuraron a presentarse en el lugar ordenado. Mi padre no lo hizo y se congratulaba de su decisión, porque los que sí acudieron pasaron muchas noches al raso, padeciendo hambre, frío y la codicia de los Regulares: de cuando en cuando un soldado de este aguerrido cuerpo norteafricano se acercaba al prisionero, le examinaba la boca (“a ver qué tienes ahí”) y si le encontraba un diente de oro, le aliviaba de esa carga con el puñal. Pese a su clarividente decisión de evitarse este trance, mi padre, empero, no consiguió eludir la depuración: en represalia por sus impagables servicios como soldado republicano, perdió su puesto de trabajo en el Banco de Valencia, quedando sin medio de vida. Esta desgracia, no obstante, fue efímera, porque tenía un tío cura que dio de él las mejores referencias y fue enseguida reintegrado en su empleo. 

Luego empezó la Segunda Guerra Mundial y los empleados del Banco seguían con alborozo los avances de Hitler, porque eran germanófilos, salvo mi padre, del que hacían burla, por ser anglófilo. Hasta que cambiaron las tornas en esa Guerra y era entonces él quien sacaba pecho con la victoria aliada.

Mi madre, Francisca Callejo, nació en 1923. No conoció a su padre. De su madre tiene solo este recuerdo: ella estaba en una suerte de orfanato, regentado por monjas, y un día, siendo pequeña, las religiosas la sacaron para ir a ver a su mamá. Esta se encontraba en un hospicio, sito en Carabanchel. Bastantes décadas después sus primas compraron un piso que daba al jardín de ese hospicio y, por eso, a mi madre siempre le daba pena cuando iba a verlas, pues en verdad aquella visita al lugar fue triste: su mamá estaba envejecida prematuramente, tenía como el baile de San Vito y solo decía, “ay, mi niña, mi pequeña”. Tras esa corta entrevista, se la llevaron y ya no volvió a verla. 



Era pues mi madre la menor de dos hermanas. Si cuando estalló la Guerra, Francisca tenía 13 años recién cumplidos, su hermana Angela (Angelita la llamábamos, porque mi madre era apasionada de los diminutivos) tendría unos 17 o 18 y se hizo novia de un caballero, que desde luego lo era, de nombre Luis Delage. Este había nacido en el mismo año que mi padre (1907) y también trabajó en Banca, pero sus trayectorias vitales fueron harto diferentes. Delage era miembro del Partido Comunista de España y llegó a ser comisario político del Ejército del Ebro. Al acabar la Guerra, lógicamente se exilia, se lleva a su novia Angela (mi madre se sintió algo abandonada al perderla), pasa por Francia, Nueva York (donde no le miraban muy bien) y pronto va a Cuba, donde deja a Angelita con un hijo, llamado Luis, como él. Él se fue, decía, a seguir haciendo la Revolución. Angela se quedó en Cuba sacando adelante a su hijo (lo hizo muy bien) y cuando triunfó Castro, se sintieron muy a gusto en el régimen comunista, del que eran adeptos. Lo que cuento a continuación lo sé porque, siendo yo adolescente, ya habiendo democracia en España, Delage vino a España (donde cobraba una pensión como militar republicano), vino también mi primo Luis algunas veces, viajó Angela y disfrutamos de muchas veladas con unos y otros, donde se hablaba de la Guerra Civil y yo escuchaba muy atento.

Delage es de esas personas que han dejado un nombre, pues tiene esta página en Wikipedia. Ahí se habla bien de él y yo también lo hago, sin reparos. Cuando le conocí, vestía con abrigo largo, gorra y pañuelo al cuello, como típico chulapo. Resultaba ameno y salado, pues empleaba expresiones antiguas y tenía un fino humor (un día había quedado con su hijo por la noche y  no llegaba y nos contaba que pensaba “ay, a ver si se me ha despistado por ahí y se ha metido en un Dáncin…”).

Él aportaba una visión más idealista y comprometida de la Guerra. Como contraste con el episodio de la granada que le pidieron a mi padre que transportara, él relataba esta otra anécdota: hubo un soldado al que le entregaban una medalla por un acto heroico; estando ante él la plana mayor del Ejército del Ebro, le pidieron que narrara cómo tomó él solo una posición enemiga; el soldado estaba explicando que, en el momento crítico, se echó una mano al pecho, agarró una granada, le quitó la espita y..., cuando de pronto él y sus oyentes se quedaron con los ojos como platos, porque -en la excitación del relato- había representado la escena de forma tan fidedigna que tenía literalmente una granada en la mano, sin la espita, a punto de estallar; como era en efecto un valiente y persona muy entregada a la causa republicana, comprendió que podía cargarse a la cabeza de su ejército, así que se tiró al suelo con la granada bajo la barriga, para amortiguar la onda expansiva; creo que no murió, aunque quedo muy malherido, y se salvaron los jerarcas…

Otra escena que tengo grabada en la cabeza es cuando Delage pasó a Francia, desde la Cataluña ocupada por los nacionales. Por cierto, allí se habían llevado a mi madre, cuando empezó la Guerra. Estaban las niñas en un colegio, pasaban hambre y era común hacer escapadas a robar de los campos alguna pieza de fruta, con el riesgo de ser sorprendidas por el payés, que no dejaba la ofensa sin represalia y las perseguía con la escopeta en la mano, siendo mi madre de las más audaces en las incursiones, por ser también la de piernas más ligeras en la huida, cosa que llevaba muy a gala. Creo que Luis fue a verla al colegio: debió de hacerle mucha ilusión que la visitara un gallardo soldado, novio de su hermana, y (seguro) le proporcionara algunos víveres. El caso, es que, perdida Cataluña para la República, Luis (dice Wikipedia) huyó a Francia y puedo dar fe de que atravesó los Pirineos a pie y allá en la soledad de las montañas se toparon de pronto con un pastor y sus ovejas. Los viajeros se cubrían con dos buenos gabanes y bajo los mismos asomaban sendos subfusiles, que estaban prestos a utilizar. El buen hombre les miró y se limitó a constatar: “van ustedes bien armados”, como corroborando que él era neutral, que se limitaba a eso, a observar al que por allí pasaba y notar su condición. “Así es”, confirmaron ellos, le dieron los buenos días al pastor y continuaron camino.

Durante el franquismo, Delage estuvo de incógnito en España, con actividades revolucionarias y comprendo que pasara desapercibido, pues daba el pego como “persona de bien”. Una prueba: vivió alquilado en la casa de un Comisario de Policía. Otra: en una ocasión venía a España una amiga mía noruega y le pedí que me recomendara una pensión; lo hizo y el dueño me recibió muy risueño y me preguntó por Luis; como yo le dijera que andaba muy liado, pero contento, con el Congreso del Partido, se me quedó mirando sin comprender; algo barrunté, porque la pensión estaba plagada de crucifijos; luego me explicó Luis que es que este posadero no conocía su verdadera identidad… Pensé: esto es enriquecedor, no ser víctima de una sola identidad política y disfrutar de varias, quién sabe si encontrándole algún atractivo a cada una de ellas. Ciertamente, él no era unidimensional: mi hermana y yo supimos por vez primera lo que era el placer, que luego en mí se ha hecho compulsivo, de comer gambas con cerveza, invitados por él en la Cruz Blanca de la Plaza de Alonso Martínez; y solía decir que en Bulgaria (donde también desvela Wikipedia que estuvo) le criticaban los compañeros de partido, porque él era muy activo y tenía varios empleos (en la radio, esto, lo otro..), por lo que ganaba más dinero que los demás, lo cual él no juzgaba incompatible con ser comunista.

Nuevo giro de volante, para volver del lado de los prudentes. Mi suegro, Teófilo Martínez, nacido en 1928. Vivía en una aldea de León, pueblo de mineros, aunque a él, como era aplicado, lo apartó el cura para que fuera al Seminario, gracias a lo cual tuvo estudios, aunque en cuanto pudo manifestó su preferencia por la vida de seglar, ya que le interesaba el sexo femenino, para formar familia.  Como mi padre, sin embargo, se casó tarde y sabemos poco de su vida anterior a las nupcias, salvo que mi suegra hacía bromas sobre una gallega que se presentó un día en su casa, ya casado, como a buscarle, con pretensiones de tener jurisdicción sobre él, y tuvo que rechazarla ella, porque él no sacaba la cabeza de su escondite. Esto eran por supuesto bromas de mi suegra, que era muy amiga de las parodias. Pero volvamos a la Guerra Civil. Cuando empieza, él solo tiene 8 añitos. Salvo por los reclutas que se llevaban a la fuerza y de los cuales regresaban solo parte, en estos sitios apartados no padecieron mucho la conflagración. A veces por el cielo pasaban los aviones nacionales camino de Asturias, a bombardearla y si a mi suegro le pillaba en el campo, cuidando de las cabras, se asustaba mucho y corría a esconderse bajo los helechos. Cuenta que al terminar la Guerra el cura del pueblo no quiso represalias en su parroquia. “Aquí todos somos de Dios”, decía, a lo cual se oponía vehementemente uno que había comunista, proclamando que él no era de Dios sino ateo y rojo, pero no le hacían caso…